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A él, teniendo a Livia desnuda a su lado, no le apetecía hablar de ratones.

– Bueno, verás, es que la casa ha estado un año deshabitada, y claro… -fue su vaga respuesta.

– A lo mejor, antes de que Laura la ocupara habrían tenido que limpiar, quitar el polvo, desinfectar…

– Yo también lo necesito -la interrumpió Montalbano.

– ¿Qué? -preguntó Livia perpleja.

– Lo segundo que has dicho.

Y la abrazó.

Al octavo día hubo una tercera invasión. Fue una vez más Laura, que se levantaba primero, quien descubrió su presencia. Vio una criatura por el rabillo del ojo, pegó un brinco y, sin siquiera saber cómo, aterrizó sobre la mesita de la cocina, donde, sintiéndose suficientemente a salvo, temblando y empapada de sudor, abrió despacio los ojos y miró al suelo.

Allí se paseaban tranquilamente una treintena de arañas que parecían una escogida representación de la especie: una era bajita y peluda, otra era sólo una cabeza redonda y unas patas muy largas que semejaban hilos de telaraña, una tercera era rojiza y tan grande como un cangrejo, una cuarta era la viva imagen de la terrible viuda negra…

Laura, que no se impresionaba demasiado en presencia de los escarabajos y a quien los ratones no le daban ningún asco, se ponía histérica en cuanto veía una araña. Sufría eso que se denomina con una palabra muy difícil, aracnofobia, y que, en palabras sencillas, significa miedo irracional e incontrolable a las arañas.

Así pues, mientras se le erizaba el vello de la nuca, lanzó un grito espantoso y cayó desmayada al suelo desde la mesita. Al caer, se golpeó la cabeza y empezó a sangrar.

Guido, despertado de golpe, se levantó precipitadamente de la cama y acudió en auxilio de su mujer. Pero no se percató de la presencia de Ruggero, que así se llamaba el gato, el cual huía a toda prisa de la cocina, aterrorizado en un primer momento por el grito de Laura y, en un segundo, por el estrépito de su caída.

El caso fue que Guido salió volando en sentido horizontal al suelo hasta que su cabeza hizo de parachoques contra el frigorífico.

Cuando Livia llegó como de costumbre para bañarse en la playa con sus amigos, tuvo la sensación de encontrarse en un hospital de campaña.

Laura y Guido llevaban la cabeza vendada, y a Bruno, por su parte, le habían vendado el pie izquierdo porque, al levantarse de la cama, había provocado la caída del vaso de agua de la mesilla, el vaso se había roto y él había pisado los añicos de vidrio. Extrañada, Livia observó que hasta Ruggero cojeaba levemente como consecuencia de su encontronazo con Guido.

Al final se presentó la consabida cuadrilla de exterminadores enviada por el alcalde, que ahora ya se había convertido en amigo de la familia. Mientras Guido dirigía las operaciones, Laura, todavía trastornada, le confió en voz baja a Livia:

– Esta casa no nos quiere.

– ¡Quita, mujer! Una casa es una casa; no puede querer ni odiar.

– ¡Pues yo te digo que esta casa no nos quiere!

– ¡Anda ya!

– ¡Está embrujada! -insistió Laura con los ojos brillantes, como si tuviera fiebre.

– Laura, te lo ruego, no digas esas chorradas. Comprendo que tienes los nervios destrozados, pero…

– ¿Sabes una cosa? Estoy pensando en todas esas películas que he visto sobre casas malditas, casas habitadas por espíritus infernales.

– ¡Pero todo eso son fantasías!

– Ya verás si tengo razón o no.

La mañana del noveno día se puso a llover a cántaros. Livia y Laura se fueron al museo de Montelusa, y Guido, invitado por el alcalde, fue a visitar la mina de sal y se llevó a Bruno. Por la noche arreció la lluvia.

La mañana del décimo día seguía diluviando. Laura llamó a Livia para decirle que iba a llevar al niño al hospital con Guido porque uno de los cortes le estaba supurando. Livia decidió aprovechar la ocasión para ordenar las cosas de Salvo. A última hora de la tarde el cielo se despejó y todos estuvieron seguros de que el día siguiente sería claro y caluroso, un día perfecto para ir a la playa.

