A mi tío Pedro lo que más le gustaba contar era la historia de cómo había descubierto en el cuartel al verdadero responsable de un robo por el que estaba siendo acusado un inocente. Era la joya de sus narraciones militares, la obra maestra de sus recuerdos en voz alta, la más cuidadosamente graduada para conseguir un efecto de suspenso que se repetía sin gastarse casi cada noche, en la oscuridad de nuestro dormitorio.
De la estafeta del cuartel había desaparecido una fuerte suma de dinero en certificados, y a un compañero de mi tío lo consideraron culpable y lo enviaron al calabozo. Mi tío, como los abogados jóvenes y bondadosos de las películas americanas de juicios, estaba seguro de que aquel soldado era inocente, y de que el culpable era otro, un sujeto frío, atravesado y cínico, con granos en la cara, que reunía todos los rasgos odiosos de los malvados del cine. Al inocente le iban a formar un consejo de guerra, el culpable permanecía indemne y disfrutando los beneficios de su robo. De pronto, in extremis, mi tío obtuvo la prueba que necesitaba: una hoja de papel carbón en la que estaba impresa la huella de una bota, tan acusadora y precisa como una huella digital. Se presentó valientemente con ella al capitán, se cuadró ante él (eran siempre relatos muy ricos en esa clase de detalles circunstanciales) y le dijo la verdad: la huella en la hoja de papel carbónico coincidía irrefutablemente con la suela de la bota izquierda del canalla.
– Gracias, Molina -había dicho el capitán, cuyo nombre, apellidos, carácter y apariencia completa detallaba en cada relato mi tío-, si no llega a ser por usted habríamos mandado a prisión a un inocente.
La mili era la literatura y la épica, el cine y el turismo de los pobres, la ocasión que les daban de asomarse a la geografía del mundo, de añorar la vida diaria y aprender lecciones de lejanía y desarraigo, de vivir por primera vez libres de la gran sombra masculina y agobiante del padre, de un padre que en aquellos tiempos también solía ser el patrón. En la mili aprendían a escribir cartas y a disparar armas de fuego, a distinguir las graduaciones de los oficiales y los calibres de las municiones, a tratar con desconocidos absolutos, lo cual para ellos era una grandiosa novedad, ya que en sus vidas, hasta entonces, apenas habían tenido ocasión de encontrarse con extraños. La mili era una ruda antropología pueblerina, un ritual de paso hacia una vida plena de varones adultos, y a nadie se le ocurría quejarse de ella, en parte porque entonces a nadie se le ocurría quejarse de nada: librarse del servicio militar era un mal augurio, a no ser que uno fuera hijo de viuda, pues el que se libraba era que estaba tuberculoso o que tenía cualquier enfermedad oculta o no era lo bastante hombre. Lloraban las madres y las novias, llamaban por el teléfono de alguna vecina a los programas de discos dedicados de la radio para solicitar Soldadito español, pero aquellos llantos y suspiros sobre el bastidor de la costura, aquel riguroso encerrarse de las novias durante la ausencia de su prometido (prometido era una palabra que usaban mucho en los programas de discos dedicados) eran sobre todo pruebas o signos de una sentimentalidad femenina tan reglamentada y roturada como el coraje de los hombres. Yo a veces me dejaba llevar por la inercia tonta de la imaginación y me veía a mí mismo convertido en soldado, galopando en el desierto con el velo azul de un turbante sobre la cara y un fusil a la espalda o esperando tras el bardal de una granja a que me atacaran los bandidos beduinos, pero otras veces tenía raros vislumbres de sentido común e intuía que la mili no iba a ser una novela, sino una cosa tan triste y tan interminable como la vida de un interno en un colegio de curas, una experiencia de brutalidad tan dolorosa como la de casi todos los juegos infantiles de la calle donde yo vivía, y en los que invariablemente salía perdiendo: los mayores, los más fuertes, los más vivos y ágiles, abusaban siempre de los débiles, es decir, de los que eran como yo. En mi calle, como en el ejército, se jugaba a la guerra, y había héroes violentos que asustaban a los más apocados y batallas de estacazos, gritos y pedradas de las que algunos huíamos con una anticipada sensación de ignominia y vergüenza. Yo no podía saber entonces hasta qué punto mi intuición era cierta: la mili, cuando llegara, iba a parecerse mucho no a las historias embusteras que me habían contado mis tíos y mi padre, sino a aquella angustia, a aquella tristeza ilimitada y monótona de la cobardía infantil, a la vulnerabilidad de no atreverme a salir a la calle por miedo a que los más grandes me pegaran, a la conciencia humillada de no ser fuerte ni temerario ni ágil.
