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Fazio adoptó una expresión dubitativa.

– Claro que si planteamos la cosa de esta manera…

– ¿Ves como tengo razón? Corremos el riesgo de volver a meter la pata después de lo del albañil árabe.

– Pues entonces, ¿qué propone usted que hagamos?

– Es imprescindible conseguir una confesión.

– ¡Se dice pronto!

– Tampoco está claro que con la confesión consigamos enviarlo a la cárcel. Dirá que se la hemos arrancado por medio de torturas y palizas. La confesión es lo mínimo para poder llevarlo ante un tribunal.

– Sí, pero ¿cómo lo hacemos?

– Una media idea sí tengo.

– ¡¿De verdad?!

– Sí. Pero aquí no quiero hablar. ¿Podemos vernos esta noche en Marinella sobre las diez y media?

* * *

Llegó a Marinella a las ocho. Lo primero que hizo fue salir a la galería.

No soplaba la menor brisa, el aire semejaba un pesado manto arrojado sobre la tierra. El calor absorbido por la arena a lo largo del día empezaba a evaporarse, acrecentando la sensación de bochorno y humedad. El mar parecía muerto, la espuma blanca de la resaca era una especie de baba.

El nerviosismo provocado por la visita de Adriana y por lo que tendría que preguntarle lo estaba haciendo sudar como en una sauna.

Se desnudó y se dirigió en calzoncillos al frigorífico. Se quedó pasmado. Recordó que no miraba dentro desde que Adelina le dijera que le prepararía comida para dos días.

Aquello no era un frigorífico sino un rincón del mercado de la Vucciria de Palermo. Aspiró el aroma de un plato tras otro, todo todavía tan fresco como recién hecho.

Puso la mesa en la galería. Llevó a la mesa aceitunas, apio, queso caciocavallo y seis platos: anchoas, chipirones, pulpitos, jibias, atún y caracoles de mar, cada uno aliñado de una manera distinta. En la nevera aún quedaron cosas para comer.

Después se duchó, se cambió y decidió llamar a Livia; sentía la necesidad de oír por lo menos su voz. ¿Tal vez para blindarse con vistas a la llegada de Adriana? Le contestó la habitual voz femenina grabada, diciéndole que el teléfono al que llamaba podía estar apagado o no disponible.

¡No disponible! ¿Qué coño quería decir?

Pero ¿por qué Livia se le negaba precisamente cuando él más la necesitaba? ¿Sería posible que no captara el SOS que le estaba enviando? ¿Quizá la señorita se hallaba entretenida con las distracciones, mejor dicho, las diversiones que le ofrecía el primo Massimiliano?

Mientras se iba enfureciendo por momentos sin saber si por un ataque de celos o por el orgullo herido, llamaron a la puerta. No logró moverse. Segundo timbrazo, más prolongado.

Finalmente fue a abrir, con unos andares a medio camino entre los del condenado a muerte conducido a la silla eléctrica y los del quinceañero en su primera cita amorosa, empapado de sudor.

Adriana, vestida con vaqueros y camiseta, lo besó suavemente en la boca, casi como si entre ambos reinara una confianza de mucho tiempo, y entró en la casa rozándole el cuerpo.

Pero ¿cómo era posible que con el bochorno que hacía aquella chica siempre irradiara frescor?

– ¡Me ha costado, pero he conseguido venir! ¿Sabes que estoy un poco emocionada? Déjame ver.

– ¿Qué?

– Tu casa.

La recorrió detenidamente, habitación por habitación, como si tuviera que comprarla.

– ¿Tú en qué lado duermes? -le preguntó delante de la cama.

– En ése. ¿Por qué?

– Nada. Simple curiosidad. ¿Cómo se llamaba tu novia?

– Livia.

– ¿De dónde es?

– De Génova.

– Enséñame una foto.

– ¿De quién?

– De tu novia, ¿no?

– No tengo.

– Vamos, no me lo creo.

– Es verdad, no tengo ninguna.

– ¿Y eso por qué?

– Pues no sé.

– ¿Dónde está ahora?

