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Arthur creía, en líneas generales, que Dios existía, que a los chicos les tentaba el pecado y que los padres tenían razón en pegarles con la férula. En lo referente a los artículos de fe particulares, discutía en privado con su amigo Partridge. Éste le había impresionado cuando, en la segunda entrada, había atrapado una bola cegadora en uno de los más veloces lanzamientos de Arthur; se la guardó en el bolsillo, en un abrir y cerrar de ojos, y miró a otro lado, fingiendo que la veía desaparecer por la banda. A Partridge le gustaba embaucar a la gente, y no sólo en el campo de criquet.

– ¿Sabías que la doctrina de la Inmaculada Concepción es artículo de fe sólo desde 1854?

– Me parece un poco tarde, Partridge.

– Imagínate. La Iglesia ha debatido esta cuestión durante siglos, y en todo ese tiempo no era una herejía negar el nacimiento virginal de María. De pronto sí lo es.

– Hum.

– Pero ¿por qué Roma decidió de repente rebajar la naturaleza exacta de la participación de José en el asunto?

– Eh, tranquilo, chico.

Pero Partridge ya estaba abordando la doctrina de la infalibilidad papal, proclamada sólo cinco años antes. ¿Por qué declaraban implícitamente falibles a todos los papas de los siglos pasados e infalibles a todos los presentes y futuros? ¿Por qué, en efecto?, repitió Arthur. Porque, replicó Partridge, era más un asunto político de la Iglesia que de progreso teológico. Tenía muchísimo que ver con la presencia de jesuitas influyentes en las altas esferas del Vaticano.

– Te han enviado a tentarme -contestaba a veces Arthur.

– Al contrario. Estoy aquí para fortalecer tu fe. Pensar por nosotros mismos dentro de la Iglesia es el camino de la auténtica obediencia. Siempre que la Iglesia se siente amenazada, reacciona imponiendo una disciplina más estricta. Funciona a corto, pero no a largo plazo. Es como la férula. Te dan palmetazos hoy para que no cometas una falta mañana o al día siguiente. Pero es una estupidez pensar que no vas a cometer más faltas durante el resto de tu vida gracias al recuerdo de la férula, ¿no?

– No, si surte efecto.

– Pero dentro de un año o dos nos marcharemos de aquí. La férula ya no existirá. Necesitamos disponer de medios de resistir al pecado y al delito con argumentos racionales, no por el miedo al dolor físico.

– Dudo que el raciocinio dé resultado con algunos chicos.

– Entonces no hay más remedio que los palmetazos. Y lo mismo ocurre en el mundo exterior. Por supuesto, tienen que existir la cárcel, los trabajos forzados y el verdugo.

– Pero ¿qué amenaza a la Iglesia? A mí me parece fuerte.

– La ciencia. La difusión de la educación escéptica. La pérdida de los estados pontificios. La pérdida de influencia política. La perspectiva del siglo veinte.

– El siglo veinte. -Arthur reflexionó sobre esto un momento-. No llego tan lejos. Tendré cuarenta años cuando empiece el siglo.

– Y serás el capitán del equipo inglés.

– Lo dudo, Partridge. Pero no seré cura, en ningún caso.

Arthur no era del todo consciente de que su fe se había debilitado. Pero pensar por uno mismo dentro de la Iglesia conducía fácilmente a pensar por uno mismo fuera. Descubrió que su razón y su conciencia no siempre aceptaban lo que les ponían delante. En el último curso, fue a predicar al colegio el padre Murphy. Desde la altura del púlpito, feroz y colorado, el cura amenazó con la condenación segura y cierta a todos los que se hallaban fuera de la Iglesia. Ya se debiese su exclusión a maldad, tozudez o ignorancia, las consecuencias eran las mismas: la condenación segura y cierta para toda la eternidad. Siguió una descripción panorámica de los tormentos y desolaciones del infierno, especialmente ideada para que los chicos se retorciesen de miedo; pero Arthur ya no le escuchaba. Su madre le había explicado la verdad del caso y miraba al padre Murphy como a un narrador al que ya no concedía crédito.

George

La madre da la clase dominical en el edificio contiguo a la vicaría. Los ladrillos tienen un dibujo de rombos que ella dice que le recuerda a un cobertor de las Shetland. George no lo entiende, aunque se pregunta si esto tiene algo que ver con el de los mendigos. Toda la semana aguarda con impaciencia la escuela dominical. Los chicos zafios no acuden a ella: están corriendo como locos por los campos, atrapan conejos, dicen mentiras y, en general, recorren el sendero de prímulas que lleva a la condenación eterna. Su madre le ha avisado que en clase le tratará exactamente igual que a todos los demás. George comprende por qué: porque ella les está enseñando -a todos por igual- el camino al cielo.

Les cuenta historias emocionantes que George sigue con facilidad, como la de Daniel en el foso de los leones y la del horno de fuego ardiendo. Pero otros relatos resultan más difíciles. Cristo enseñaba por medio de parábolas, y George descubre que no le gustan. Por ejemplo, la del trigo y la cizaña. Entiende el pasaje en que el enemigo siembra cizaña entre el trigo, y por qué no hay que recoger la cizaña para no arrancar al mismo tiempo el trigo; no obstante, no está muy convencido, porque ve muchas veces a su madre desbrozando el jardín de la vicaría y ¿qué es desbrozar, sino recoger la cizaña antes de que ella y el trigo hayan crecido por completo? Pero aun obviando este problema no logra comprender. Sabe que la historia trata de otra cosa -por eso es una parábola-, pero su mente no acierta a descubrir qué es.

Le habla a Horace del trigo y la cizaña, pero Horace ni siquiera sabe lo que es la cizaña. Horace es tres años más joven que George, y Maud es tres años más joven que Horace. Como es una chica, y además la benjamina, Maud no es tan fuerte como los dos chicos, cuyo deber, les han dicho, es protegerla. No les especifican qué representa este deber; al parecer, consiste sobre todo en no hacer cosas: no atizarle con palos, no tirarle del pelo y no hacer ruidos delante de su cara, como le gusta hacer a Horace.

Pero George y Horace demuestran ser incapaces de proteger a Maud. Empiezan las visitas del médico y sus inspecciones periódicas sumen a la familia en un estado de inquietud. George se siente culpable cada vez que llega el médico y se quita de en medio, por si le identifican como la causa principal de la enfermedad de su hermana. Horace no siente esa culpa y alegremente pregunta si puede subir el maletín del médico.

Cuando Maud tiene cuatro años, deciden que es demasiado frágil para dejarla sola toda la noche, y no pueden confiarla al cuidado de George ni de Horace, ni tampoco a los dos juntos. En adelante, la niña dormirá en la habitación de su madre. Al mismo tiempo deciden que George dormirá con su padre y Horace ocupará él solo el cuarto de los niños. George tiene diez años y Horace siete; quizá piensen que se acerca la edad de los pecados y que no hay que dejar juntos a los dos chicos. No dan explicaciones ni nadie las pide. George no pregunta si dormir en el cuarto de su padre es un castigo o una recompensa. Las cosas son así y punto en boca.

George y su padre rezan juntos, arrodillados uno al lado del otro sobre los tablones fregados. Luego George se sube a la cama mientras el padre cierra la puerta con llave y apaga la luz. Mientras se queda dormido, George piensa a veces en el suelo y en que a él tienen que restregarle el alma igual que refriegan los suelos.

Al padre le cuesta conciliar el sueño y tiene tendencia a gemir y resollar. A veces, muy temprano, cuando el alba empieza a asomar por los bordes de las cortinas, el padre le catequiza.

– George, ¿dónde vives?