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Se imagina buscando el momento oportuno, ensaya las palabras, carraspea y procura que suene… ¿cómo?; como si él mismo apenas fuera capaz de creer lo que está a punto de decir.

«Mary, querida, ¿recuerdas lo que dijo tu madre antes de morir? Eso de que era posible que yo volviera a casarme algún día. Pues debo informarte de que, para mi notable sorpresa, resulta que ella tenía razón.»

¿Llegará a decir estas palabras? Y si las dijera, ¿cuándo? ¿Antes de que acabe el año? No, por supuesto que no. ¿El año siguiente, dentro de dos años? ¿Al cabo de cuánto se le permite a un viudo desconsolado enamorarse otra vez? Sabe lo que piensa la sociedad al respecto, pero ¿qué piensan los hijos, en particular los suyos?

Y entonces se imagina las preguntas de Mary. «¿Quién es ella, padre? Oh, la señorita Leckie. La conocí cuando yo era muy pequeña, ¿no? Y después nos la encontrábamos mucho. Y luego empezó a venir a Undershaw. Siempre creí que ya se habría casado. Suerte para ti que siga estando libre. ¿Qué edad tiene? ¿Treinta y uno? ¿Así que se quedó para vestir santos, papá? Me sorprende que nadie se la haya llevado. ¿Y cuándo te diste cuenta de que la querías, padre?»

Mary ya no es una niña. Quizá no se espere que su padre le mienta, pero notará la menor incongruencia en su relato. ¿Y si mete la pata? Arthur desprecia a esos tipos que mienten bien, que organizan su vida afectiva -y hasta su matrimonio- sobre la base de salir bien librados, que dicen una media verdad aquí y una mentira completa allá. Arthur siempre ha inculcado en sus hijos la importancia de decir la verdad; ahora tiene que actuar como un hipócrita redomado. Tiene que sonreír, fingir un agrado tímido, parecer sorprendido e inventar una embustera novela de amor sobre cómo llegó a enamorarse de Jean Leckie, y decir la mentira a sus propios hijos y mantenerla durante el resto de su vida. Y tiene que pedir a otros el favor de que digan lo mismo.

Jean. Tuvo el buen juicio de no asistir al entierro; envió una carta de pésame y alrededor de una semana después Malcolm la llevó en coche desde Crowborough. No fue el más distendido de los encuentros. Cuando llegaron, Arthur descubrió que no podía abrazarla delante de su hermano y, por instinto, le besó la mano. Fue un desatino -resultó casi un gesto gracioso- y eso creó un ambiente embarazoso que no se disipó. Ella observó una conducta intachable, como Arthur sabía que haría; pero él no supo comportarse. Malcolm tuvo el tacto de salir a inspeccionar el jardín. Arthur empezó a dar vueltas como un desesperado, buscando una orientación. Pero ¿de quién? ¿De Touie, instalada detrás de su servicio de té? No sabiendo qué decir, utilizó su aflicción para esconder su torpeza, para justificar que no le alegrase ver la cara de Jean. Le alegró que Malcolm volviese de su ficticia expedición hortícola. Poco después se marcharon y Arthur se quedó deshecho.

El triángulo dentro del cual ha vivido -quejumbroso pero a salvo- durante tanto tiempo se ha roto, y la nueva geometría le asusta. Su exaltación apenada amaina, y le invade la letargia. Deambula por los jardines de Undershaw como si los hubiera planeado, tiempo atrás, un desconocido. Visita los caballos, pero no quiere que los ensillen. Va todos los días a la tumba de Touie y vuelve exhausto. Se imagina que ella le consuela, le tranquiliza diciéndole que, esté donde esté la verdad, ella siempre le ha amado y ahora le perdona; pero parece engreído y egoísta pedir eso a una difunta. Se queda largas horas sentado en su estudio, fumando y mirando los trofeos brillantes y huecos conquistados por un deportista y un escritor de éxito. Todas sus chucherías carecen de sentido comparadas con la muerte de Touie.

Confía toda su correspondencia a Wood. Hace mucho que su secretario ha aprendido a reproducir la firma de su patrono, sus inscripciones, sus giros verbales, hasta sus opiniones. Que Wood sea sir Arthur Conan Doyle un rato: el dueño del nombre no desea ser él mismo. Wood está autorizado a abrirlo todo, a desechar o contestar a su antojo.