2

No se equivocaron en su previsión. El mar grisáceo había recuperado su color; la arena mojada tiraba a marrón claro, pero dos horas de sol le devolverían el tono dorado. Quizá el agua estaba un poco fría, pero a mediodía, con el calor que ya hacía a las siete de la mañana, estaría como un caldo. Esa era justo la temperatura que le gustaba a Livia, mientras que a Montalbano le desagradaba, le daba la impresión de introducirse en una bañera de balneario, y cuando salía, se sentía debilitado y sin fuerzas.

Livia llegó a Pizzo a las nueve y media y se enteró de que el inicio de la mañana había sido normal; no habían encontrado ni escarabajos ni ratones ni arañas, y tampoco se habían registrado nuevas visitas tipo escorpiones o víboras. Laura, Guido y Bruno ya estaban preparados para bajar a la playa.

Estaban a punto de cruzar la pequeña verja de la terraza cuando sonó el teléfono. Guido, que era ingeniero, trabajaba en una empresa especializada en la construcción de puentes y a quien dos días atrás habían llamado desde Génova a causa de un problema que él había intentado explicarle a Montalbano pero acerca del cual éste no había entendido absolutamente nada, dijo:

– Id bajando que ya os alcanzo.

Y entró en la casa para contestar al teléfono.

– Tengo que hacer pis -le dijo Laura a Livia.

Y entró también en la casa. Livia la siguió, porque, como todo el mundo sabe, orinar es contagioso; basta con que alguien se esté aguantando para que en cuestión de un momento a todos les ocurra lo mismo. Fue al otro cuarto de baño.

Cuando todos hubieron terminado de hacer sus cosas y se reunieron en la terraza, Guido cerró la puerta cristalera, la verja, cogió el parasol porque le correspondía llevarlo a él siendo el hombre, y se encaminaron hacia la escalerita de toba que llevaba a la playa. Pero antes de iniciar el descenso, Laura miró alrededor y preguntó:

– ¿Dónde está Bruno?

– A lo mejor ha empezado a bajar solo -dijo Livia.

– ¡Dios mío, pero si solo no puede! Siempre tengo que cogerlo de la mano -replicó Laura.

Se asomaron a mirar. Desde allí se veían unos veinte peldaños, pero después la escalerita giraba hacia un lado. Bruno no estaba a la vista.

– Es imposible que haya podido bajar más -dijo Guido.

– ¡Ve a ver, por el amor de Dios! ¡Puede haberse caído! -exclamó Laura, que ya empezaba a ponerse nerviosa.

Guido, seguido por las miradas de Laura y Livia, bajó corriendo, desapareció al llegar a la curva y volvió a aparecer en ella al cabo de menos de cinco minutos.

– He recorrido toda la escalera. No está; id a ver en casa, a lo mejor lo hemos dejado encerrado dentro -indicó, levantando la voz y respirando afanosamente.

– Pero ¿cómo lo hacemos? ¡Las llaves las tienes tú!

Guido, que había tratado de ahorrarse la subida, llegó arriba soltando maldiciones, abrió la verja de la terraza y la puerta cristalera. E inmediatamente se oyó un coro:

– ¡Bruno! ¡Bruno!

– Este imbécil de niño es capaz de pasarse todo un día escondido debajo de una cama sólo para fastidiarnos -dijo Guido, que ya estaba perdiendo la paciencia.

Lo buscaron por toda la casa, debajo de las camas, dentro del armario, encima del armario, debajo del armario, en el trastero de las escobas. Nada. En determinado momento, Livia dijo:

– Pues tampoco se ve a Ruggero…

Era verdad. El gato, que por regla general se metía entre los pies de la gente como bien sabía Guido, también parecía haber desaparecido.

– Cuando lo llamamos, Ruggero suele venir o maullar. Vamos a llamarlo -sugirió Guido.

Era una ocurrencia lógica: puesto que el niño no hablaba, el único que en cierto modo podía contestar era el gato.