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Con gesto autoritario, Montalbano le hizo señas de que se callara. Y Gallo se calló, temiendo que, en su locura, el comisario pudiera ponerse violento.

3

Transcurrieron cinco minutos y ambos seguían inmóviles. Gallo también se había puesto a contemplar el boquete adornado con anchoas, contagiado por la intensidad con que Montalbano lo vigilaba.

Parecía que sólo mantuvieran encendida la vista, todos los demás sentidos apagados: no oían el fragor del mar, no aspiraban el perfume de un jazmín que había cerca de la terraza.

Después, al cabo de lo que se les antojó una eternidad, por el agujero asomó la cabeza de Ruggero. El gato miró a Montalbano, emitió un ronroneo de gratitud y se lanzó sobre la primera anchoa.

– ¡Coño! -exclamó Gallo, que finalmente lo había comprendido.

– Me juego las pelotas a que el chiquillo está ahí dentro.

– ¡Vamos en busca de una pala!

– No digas idioteces. La más mínima cosa podría provocar un deslizamiento de tierra.

– ¿Qué hacemos?

– Quédate aquí vigilando lo que hace el gato. Yo voy a llamar a Fazio desde el coche.

* * *

– ¿Fazio?

– A sus órdenes, dottore.

– Oye, estoy con Gallo en la urbanización de Pizzo, en Montereale Marina.

– Conozco el lugar.

– Creo que hay un niño, hijo de unos amigos, que se ha introducido en un agujero muy hondo y no puede salir.

– Vamos enseguida.

– No. Llama a los bomberos de Montelusa. Esto les corresponde a ellos. Diles que el terreno es muy friable, que deben traer herramientas para cavar y apuntalar. Y sobre todo nada de sirenas, nada de ruido: los periodistas no tienen que enterarse. No quiero que esto se convierta en una segunda edición de lo de aquel niño que cayó a un pozo en Vermicino, cerca de Roma, y murió grabado por las cámaras de televisión que rodearon el lugar.

– ¿Tengo que ir yo también?

– No hace falta.

Entró en la casa y llamó al móvil de Livia desde el fijo del salón.

– ¿Cómo está Laura?

– Le han inyectado un calmante y se ha quedado un poco traspuesta. Estamos a punto de subir al coche. ¿Y Bruno?

– Creo que ya he localizado el sitio donde se encuentra.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Eso qué significa?

– Significa que se ha metido en un hoyo, de donde le ha sido imposible salir.

– Pero… ¿está vivo?

– No lo sé… espero que sí. Dentro de poco llegarán los bomberos. Cuando le den el alta a Laura, llévala a nuestra casa en Marinella. No quiero tenerla aquí. Guido puede venir si lo desea.

– Por lo que más quieras, tenme informada.

Montalbano regresó junto a Gallo, que no se había movido.

– ¿Qué ha hecho el gato?

– Se ha comido todas las anchoas y ha entrado en la casa. ¿No lo ha visto?

– No. Habrá ido a la cocina a beber un poco de agua.

No hacía mucho, Montalbano había notado que no oía tan bien como antes. Nada grave, pero aquella nitidez del oído, que es como la nitidez de la vista, se había empañado. Antes tenía un oído que le permitía oír crecer la hierba. ¡Maldita edad!

– ¿Qué tal tienes el oído? -le preguntó a Gallo.

– Lo tengo muy fino, dottore.

– Pues prueba a ver si oyes algo.

Gallo se tumbó boca abajo e introdujo la cabeza en el hoyo.

Montalbano contuvo el aliento para no distraerlo. Alrededor reinaba un silencio absoluto; el chalet estaba verdaderamente aislado. De repente Gallo sacó la cabeza.

– Me ha parecido oír algo.

Se cubrió las orejas con las manos, respiró hondo, retiró las manos y volvió a introducir la cabeza en el boquete. Al cabo de menos de un minuto la sacó y se giró hacia Montalbano: parecía contento.

– Lo he oído llorar. Estoy seguro. A lo mejor se ha lastimado al caer. Pero suena muy lejos. ¿Qué profundidad tiene este hoyo?