– No está disponible -se le escapó.

Adriana lo miró perpleja.

– Está navegando en un barco con unos amigos -explicó. ¿Por qué no le decía la verdad?-. He preparado la mesa en la galería, ven -dijo para distraer su atención de aquel delicado tema.

Al ver la mesita puesta, Adriana se sorprendió.

– Me gusta comer, pero tantas cosas… ¡Dios mío, qué bonito es todo esto!

– Siéntate tú primero.

Adriana se sentó en el banco, pero se desplazó tan poco que Montalbano, para colocarse a su lado, tuvo que pegarse prácticamente a ella.

– No me gusta -dijo Adriana.

– ¿Qué?

– Estar así.

– Tienes razón, estamos demasiado estrechos. Pero si te desplazas un poco más hacia…

– No me has entendido. No me gusta comer sin mirarte.

Montalbano fue por una silla y se sentó delante de ella.

Él también se sentía más a gusto a cierta distancia.

Pero ¿cómo era posible que tan entrada la noche hiciese todavía tanto calor?

– ¿Me sirves un poco de vino?

Era un blanco fuerte y helado. Te bajaba por la garganta que era un gusto. En el frigorífico tenía otras dos botellas.

– Antes de empezar, he de preguntarte una cosa que me interesa saber -dijo el comisario.

– No tengo novio. Y ahora mismo no salgo con nadie.

Él la miró perplejo.

– No era eso lo que… no pretendía… ¿Tú conoces personalmente a Spitaleri?

– ¿Al constructor? ¿Al que salvó a Rina del ataque de Ralf? No, jamás lo conocí.

– ¿Y eso? Tú y tu hermana vivíais a pocos metros de su obra.

– Es verdad. Pero, mira, en aquella época yo estaba más con mis tíos de Montelusa que con mis padres en Pizzo. No, jamás lo conocí.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– ¿Y después? ¿Durante las operaciones de búsqueda de Rina?

– Mis tíos me llevaron casi inmediatamente a Montelusa. Mis padres estaban demasiado ocupados con la búsqueda, ya no dormían, ya no comían. Mis tíos quisieron apartarme de aquella atmósfera tan agobiante.

– ¿Y más recientemente?

– No creo. No fui al entierro, he evitado las entrevistas en la televisión, sólo un periódico escribió que Rina tenía una hermana, pero no especificó que éramos gemelas.

– ¿Empezamos a comer?

– Claro. ¿Por qué me has preguntado por Spitaleri?

– Después te lo digo.

– Me habías dicho que había novedades.

– De eso también hablaremos después.

* * *

Estaban comiendo en silencio y mirándose de vez en cuando a los ojos cuando, de repente, Montalbano sintió que Adriana recostaba una rodilla contra las suyas. Las separó un poco y la pierna de la joven se introdujo de inmediato entre ellas. Y con la otra, le apresó una pierna y la apretó con fuerza.

Fue un milagro que al comisario no se le atragantara el vino. Pero sintió que se ruborizaba y se enfadó consigo mismo.

Después Adriana señaló los caracoles de mar.

– ¿Cómo se comen?

– Hay que sacarlos con esa especie de pincho que te he puesto entre los cubiertos.

Adriana probó, pero no lo consiguió.

– Dámelo tú.

Montalbano tomó el pincho, y ella abrió la boca y se dejó alimentar.

– Muy bueno. Más.

Cada vez que ella abría los labios esperando el caracol, a Montalbano casi le daba un ataque. La botella de vino se acabó en un abrir y cerrar de ojos.

– Voy por otra.

– No -dijo Adriana, apretándole más la pierna prisionera. Pero enseguida debió de percatarse de la turbación de Montalbano y de su inquietud-. Bueno, ve -aceptó, soltándolo.

Al regresar con la botella abierta, él no se sentó en su silla sino al lado de Adriana.

Terminaron de comer y Montalbano quitó la mesa, dejando tan sólo la botella y las copas. Cuando volvió a sentarse, la joven lo tomó del brazo y apoyó la cabeza en su hombro.