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»Sin embargo, ha sido más complicado de lo que pensé al principio. He vivido mi vida dentro de la ley, es decir, tomándola de guía, mientras que el cristianismo ha sido el sostén moral que había detrás. Mi padre, en cambio -George hace aquí una pausa; Arthur sospecha que no porque no sepa lo que se dispone a decir, sino por su peso emocional-, mi padre vive totalmente inmerso en la religión cristiana. Como cabe esperar. Para él, por tanto, mi calvario debe de ser comprensible en esos términos. Para él hay, tiene que haber, una justificación religiosa de mis sufrimientos. Cree que es el designio de Dios fortalecer mi fe y que sirva de ejemplo a otros. Me avergüenza decir la palabra, pero se imagina que yo soy un mártir.

»Mi padre ya es un anciano y está cada día más débil. No quisiera contradecirle. En Lewes y Portland, como es lógico, yo iba a la capilla. Sigo yendo a la iglesia todos los domingos. Pero no puedo afirmar que la cárcel haya fortalecido mi fe ni -esboza una sonrisa cauta e irónica- mi padre podría afirmar que hayan aumentado en los tres últimos años los feligreses de St. Mark y de las iglesias de las inmediaciones.

Sir Arthur contempla la extraña formalidad de estos comentarios preliminares; es como si los hubiera ensayado, incluso ensayado hasta la saciedad. No, es demasiado severo. ¿Qué haría un hombre durante tres años en la cárcel, aparte de convertir su vida -su vida desastrosa, incipiente, entendida sólo a medias- en algo parecido a la declaración de un testigo?

– Me figuro que su padre diría que los mártires no eligen su destino y que quizá ni siquiera comprenden su sacrificio.

– Quizá. Pero lo que acabo de decir no es toda la verdad. La cárcel no fortaleció mi fe. Todo lo contrario. Creo que la ha destruido. Mi sufrimiento no ha tenido el menor sentido, ni para mí ni como un ejemplo para otros. Pero cuando le dije a mi padre que usted había accedido a verme, su reacción fue que todo formaba parte de los designios evidentes de Dios en el mundo. Y por eso, sir Arthur, le he preguntado si es cristiano.

– Que lo sea o no, no modificará el argumento de su padre. Dios sin duda escoge cualquier instrumento a mano, sea cristiano o pagano.

– Cierto. Pero no tiene que ser blando conmigo.

– No. Y descubrirá que no tengo dobleces, señor Edalji. Por mi parte, no veo cómo sus años en Lewes y Portland, y la pérdida de su profesión y su lugar en la sociedad, han podido servir a los designios de Dios.

– Debe entender que mi padre cree que este nuevo siglo traerá una mezcla de razas más armoniosa que en el pasado; tal es la intención divina, y yo estoy destinado a servir de mensajero, por así decirlo. O de víctima. O de ambas cosas.

– Sin ánimo de criticar a su padre en absoluto -dice Arthur, con cautela-, yo diría que si tal hubiera sido la intención de Dios, la habría cumplido mejor asegurándose de que usted tuviese una carrera gloriosa de abogado y servir así de ejemplo de la mezcla de razas.

– Piensa usted como yo -responde George. A Arthur le agrada esta respuesta. Otros habrían dicho: «Estoy de acuerdo con usted». Pero George lo ha dicho sin vanidad. Es sólo que las palabras de Arthur confirman algo que él ya había pensado.

– Sin embargo, estoy de acuerdo con su padre en que este nuevo siglo va a traer evoluciones extraordinarias en la naturaleza espiritual del hombre. En efecto, creo que cuando comience el tercer milenio, las Iglesias establecidas ya se habrán atrofiado y habrán desaparecido todas las guerras y discordias que su existencia separada ha ocasionado en el mundo.

George se dispone a quejarse de que eso no es para nada lo que su padre piensa; pero sir Arthur sigue elucubrando.

