»Así que si me está sugiriendo que los prejuicios raciales tuvieron la culpa de mi calvario, tengo que pedirle pruebas. No recuerdo que Disturnal aludiera ni una sola vez a ello. Ni sir Reginald Hardy. ¿El jurado me declaró culpable por el color de mi piel? Es una respuesta demasiado fácil. Y podría añadir que los celadores y los demás reclusos me trataron bien en mis años de cárcel.
– Si me permite una sugerencia -dijo sir Arthur-. Quizá de vez en cuando debería procurar no pensar como un abogado. El hecho de que no puedan aducirse pruebas de un fenómeno no significa que no exista.
– De acuerdo.
– Así que cuando empezaron las persecuciones contra su familia, ¿creyó usted…, creyó que… eran víctimas aleatorias?
– Probablemente no. Pero hubo otras víctimas.
– Sólo de las cartas. Nadie sufrió lo que usted.
– Sí. Pero no sería muy razonable deducir de esto el propósito y los móviles de los implicados. Quizá mi padre, quien en persona puede ser severo, regañó a algún chico de una granja por robar manzanas o por blasfemar.
– ¿Cree que todo empezó así?
– No lo sé. Pero también se trata de saber lo que es útil. No lo es, para mí, como un principio general de vida, suponer que las personas con quienes me relaciono me tengan una aversión secreta. Y en la coyuntura actual, no me sirve de nada imaginar que si al Ministerio del Interior le convencieran de que un prejuicio racial es el causante de todo, yo obtendría el indulto y la indemnización de la que usted habla. O quizá, sir Arthur, ¿cree que el señor Gladstone alberga ese prejuicio?
– No tengo la más mínima… prueba de ello. De hecho, lo dudo muchísimo.
– Entonces más vale que dejemos el tema.
– Muy bien.
Arthur está impresionado por la firmeza…, en realidad, la obstinación de George.
– Me gustaría conocer a sus padres. Y también a su hermana. Discretamente, claro. Mi instinto es ir derecho a las cosas, pero algunas veces hay que emplear tácticas y hasta marcarse faroles. Como suele decir Lionel Amery, si peleas con un rinoceronte no te atas un cuerno a la nariz. -A George le deja perplejo esta analogía, pero Arthur no lo advierte-. Dudo que favoreciese a nuestra causa el hecho de que me vieran vagando por la comarca con usted o un miembro de su familia. Necesito un contacto, un conocido del pueblo. Quizá pueda proponerme alguno.
– Harry Charlesworth -responde George automáticamente, como si estuviera delante de la tía abuela Stoneham, o de Greenway y Stentson-. Bueno, en la escuela ocupábamos pupitres contiguos. Me hice pasar por amigo suyo. Éramos los primeros de la clase. Mi padre me reprendía por no ser más amigable con los hijos de los granjeros, pero la verdad es que no era posible tener mucho contacto. Harry Charlesworth dirige ahora la lechería de su padre. Tiene fama de honrado.
– ¿Dice que tenía poco trato social con el pueblo?
– Y el pueblo conmigo. Lo cierto, sir Arthur, es que después de licenciarme siempre intenté vivir en Birmingham. Entre nosotros, Wyrley me parecía un lugar aburrido y atrasado. Al principio seguí viviendo en casa, tenía miedo de dar la noticia a mis padres, y sólo me servía del pueblo para cosas necesarias. Reparar unas botas, por ejemplo. Y luego, poco a poco, me vi… no exactamente atrapado, pero sí tan metido en la vida familiar que cada vez se me hacía más cuesta arriba la sola idea de marcharme. Y estoy muy unido a mi hermana Maud. En esta situación estaba hasta que… me hicieron lo que usted sabe. Después de salir de la cárcel me resultó imposible volver a Staffordshire. Así que ahora vivo en Londres. Me hospedo en Mecklenburgh, en casa de la señorita Goode. Mi madre pasó conmigo las primeras semanas después de mi liberación. Pero mi padre la necesita en casa. Viene cuando puede para ver cómo estoy. Mi vida -George hace una pausa-, mi vida, como usted ve, está en suspenso.
