Todo el mundo contaba que en su cuartel había una piscina, un banco o un fusil que estaban arrestados, porque en la piscina se ahogó un soldado, o porque en el banco se sentó un general en uniforme de gala cuando acababan de pintarlo, o porque el fusil se le había disparado a alguien, o porque un mulo le dio una patada en el pecho a un caballero legionario. Todos, en el campamento, le habían oído decir a su instructor que las balas de cañón no caían al suelo en virtud de la ley de la gravedad, sino por su propio peso. Y había que reír la gracia, y que oírla como si no la hubiera oído uno nunca, y hacer como que uno creía que su interlocutor había visto personalmente el cartel en el que se notificaba el arresto de la piscina. Aparte de su pesadumbre, del peso como de un petate de plomo que uno llevaba sobre los hombros desde que había sabido el día exacto de la partida, era preciso aguantar aquella broza de chascarrillos y consejos, de anécdotas inolvidables, de artimañas infalibles para obtener buenos destinos. Y para concluir le daban a uno la palmada en el hombro y le repetían en una sola línea y como si se les acabara de ocurrir todo el acerbo de la sabiduría y de la experiencia militar:
– Y ya sabes: voluntario ni a coger billetes.
Y se quedaban tan frescos, con la conciencia tranquila, como si hubieran cumplido un deber pedagógico o una obra de misericordia, y a lo mejor remataban la faena contándonos no sin cierta intriga lo que le había ocurrido a aquel universitario que dio un paso al frente cuando el sargento de semana preguntó si había alguien en la compañía que supiera escribir a máquina…
Uno iba sospechando que aquello de la mili despertaba un feroz cretinismo universal, pero aún no sabía hasta qué punto el cretinismo era contagioso ni en qué medida se aliaba al instinto de docilidad heredado de la dictadura y una especie de mala leche nacional para hacer de casi cualquiera un aspirante a cabo de vara o a confidente y amigo del verdugo: dentro de uno mismo se conservaba intacto todo el miedo de la infancia y toda la vulnerabilidad de los diez y de los doce años, y también toda la sordidez de la agradecida obediencia. A los veintitantos años, recién instalado en la edad adulta, recién dispuesto a emprender una vida futura, ciudadano de una democracia parlamentaria, compañero de viaje durante algún tiempo, aproximadamente marxista, uno regresaba de pronto a lo más sombrío de su primera adolescencia, a las sotanas negras, a las caminatas en fila, incluso al terror de los artefactos gimnásticos, que ha sido uno de los más perdurables terrores de mi vida.
Pero aún iba vestido de paisano, aún no me había cortado el pelo ni afeitado la barba de estudiante rojo, y si no fuera por aquel petate que llevaba al hombro cuando volví de la Caja de Recluta en una mañana nublada de octubre nadie habría podido decir que unos días mas tarde iba a viajar a Vitoria, y que durante catorce meses vestiría un uniforme militar. Es posible que aquella misma noche, mientras cenábamos delante del televisor encendido, viéramos en el telediario las imágenes de un nuevo asesinato, de otro cadáver desangrado en una acera bajo una manta gris o recostado en el asiento posterior de un coche negro con los cristales hechos trizas.
Salí a buscar a mis amigos y bebí con ellos y fumé hachís hasta alcanzar un estado de perfecta ingravidez, una embotada indolencia debajo de la cual percibía el paso de los minutos y las horas como el tictac angustioso de un despertador que uno sigue escuchando cuando ya se ha dormido.
IV.
La mili empezó siendo un viaje en tren que no se terminaba nunca.
El tren no llegaba nunca, no iba a llegar nunca, apenas empezaba a cobrar velocidad y ya frenaba lentamente de nuevo, se detenía en una estación abandonada o en medio de un paraje desértico y nunca volvía a ponerse en marcha, y yo ya me acordaba de la madrugada anterior como si hubiera pasado mucho tiempo desde entonces, con esa sensación de lejanía inmediata con que recuerdan la noche recién terminada los que no han dormido. Había comenzado el viaje a las diez de la noche en la estación de Jaén, en un tren viejo y lento que iba lleno de reclutas, todos más o menos iguales a mí, con ropas civiles que muy pronto se quedarían tan deslucidas como las ropas de los deportados y con petates al hombro. Éramos una multitud hacinada y turbulenta, excitada por el viaje, enfebrecida colectivamente por el miedo, por la inercia de un gregarismo en el que acabábamos de ingresar y que ya nos afectaba sin que nos diéramos cuenta, en el modo en que empujábamos para abrirnos paso, por ejemplo, en los gritos con que alguien llamaba a un paisano que iba delante de él en el pasillo del vagón o se despedía de un familiar o de una novia.