Yo no sabía que en realidad se cambia muy poco desde los primeros años de la vida, y que ya entonces, en mi calle, donde durante mucho tiempo fui como un emboscado cobarde, habría podido señalar entre los niños del vecindario a los que disfrutarían de la mili y clasificarnos a cada uno de nosotros en los modelos que tantos años después iba a encontrar: el chulo, el chivato, el asustado, el silencioso, el leal, el lacayo, el entusiasta de la violencia practicada por otros, el que lamerá el polvo ante los vencedores y hará escarnio de las víctimas. La infancia posee una capacidad de obtener sufrimiento de la imaginación que los adultos luego no recuerdan: yo me consolaba pensando que todavía me faltaban muchos años para irme a la mili.
III.
De pronto se había extinguido aquella eternidad de tiempo futuro como una fortuna dilapidada por un heredero que la suponía inagotable y que de un día para otro se encuentra en la ruina: de pronto había llegado octubre de 1979, yo era tan plenamente adulto como mis tíos cuando me contaban sus aventuras cuartelarias y estaba a punto de irme a la mili, y no a cualquier parte, sino al País Vasco, a Vitoria, al Centro de Instrucción de Reclutas número once, asaltado unos meses antes por un comando de etarras que no tuvieron gran dificultad en desarmar a los soldados de guardia y robarles los cetmes.
Desde que supe adonde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bombas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo en el asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos. Se veían luego las imágenes de los funerales, los ataúdes negros cubiertos por banderas, llevados sobre los hombros de oficiales en uniformes de gala, se oían los gritos de los jóvenes fascistas que saludaban el cortejo fúnebre alzando el brazo a la romana, extendiendo manos cubiertas por guantes negros hasta erizar el aire sobre las cabezas de los parientes enlutados de las víctimas.
Gafas negras, abrigos oscuros de pieles, fajines, gorras de plato con estrellas doradas, caras de rabia, de ira muerta, de odio, declaraciones oficiales de serenidad: después de cada crimen pensábamos que los militares ya no aguantarían más y que estaba a punto de sobrevenir un golpe de estado. Su presencia obsesiva nos daba la sensación de vivir en libertad condicional, en una libertad exaltada, quebradiza, en peligro, minada por las presiones del ejército y asaltada a diario por las salvajadas de los terroristas. Los grandes galápagos de la jerarquía militar tenían algo de dioses inescrutables e iracundos que en cualquier momento podrían fulminarnos. Se hablaba mucho entonces de ruido de sables: de vez en cuando se publicaban rumores sobre conspiraciones, o se murmuraban nombres que no llegaban a aparecer en los periódicos, o que surgían en los diarios golpistas como torcidas sugerencias de complots. Por debajo de la fiebre incesante de las novedades y las contiendas políticas, de las manifestaciones, de las huelgas, de las campañas electorales, de aquel aturdimiento de tiempo acelerado y trastornado en el que vivíamos y de la incertidumbre sobre el porvenir hacia el que tan velozmente estábamos siendo empujados, había como un espacio de silencio y de miedo, un crepitar sordo y monótono de especulaciones y sospechas, un desasosiego permanente que algunas veces se volvía tan irrespirable como la expectación de una tormenta.