– El hombre está al borde de elaborar las verdades de las leyes psíquicas de la misma manera que a lo largo de los siglos ha elaborado las físicas. Cuando estas leyes lleguen a aceptarse, habrá que repensar desde los primeros principios toda nuestra forma de vida (y de muerte). Creeremos más, no menos. Entenderemos más profundamente los procesos de la vida. Comprenderemos que la muerte no es una puerta que nos cierran en la cara, sino una puerta entornada. Y cuando comience ese nuevo milenio, creo que tendremos una capacidad de dicha y de compañerismo más grande que nunca en la existencia frecuentemente desventurada de la humanidad. -Sir Arthur se contiene de pronto, como un orador callejero en su tarima-. Perdone. Es una obsesión mía. No, es mucho más que eso. Pero usted me ha preguntado.

– No hay nada que perdonar.

– Sí. Me he desviado del asunto que tratamos. Al grano otra vez. ¿Puedo preguntarle si sospecha quién puede haber cometido delito?

– ¿Cuál de ellos?

– Todos. Las persecuciones. Las cartas falsificadas. Los destripamientos, no sólo del pony de la mina, sino de todos los demás.

– Para serle totalmente franco, sir Arthur, en estos tres últimos años yo y los que me han apoyado nos hemos ocupado más de demostrar mi inocencia que de la culpabilidad de otra persona.

– Es comprensible. Pero una conexión es inevitable. ¿Hay alguien de quien pueda sospechar?

– No. Nadie. Todo se hizo en el anonimato. Y no se me ocurre quién disfrutaría mutilando animales.

– ¿Tenía enemigos en Great Wyrley?

– Claro. Pero invisibles. Tenía pocos conocidos allí, amigos o enemigos. No nos integramos en la sociedad local.

– ¿Por qué no?

– Hasta hace poco nunca me había preguntado por qué. Por entonces, de niño, me parecía normal. El caso es que mis padres tenían muy poco dinero y lo que tenían lo gastaban en la educación de sus hijos. No me pesa no haber ido a casa de otros niños. Fui un niño feliz, creo.

– Sí.

– No parece que esto sea toda la verdad-. Pero supongo que, en vista del origen de su padre…

– Sir Arthur, me gustaría dejar una cosa bien clara. No creo que los prejuicios raciales tuvieran nada que ver con mi caso.

– Debo decirle que me sorprende usted.

– Mi padre cree que no habría sufrido como sufrí si hubiera sido, por ejemplo, hijo del capitán Anson. No hay duda de que esto es cierto. Pero a mi entender es una pista falsa. Si no me cree, vaya a Great Wyrley y pregunte a los lugareños. En todo caso, si existen prejuicios, los tiene un sector muy pequeño de la población. Ha habido algún desaire ocasional, pero ¿quién no ha sufrido alguno, de una forma u otra?

– Entiendo su deseo de no interpretar el mártir…

– No, no es eso, sir Arthur.

George se calla y por un momento parece avergonzado.

– A propósito, ¿es así como debo llamarle?

– Puede llamarme así. O Doyle, si prefiere.

– Creo que prefiero sir Arthur. Como puede imaginar, he pensado mucho sobre este asunto. Me educaron como inglés. Fui a la escuela, estudié Derecho, hice mis prácticas, me licencié de abogado. ¿Alguien trató de detener mis progresos? Al contrario. Mis maestros me animaban, los socios de Sangster, Vickery y Speight me contrataron, los feligreses de mi padre tuvieron palabras de elogio cuando me licencié. Ningún cliente rechazó mi consejo en Newhall Street debido a mi origen.

– No, pero…

– Permítame continuar. Como he dicho, hubo algún que otro desaire. Hubo burlas y bromas. No soy tan ingenuo como para no saber que algunas personas me miraban distinto. Pero soy abogado, sir Arthur. ¿Qué pruebas tengo de que alguien haya actuado en mi contra por causa de un prejuicio racial? El sargento Upton solía tratar de asustarme, pero seguro que también asustaba a otros chicos. Estaba claro que el capitán Anson me cogió ojeriza sin haberme visto nunca. Lo que más me preocupaba de la policía era su incompetencia. Por ejemplo, a pesar de haber apostado agentes especiales por todo el distrito, no descubrieron a un solo animal mutilado. Siempre eran granjeros u hombres que iban al trabajo los que les informaban de estos sucesos. No fui la única persona que llegó a la conclusión de que la policía tenía miedo de la supuesta banda, aunque fueron incapaces de demostrar su existencia.