Había madres rurales y enlutadas que lloraban con la boca abierta, como plañideras arcaicas, había novias vestidas y pintadas como para asistir el sábado a una discoteca de pueblo, había en el andén y en el vestíbulo de la estación y en el interior de los vagones un desorden como de evacuación o de catástrofe sobre el que resonaban las llamadas por los altavoces y los silbidos del tren provocando un estremecimiento de partida inminente, un recrudecerse de las lágrimas, los abrazos, los adioses, los aspavientos de los reclutas que asomaban medio cuerpo sobre las ventanillas bajadas o compartían en los coches de segunda botellones de cubalibre y de coñac, prolongando el tribalismo de las celebraciones con que aún se despedía a los quintos en los pueblos más perdidos de la provincia.
En las puertas de acceso al andén había soldados con cascos blancos de la Policía Militar que examinaban nuestros documentos y nos entregaban bolsas de plástico con bocadillos, o provisiones de boca, como aprendería yo luego que se llamaban en lenguaje militar. Cruzar esas puertas era un paso hacia el definitivo adiós, un grado más en la aproximación lenta y tortuosa a la disciplina del ejército, y cuando por fin el tren empezaba a ponerse en marcha, cuando miraba uno por última vez las caras de quienes habían ido a despedirle y le parecía que ya lo miraban de otro modo, lo ganaba un sentimiento de vacío y de vértigo, de alivio, casi de quietud, porque ahora sólo tenía que abandonarse al empuje y a la velocidad del tren y estaba en condiciones de descartar por igual la esperanza y la incertidumbre, el suplicio extenuador de la espera: desde el primer minuto del viaje el tiempo cambiaba su sentido y comenzaba la cuenta atrás, y ya era un minuto menos que faltaba para licenciarse.
Solo por fin, rodeado de extraños a los que sin embargo me unía un destino idéntico, de reclutas que eran dos o tres años más jóvenes que yo y tenían caras cobrizas de campesinos y manos grandes y rudas de mecánicos o de albañiles, melenas y patillas largas y pantalones acampanados de macarras de pueblo, yo me recostaba en el duro plástico azul de los asientos de segunda y me dejaba vencer por el aturdimiento de las voces y los crujidos rítmicos del tren, y aunque guardaba en el petate unos cuantos libros no me decidía a leer ninguno, no sólo por la incomodidad de ir hombro contra hombro en un espacio tan estrecho, empujado por los frenazos y las sacudidas, sino porque intuía que la lectura iba a ser una incongruencia, y que si sacaba un libro llamaría la atención. Ya notaba, muchas horas antes de llegar al campamento, un primer regreso a temores antiguos, y me amedrentaban los reclutas que gritaban más alto y los que se movían por los vagones con menos miramiento y más cruda determinación igual que muchos años atrás me asustaban los niños más grandes en la calle donde vivía y en los patios del colegio.
Pero no tuve tiempo de adormecerme del todo en aquel tren ni duró mucho el impulso que me conducía en línea recta hacia mi destino. Unos pocos de nosotros, los reclutas que por nuestra mala suerte o por algún designio de represalia política viajábamos a los lejanos centros de instrucción del norte, teníamos que bajarnos en la estación fantasmal de Espeluy y esperar en ella hasta las seis de la mañana a un expreso que nos llevaría a Vitoria. De modo que todo el coraje gastado en adioses, todo el enervamiento de las despedidas, de las órdenes metálicas en los altavoces, los silbidos, las sacudidas rítmicas de los enganches sobre los raíles, toda aquella escenografía fantástica de los trenes nocturnos había sido en vano, porque una hora y media después de subir al nuestro teníamos que bajarnos otra vez, prácticamente sin habernos movido, sin salir siquiera de las estepas con sombrías hiladas de olivos de la provincia de Jaén.
La estación de Espeluy es una de esas estaciones en las que ya paran muy pocos trenes y en las que hay antiguos almacenes de ladrillo desmantelados, o largos bardales de cal y de greda rojiza que tienen algo de tapias de cortijo y de cementerio. En esas estaciones los empleados del ferrocarril acaban adquiriendo un aire de desolación irreparable, unos ojos desengañados y ausentes que son los ojos con que miran pasar como fogonazos los trenes que nunca paran cerca de ellos. En esas estaciones ruinosas, donde de noche se encienden luces amarillentas contra la oscuridad, los camareros de la cantina alimentan una furiosa desesperación de marcharse y sirven cafés con leche venenosos en vasos de cristal, y sólo muy de tarde pasan un paño infecto por la barra o recogen la basura y el serrín mojado del suelo.