Выбрать главу

– Pero si Salvo también está allí, creo que…

Fazio tampoco se sorprendió de aquel «Salvo».

– Sigue sin gustarme. No es justo que la pongamos en peligro.

Pasaron media hora más discutiendo. Al final, quien tomó la decisión fue Montalbano.

– Haremos lo que propone Adriana. Para más seguridad, tú estarás también en las inmediaciones, Fazio, puede que con otro de los nuestros.

– Como quiera usía -se rindió el agente.

Luego se levantó, se despidió de Adriana y se encaminó hacia la puerta seguido por Montalbano. Pero antes de salir, miró a los ojos al comisario.

– Dottore, piénselo bien antes de decir definitivamente que sí.

– Siéntate -le dijo Adriana a Montalbano cuando lo vio regresar.

– Estoy un poco cansado.

Algo había cambiado y ella lo comprendió.

En su lecho solitario, con la sábana empapada de sudor, Montalbano pasó una noche infame, sintiéndose a ratos un cabrón y a ratos exactamente igual que san Luis Gonzaga o san Alfonso María de Ligorio; bueno, uno de ésos.

La primera llamada de Adriana la recibió en la comisaría a las cinco de la tarde del día siguiente.

– Callara me ha dado las llaves. Está entusiasmado con la idea de vender enseguida. Debe de ser muy tacaño porque, al decirle que nosotros correríamos con todos los gastos de la regularización, poco ha faltado para que hiciera una reverencia hasta el suelo.

– ¿Te ha hablado de Spitaleri?

– Hasta me ha enseñado el contrato suscrito con Speciale. También me ha dado el número del móvil de Spitaleri.

– ¿Lo has llamado?

– Sí. He hablado directamente con él. Nos hemos citado para mañana a las siete de la tarde. ¿Y nosotros cómo quedamos?

– Nos vemos en el chalet sobre las cinco, así nos da tiempo a organizarlo todo.

La segunda llamada la recibió, en cambio, en Marinella, cuando ya eran las diez de la noche.

– Acaba de llegar la enfermera. Se quedará toda la noche aquí. ¿Puedo ir a verte a tu casa?

¿Qué significaba aquello? ¿Que quería pasar la noche con él en Marinella? ¿Estaba de guasa? Ya no podría volver a interpretar el papel de san Antonio tentado por el demonio.

– Es que, verás, Adriana, yo no…

– Estoy muy nerviosa y necesito compañía.

– Te comprendo muy bien, pero yo también estoy nervioso.

– Sólo iría para darme un chapuzón nocturno. Venga.

– ¿Por qué no te vas a dormir? Mañana será un día muy duro.

Risita de ella.

– Tranquilo, me llevo el traje de baño.

– Pues vale.

¿Por que había accedido? ¿Por cansancio? ¿Por culpa del calor que anulaba la voluntad? ¿O simplemente porque le apetecía, y mucho, volver a verla?

La chica nadaba como un delfín. Y Montalbano experimentó un nuevo placer que lo embriagaba, sintiendo aquel cuerpo joven al lado del suyo, haciendo exactamente los mismos movimientos, como si ambos estuvieran acostumbrados desde hacía mucho tiempo a nadar juntos.

Por si fuera poco, Adriana tenía una resistencia tan grande que habría podido llegar hasta Malta. En determinado momento, Montalbano ya no pudo más y se puso a hacer el muerto. Ella volvió atrás y se quedó flotando a su lado.

– ¿Dónde aprendiste a nadar?

– De pequeña recibí muchas lecciones. Cuando estoy aquí en verano me paso todo el día en el agua. En Palermo voy a la piscina dos días a la semana.

– ¿Practicas mucho deporte?

– Voy al gimnasio. Y también sé disparar.

– No me digas.

– Sí, tuve un… bueno, digamos un novio que era casi un maniático. Me llevaba a un polígono.

Una ligerísima punzada. No de celos, sino de envidia hacia aquel muchacho ex digamos novio que había podido disfrutar de ella sin problemas a una edad adecuada.

– ¿Volvemos? -dijo Adriana.

Regresaron tomándoselo con calma. Ninguno de los dos deseaba acabar con aquella especie de magia de sus cuerpos, que no podían verse en la oscuridad de la noche y que por esa razón se percibían más intensamente a través de la respiración y de algún contacto ocasional.