Arthur no tiene fuerzas; come poco. Tener hambre en un trance así sería una obscenidad. Se acuesta; no duerme. No tiene síntomas, aparte de una debilidad general e intensa. Consulta a su viejo amigo y consejero médico Charles Gibbs, que le ha atendido desde los tiempos de Sudáfrica. Gibbs le dice que es todo y nada: en otras palabras, son nervios.

Pronto son algo más. Sus tripas ceden. Gibbs, por lo menos, identifica esto, aunque poco es lo que puede hacer al respecto. Algún microbio debe de habérsele infiltrado en el organismo, en Bloemfontein o en el veldt, y sigue ahí, a la espera de aparecer en el momento de máxima debilidad de Arthur. Gibbs le receta una pócima para dormir. Pero nada puede hacer contra el otro microbio alojado en el organismo del paciente, y al que tampoco es posible aniquilar: el microbio de la culpa.

Siempre pensó que la larga enfermedad de Touie le prepararía de algún modo para sobrellevar su muerte. Siempre pensó que la pena y la culpa, si sobrevenían, tendrían contornos más claros, más definidos y finitos. Por el contrario, parecen agua, nubes que constantemente adoptan formas nuevas, a merced de vientos sin nombre, indefinibles.

Sabe que debe levantarse, pero no tiene fuerzas; en definitiva, si se levanta será para volver a mentir. Primero, para perpetuar, para tornar histórica la antigua mentira sobre su ferviente matrimonio de amor con Touie; después, para organizar y propagar la nueva mentira, la de que Jean proporciona un consuelo inesperado al corazón de un viudo entristecido. Le asquea la idea de esta nueva mentira. En el letargo, al menos, hay una verdad: no engaña a nadie cuando, exhausto, con el estómago infestado, se arrastra de una habitación a otra. Pero sí engaña: todo el mundo achaca su estado a la mera tristeza.

Es un hipócrita; es un farsante. En algunos sentidos, siempre ha sentido que lo era, y cuanto más famoso se ha hecho, tanto más impostor se ha sentido. Le ensalzan como a un gran hombre de la época, pero a pesar de su activa participación social, su corazón no late al unísono con el mundo. Cualquier hombre normal de su tiempo no habría tenido escrúpulos en tomar como amante a Jean. Es lo que los hombres hacen hoy en día, y hasta en las más altas esferas de la sociedad, como ha observado. Pero su vida moral pertenece más bien al siglo XIV. ¿Y su vida espiritual? Connie le considera un cristiano primitivo. El prefiere ubicarse en el futuro. ¿En el siglo XXI, en el XXII? Todo depende de la rapidez con que la humanidad adormecida se despierte y aprenda a usar los ojos.

Y entonces sus pensamientos, que ya discurren cuesta abajo, dan un vuelco más. Después de nueve años de desear -de intentar no admitir que desea- lo imposible, es libre. Podría casarse con Jean al día siguiente y afrontar sólo los altercados de los moralistas de pueblo. Pero querer lo imposible canoniza ese deseo. Ahora que lo imposible se ha vuelto posible, ¿hasta qué punto lo desea? Ni siquiera es capaz de decirlo. Es como si los músculos del corazón, puestos a prueba durante tanto tiempo, se hubieran convertido en una goma desgastada.

Una vez oyó contar una historia, ante una copa de oporto, de un hombre casado que tenía una amante desde hacía mucho. Esta mujer era de una buena posición social, desde luego apta para contraer matrimonio con él, que era lo que desde siempre estaba previsto y prometido. Al final la esposa murió y al cabo de unas semanas el viudo volvió a casarse. Pero no con su amante, sino con una joven de una clase social más baja, a la que había conocido pocos días después del funeral. Por aquel entonces, Arthur pensó que el hombre era doblemente canalla: con la esposa y con la querida.

Ahora comprende la facilidad con que ocurren estas cosas. En los meses de abandono desde la muerte de Touie, apenas ha hecho vida social, y las personas a quienes le han presentado sólo le han hecho una levísima impresión. Pero aun así -y teniendo en cuenta que no comprende al otro sexo-, algunas mujeres han coqueteado con él. No, decir esto es vulgar e injusto; pero sin duda miraban distinto al autor famoso, caballero del reino, que acaba de enviudar. Se imagina bien que la goma desgastada pudiera romperse de pronto, que la simplicidad de una jovencita, o hasta la sonrisa perfumada de una coqueta, pudiese traspasar de improviso un corazón transitoriamente impermeable a una relación larga y secreta. Comprende la conducta del canalla doble.