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– No te preocupes -le decía Andrés cuando íbamos en el coche rumbo a casa de Bibi. Gómez Soto sabe con quién estar y es hombre agradecido. Yo le presté para comprar sus nuevas máquinas.

– ¿Dinero del gobierno del estado? -preguntó Rodolfo como si fuera tonto.

– Claro, hermano, pero la patria tiene nombre y apellido y una deuda es una deuda. El sabe que nos la debe. De todos modos conviene venir y son muy divertidas sus fiestas. ¿Verdad Catín?

– Si -dije mirando a Chofi que iba tan furiosa que hasta se le paraba más la trompa.

– Pues a mí no me gusta tener que soportar a la querida -dijo.

– ¿Qué le soportas? Si es gratísima -preguntó Fito. A Chofi le acabó de crecer la trompa.

Nos recibió la Bibi. Hacía como tres meses que no nos veíamos. Había dejado de ir a Puebla y cuando la vi supe por qué. Inevitablemente, el general le había hecho una barriga.

No se veía mal embarazada. Con su vestido largo y amplio parecía diosa griega. Los brazos le habían engordado un poco, pero la cara se le puso aún más joven.

– Te lo advertí. Después del retozo viene el mocoso -dije.

– Ni digas, estoy muy espantada, donde a la pobre criatura le salga la nariz de este hombre.

– Deja la nariz, las mañas. No sé cómo nos hemos atrevido a reproducirlos.

– No tienen por qué salir iguales -dijo la Bibi, acariciando su barriga. Ya ves que Beethoven era hijo de un alcohólico y una loca.

– ¿Quién te contó eso?

– Ya no me acuerdo, pero da esperanzas, ¿no?

– Y tu otro hijo, ¿cómo está?

– Bien. Odi quiso que lo mandáramos a estudiar fuera un tiempo y está en un internado precioso en Filadelfia.

– ¿A los nueve años?

– Está muy contento. Es un colegio militarizado, carísimo. Tiene tres uniformes distintos y unos campos de fútbol hermosos. Le hacia falta convivir con otros niños, estaba muy pegado a mí.

– ¿Eso lo crees tú o Gómez Soto?

– Los dos.

– ¡Qué bonita pareja!, tan de acuerdo en lo fundamental -dije abrazándola.

– Bueno, ¿qué quieres que haga? -me preguntó.

– Quiero que no me trates como si fuera yo una pendeja. Esa historia de la felicidad de tu hijo cuéntasela a Chofi, si quieres hasta te ayudo con los detalles, pero conmigo podrías llorar, ¿o no tienes ganas?

– No, no tengo ganas. No por eso. A veces lloro, pero por la panza y el encierro.

– Son horribles las panzas, ¿no?

– Horribles. Yo no sé quién inventó que las mujeres somos felices y bellas embarazadas.

– Seguro fueron los hombres. Ahora, hay cada mujer que hasta pone cara de satisfacción,

– ¿Qué les queda?

– Pues siquiera el enojo. Yo mis dos embarazos los pasé furiosa. Qué milagro de la vida ni qué la fregada. Hubieras visto cómo lloré y odié mi panza de seis meses de Verania cuando se llenó de nísperos el árbol del jardín y no pude subirme a bajarlos. Todos los años era la campeona, les ganaba a mis hermanos como por tres canastas, y de repente voy entrando a casa de mis papás y veo a mis hermanos trepados en el árbol concursando sin rival.

– Ya ves, hija, lo que te pierdes por argüendera -dijo mi papá. De ahí empecé a llorar y todavía no acabo.

– Mentirosa. Nunca te he visto llorar.

– Porque no estás en mi casa a media noche, y de día no es correcto, soy la primera dama del estado.

Nos habíamos ido caminando desde la puerta de la entrada por todo el jardín. Fito, Andrés y Chofi iban adelante de nosotros, cuando llegaron a la puerta de la casa los recibió el general y se pusieron a abrazarse y palmearse. Son chistosos los señores, como no pueden besarse ni decirse ternuritas ni sobarse las barrigas embarazadas, entonces se dan esos abrazos llenos de ruido y carcajadas. No sé qué chiste les verán. El caso fue que dejaron a Chofi a un lado y nosotras tuvimos que interrumpir el chisme y llamarla a nuestra conversación.