Y fue a pocos metros de la orilla, donde el agua llegaba a la cintura, cuando Adriana, que caminaba cogida de la mano de Montalbano, tropezó con una especie de tenaza de hierro que algún hijo de puta había arrojado al mar y cayó hacia delante. Montalbano la sujetó instintivamente, pero, quizá porque había perdido el equilibrio, acabó cayendo encima de ella.

Emergieron entrelazados casi como en una lucha, respirando afanosamente como si se hubieran pasado largo rato conteniendo la respiración. Adriana volvió a resbalar y ambos cayeron de nuevo abrazados bajo el agua. Salieron a la superficie más fuertemente enlazados que antes y después se ahogaron definitivamente en otro mar.

Cuando, mucho más tarde, Adriana se fue, empezó para Montalbano otra noche asquerosa, dando vueltas y más vueltas de un lado para otro en medio del ardor que lo dominaba.

El calor, naturalmente. La sensación de culpa, con toda seguridad. Un poquito de vergüenza también. Cierto desprecio por sí mismo. Y pongámosle también una pizca de remordimiento. Pero, sobre todo, una tristeza muy grande por culpa de una pregunta que lo había pillado a traición: si no tuviera cincuenta y cinco años, ¿habría sabido decir que no? ¿No a Adriana, sino a él mismo? Y la respuesta sólo podía ser una: sí, habría sabido decir que no. Por otra parte, ya había ocurrido antes.

Pues entonces, ¿por qué has cedido a esa parte de ti mismo que siempre habías conseguido mantener en su sitio?

Porque ya no soy tan fuerte como antes. Y lo sabía.

Por tanto, ¿ha sido precisamente la conciencia de tu inminente vejez la que te ha hecho débil en presencia de la juventud y la belleza de Adriana?

Y también esa vez la amarga respuesta fue sí.

– Dottori, ¿quí li ha pasado?

– ¿Por qué?

– ¡Tiene una cara! ¿Si incuentra mal?

– No he dormido, Catarè. Envíame a Fazio.

Fazio tampoco tenía muy buena cara.

– Dottore, esta noche no he pegado ojo. ¿Está seguro de lo que vamos a hacer?

– No estoy seguro de nada. Pero es lo único que nos queda.

Fazio extendió los brazos con impotencia.

– Pon ya desde ahora a alguien que monte guardia en el chalet. No querría que algún imbécil entrara en el apartamento ilegal y se fuera todo al carajo. Que se vaya a las cinco porque, a esa hora, nosotros ya estaremos allí. Que te hagan un alargador eléctrico de unos veinte metros con una base de tres enchufes. Compra tres lámparas de garaje, de esas que llevan la bombilla protegida por una rejilla.

– Sí, señor. Pero ¿para qué quiere todo ese material?

– Tomaremos la electricidad del enchufe que hay al lado de la puerta del chalet y la llevaremos hasta el apartamento ilegal, tal como hizo Callara cuando fue allí con el aparejador. Conectaremos a la base las tres lámparas de garaje, dos de las cuales irán al salón. Por lo menos, habrá un poco de luz.

– Pero con todo ese jaleo, ¿Spitaleri no se pondrá sobre aviso?

– Adriana puede decirle que se lo ha aconsejado Callara. ¿A quién te llevas?

– A Galluzzo.

No estuvo en condiciones de hacer nada, no aceptó ninguna llamada, no firmó ni un solo papel. Se quedó todo el rato con la cabeza casi pegada al ventilador portátil. A ratos acudían a su mente imágenes del chapuzón que se había dado la víspera con Adriana e inmediatamente las borraba. Quería concentrarse en lo que podría ocurrirle a Spitaleri, pero no lo lograba. Por si fuera poco, aquel día el calor del sol habría podido asar una lagartija. Era como fuegos artificiales en los que, al final, se disparan al cielo los cohetes más vistosos y estallan las tracas más fuertes: de esa misma manera, agosto en sus últimos días disparaba sus jornadas más ardientes y abrasadoras. Al cabo de no sabía cuánto rato, entró Fazio y le dijo que ya tenía todo el material.