Arthur vuelve a reparar en la precisión y la cautela con que George se expresa, ya describa grandes o pequeñas cuestiones, emociones o hechos. Es un testigo excelente. No es culpa suya no ver lo que otros ven.
– Señor Edalji…
– George, por favor.
Sir Arthur ha reincidido en la pronunciación de E-dal-ji, y a su nuevo valedor hay que ahorrarle la molestia.
– Usted y yo, George, usted y yo somos… ingleses no oficiales.
A George le sorprende esta observación. Considera que sir Arthur, en realidad, personifica al inglés oficiaclass="underline" su nombre, su porte, su fama, su aire de sentirse perfectamente a gusto en este gran hotel de Londres, e incluso el tiempo que ha hecho esperar a George. Si no le hubiese parecido que sir Arthur formaba parte de la Inglaterra oficial, tal vez no le habría escrito. Pero parece descortés cuestionar la categoría en que alguien se incluye a sí mismo.
Reflexiona sobre su propio estatus. ¿En qué es inferior a un inglés pleno? Él lo es por nacimiento, por ciudadanía, por educación, por religión y por profesión. ¿Quiere decir sir Arthur que cuando le privaron de la libertad y le inhabilitaron para ejercer, le borraron asimismo del registro de ciudadanos ingleses? En tal caso, no tiene otro país. No puede retroceder dos generaciones. Difícilmente podría volver a la India, un país que nunca ha visitado y que no tiene un gran interés en visitar.
– Sir Arthur, cuando… empezaron mis problemas, mi padre me llevaba a veces a su estudio y me hablaba de los logros de parsis famosos. De que uno de ellos llegó a ser un empresario próspero y de que otro llegó a parlamentario. Un día, aunque no me interesan nada los deportes, me habló de un equipo parsi de criquet que vino de Bombay de gira por Inglaterra. Parece ser que fue el primer equipo indio que visitó estas costas.
– En 1886, creo. Jugó alrededor de treinta partidos y sólo ganó uno, me temo. Disculpe…, en mis horas libres me dedico a leer el Wisden. Volvieron un par de años más tarde, con mejores resultados, me parece recordar.
– Ya ve, sir Arthur, está usted más informado que yo. Y no puedo fingir que soy lo que no soy. Mi padre me educó como un inglés y cuando las cosas se ponen difíciles, no puede tratar de consolarme con cosas en las que nunca hizo hincapié antes.
– ¿Su padre era de…?
– Bombay. Lo convirtieron unos misioneros. Escoceses, por cierto. Como mi madre.
– Comprendo a su padre -dice; sir Arthur. George se da cuenta de que es la primera vez en su vida que oye esta frase-. Las verdades de una raza y las de la religión no siempre se encuentran en el mismo valle. A veces es necesario cruzar en invierno un risco alto y nevado para descubrir una verdad más grande.
George rumia este comentario como si fuera una declaración jurada.
– Pero en ese caso, ¿no tienes el corazón dividido ni estás aislado de tu gente?
– No; entonces tu deber es hablarle del valle que hay al otro lado del risco. Miras al pueblo de donde has partido y observas que te saludan con la bandera porque se figuran que alcanzar esa cresta es ya un triunfo. Pero no lo es. Así que levantas el bastón de esquiar y se lo señalas. Allá abajo, les indicas, allí abajo está la verdad, allí, en el valle siguiente. Seguidme, traspasad el risco.
George acudió a la cita en el Grand Hotel convencido de que examinarían detenidamente las pruebas de su caso. La conversación ha adoptado sesgos inesperados. Se siente un poco desorientado. Sir Arthur percibe cierta desazón en su nuevo amigo. Se siente responsable; se ha propuesto alentarlo. Basta ya de reflexiones; es tiempo de acción. Y también de rabia.