– Se ve usted muy linda embarazada -dijo Chofi. Se le endulzan tanto las facciones.

– Es que engordan -dijo la Bibi.

– Pues sí, hay cosas que ni remedio. ¿Cómo va una a estar esperando y delgada? Pero es muy noble la maternidad. Yo no conozco una sola mujer que se vea fea cuando está esperando.

– Yo, muchas -dije recordando a Chofi que desde que se embarazó la primera vez quedó como pasmada. Ya nunca se supo si iba o venía, se le puso una panza del tamaño de las nalgas, y unas chichis como de elefanta. Pobrecita, pero daba pena. Se iba a convertir en presidenta y ni así dejaba de comérselo todo.

– ¿Tú muchas? ¿A quiénes conoces que se vean feas esperando un hijo?

– A muchas, Chofi, no vas a querer que te las nombre.

– Tú con tal de llevarme la contra.

– Si quieres te digo que todas las mujeres embarazadas son preciosas, pero no lo creo. Yo nunca me sentí más fea.

– Pues no te veías mal. Ahora estás demasiado flaca. ¿Y cómo se ha usted sentido señora? -le preguntó a Bibi.

– Muy bien -dijo Bibi, estoy haciendo ejercicio que dicen que es bueno.

– Pero qué horror, cómo va a ser bueno. Ajetrea usted a la criatura. El embarazo se debe reposar. ¿No querrá usted que se le salga antes de tiempo como le pasó a Catalina con el último?

– No se me salió por el ejercicio, sino porque mi matriz no lo aceptó -dije.

– ¡Qué locura! ¿Desde cuándo las matrices no aceptan? Te fuiste a montar a caballo.

– Me dio permiso el doctor.

– Claro, ese Dosal está loco, da permiso de todo. Cuando lo oí diciéndote después del Checo que podías dejar los atoles y los caldos de gallina durante la cuarentena me pareció un loco. Un loco y un irresponsable. Seguro que no juega así con la vida de sus hijos. O será maricón. Los maricones odian a los niños y a las mujeres. Seguro es maricón.

– ¿Qué le parecen las flores de mi alberca, doña Chofi? -preguntó la Bibi, oportunamente.

– ¡Ay qué bonitas! No las había visto. ¿Las siembran aquí cerca?

– Odilón las manda traer de Fortín todas las semanas.

– Qué hombre más detallista -dijo Chofi. Ya no hay muchos como él. ¿A cuántas horas de aquí queda Fortín?

– A siete -dije yo. Estamos todos locos.

– ¿Por qué dices eso, Catalina? No seas envidiosa.

– Tendría que no ser yo. Pero es una locura traer flores desde Fortín. Es obvio que el general está loco de amor -dije.

– Eso sí -contestó Chofi que cuando se ponía romántica hinchaba los pechos y suspiraba cono si quisiera que alguien, por favor, se la cogiera.

– Eres una genio -le dije al despedirme.

– ¿Te gustó la fiesta, reina? -me preguntó como si nada.

Fuimos a sentarnos a la sala que parecía el lobby de un hotel gringo. Alfombrada y enorme. Con razón invitábamos tanta gente a nuestras fiestas, había que llenar las salas para no sentirse garbanzo en olla.

A la fiesta de la Bibi y su general fue muchísima gente. Era para celebrar un aniversario del periódico, así que fueron todos los que querían salir retratados al día siguiente. A Bibi no se le daba la organización culinaria, mandaba a hacer todo con unas señoritas muy careras dizque francesas y nunca alcanzaba. En cambio había vinos importados y meseros que le llenaban a uno la copa en cuanto se empezaba a medio vaciar. Poca comida y mucha bebida: acabó la fiesta en una borrachera espectacular. Los hombres se fueron poniendo primero colorados y sonrientes, luego muy conversadores, después bobos o furiosos. El peor fue el general Gómez Soto. Siempre bebía bastante; al comenzar las fiestas era un hombre casi grato, un poco inconexo pero hasta inteligente, por desgracia no duraba mucho así. Al rato empezaba a agredir a la gente.

– ¿Y usted por qué tiene las piernas tan chuecas? -le preguntó a la esposa del coronel López Miranda. Las cosas que no hará que hasta se le han enchuecado las piernas. Este coronel Miranda es un cogelón, miren cómo ha dejado a su mujer.