– De momento, tanto si está herido como si no, tenemos la certeza de que está vivo. Y ésa ya es una buena noticia.

De pronto apareció Ruggero, hizo «rrrmau», se introdujo tranquilamente en el agujero y desapareció.

– Va a visitarlo -dijo el comisario. Al ver que Gallo hacía ademán de levantarse, se lo impidió-: Espera un minuto. Y después vuelve a escuchar, a ver si el niño sigue llorando.

Gallo lo hizo. Prestó atención un buen rato y después dijo:

– Ya no oigo nada.

– ¿Lo ves? La compañía de Ruggero lo consuela.

– ¿Y ahora qué?

– Pues ahora me voy a beber una cerveza en la cocina. ¿Quieres una tú también?

– No, señor; yo tomaré un zumo de naranja. He visto que hay.

Se sentían satisfechos, aunque el camino que les quedaba por recorrer hasta sacar al niño de allí era largo y complicado.

Montalbano se bebió con calma una botella de cerveza y después llamó a Livia.

– Está vivo.

Se lo contó todo. Al final Livia le preguntó:

– ¿Se lo digo a Laura?

– Mira, no creo que sea muy fácil sacarlo y los bomberos todavía no han llegado. Mejor no, por ahora. ¿Guido sigue con vosotras?

– No; nos ha acompañado a Marinella y ahora va para allá.

Enseguida quedó claro que el jefe de la brigada de bomberos, integrada por seis hombres, conocía muy bien su oficio. Montalbano le explicó lo que, en su opinión, había ocurrido, le describió el movimiento de asentamiento producido unos días atrás y le dijo que tenía la impresión de que el chalet se inclinaba hacia un lado. El jefe sacó un nivel de aire y una plomada y efectuó las mediciones.

– Tiene usted razón. Está inclinado.

Después dio comienzo a su trabajo. Primero tanteó el terreno que rodeaba la casa con una especie de bastón provisto de un regatón de acero, a continuación recorrió el interior de la vivienda, deteniéndose en el salón a examinar la grieta a través de la cual habían salido los escarabajos, y salió al exterior. Introdujo en el hoyo una especie de cinta métrica metálica y flexible, la hizo recorrer un buen trecho, la enrolló, después volvió a introducirla y de nuevo la enrolló. Estaba tratando de establecer la profundidad.

– Es como un plano inclinado -dijo tras realizar unos cuantos cálculos-. Empieza casi bajo la ventana del cuarto de baño más pequeño y termina bajo la del dormitorio, a aproximadamente unos tres metros de profundidad.

– ¿O sea, que el hoyo corre a lo largo de todo este lado del chalet? -preguntó Guido.

– Exactamente. Y es un recorrido muy extraño.

– ¿Por qué? -inquirió Montalbano.

– Porque si el hoyo lo ha provocado la lluvia, debajo hay algo que no ha permitido que el agua se distribuya completamente por el terreno y sea absorbida en buena parte, perdiendo de esta manera la fuerza de penetración. Al parecer, el agua ha encontrado un obstáculo, una especie de barrera sólida que la ha obligado a seguir un plano inclinado.

– ¿Podrán hacer su trabajo? -preguntó el comisario.

– Tenemos que actuar con la máxima prudencia porque el terreno que rodea la casa es distinto del resto. Cualquier cosa bastaría para provocar un corrimiento.

– ¿Qué significa el resto?

– Venga conmigo -dijo el bombero.

Se apartó unos diez pasos del chalet, seguido por Montalbano y Guido.

– Observen el color de la tierra y observen cómo, unos tres metros más allá, hacia la casa, cambia de color. Ésta sobre la cual nos encontramos ahora es la tierra del lugar, la otra más clara, de tono amarillento, es arenisca, y fue traída aquí a propósito.

– ¿Y por qué lo hicieron?

– Vaya usted a saber. Quizá para que destacara más el chalet, para darle más elegancia. Ah, aquí está finalmente la pala mecánica.