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– George, los que le han apoyado hasta ahora, el señor Yelverton y los demás, han hecho una labor inestimable. Han sido totalmente diligentes y correctos. Si el Estado inglés fuera una institución racional, usted ya estaría de nuevo en su bufete de Newhall Street. Pero no lo es. Mi plan, por tanto, no consiste en repetir la tarea del señor Yelverton, expresar las mismas dudas razonables y hacer las mismas peticiones razonables. Yo voy a hacer algo diferente. Voy a hacer mucho ruido. A los ingleses, los ingleses oficiales, no les gusta el ruido. Lo consideran vulgar; les molesta. Pero si la razón apacible no ha surtido efecto, les daré una razón ruidosa. No usaré la puerta de atrás, sino la entrada principal. Tocaré un gran tambor. Tengo intención de sacudir bastantes árboles, George, y veremos qué fruta podrida cae.

Sir Arthur se levanta para despedirse. Domina con su estatura al pequeño abogado. Pero no lo ha hecho durante la conversación. A George le asombra que un hombre tan célebre sepa escuchar y a la vez despotricar, ser suave y también enérgico. A pesar de las últimas palabras de sir Arthur, siente la necesidad de una comprobación básica.

– Sir Arthur, puedo preguntarle…, por decirlo sin rodeos…, ¿cree que soy inocente?

Sir Arthur le dirige una mirada clara y serena.

– George, he leído los artículos de prensa y ahora le he conocido en persona. Así que mi respuesta es: no, no pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. que es inocente.

A continuación le tiende una mano grande, atlética, endurecida por numerosos deportes absolutamente desconocidos para George.

Arthur

En cuanto Wood se hubo familiarizado con el expediente, lo envió en calidad de explorador. Tenía que inspeccionar la zona, calibrar el talante de los lugareños, beber con moderación en tabernas y establecer contacto con Harry Charlesworth. Sin embargo, no debía jugar a los detectives y tenía que mantenerse lejos de la vicaría. Arthur no había decidido aún su plan de campaña, pero sabía que la mejor manera de cegar las fuentes de información sería subirse a una tarima y pregonar que Woodie había ido a demostrar la inocencia de George Edalji. E, implícitamente, la culpabilidad de algún otro convecino. No quería alarmar a los intereses de la falsedad.

Se documentó, enfrascado en la biblioteca de Undershaw. Averiguó que la parroquia de Great Wyrley comprendía una serie de residencias y granjas bien edificadas; que su suelo era de cieno y arena, con un subsuelo de arcilla y grava, que sus cosechas principales eran trigo, cebada, nabos y remolacha. La estación, a quinientos metros hacia el noroeste, estaba en el ramal de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril noroccidental de Londres. La vicaría, con un valor anual de 265 libras, incluida la residencia, la ocupaba desde 1876 el reverendo Shapurji Edalji, del St. Augustine's College, de Canterbury. El Instituto del Obrero, con sede en Landywood, disponía de 250 butacas para conferencias o conciertos y estaba bien provisto de periódicos y semanarios. Samuel John Mason era el director de la escuela de enseñanza primaria, construida en 1882. El director de la estafeta de correos era William Henry Brookes, que era también tendero, mercero y ferretero; el jefe de estación era Albert Ernest Merriman, que obviamente había heredado la gorra ferroviaria de su padre, Samuel Merriman. Había tres minoristas de cerveza en el pueblo: Henry Badger, la señora Ann Corbett y Thomas Yates. El carnicero era Bernard Greensill. El gerente de la empresa minera de Great Wyrley era William Browell, y su secretario se llamaba John Boult. William Wynn era el fontanero, decorador, operario de gas y dueño de almacén. Todo parecía tan normal; tan ordenado, tan inglés.

Decidió, de mala gana, no viajar en coche: un Wolseley de doce caballos de fuerza, con su cambio de marchas y una tonelada de peso no pasaría precisamente inadvertido en las carreteras de Staffordshire. Era una lástima, pues sólo dos años antes había tenido que ir a Birmingham a recoger la máquina. Había sido un viaje con una finalidad más frívola. Recordó que llevaba su gorra marinera de visera, que en los últimos tiempos se había convertido en el emblema de la moda para un automovilista. El hecho quizá no fuese ampliamente conocido entre la población local, porque mientras aguardaba al vendedor del Wolseley, paseando por el andén de New Street, una joven perentoria le había abordado para exigirle que le informara de los trenes que circulaban a Walsall.

Dejó el automóvil en los establos y tomó el tren a Waterloo desde Haslemere. Haría una escala en Londres para ver a Jean por cuarta vez desde que había enviudado y era un hombre libre. Le había escrito diciendo que la visitaría por la tarde; la nota concluía con la más tierna de las despedidas; sin embargo, cuando el tren salió de Haslemere descubrió que lo que más deseaba era estar en su Wolseley, con la gorra marinera calada hasta las orejas, las gafas apretadas contra los ojos, rugiendo hacia Staffordshire a través del corazón de Inglaterra. No entendió esta reacción, que le hizo sentirse culpable e irritado. Sabía que amaba a Jean, que se casaría con ella y la convertiría en la segunda lady Doyle, pero no estaba impaciente por verla, tal como hubiera querido. Ojalá los seres humanos fueran tan sencillos como la maquinaria.

Arthur notó que algo parecido a un gemido pugnaba por escapar de su interior; lo reprimió por consideración a los demás pasajeros de primera. Y aquello era una parte del conjunto: del modo en que se veía obligado a vivir. Sofocabas un gemido, mentías sobre tu amor, engañabas a tu esposa legítima, y todo eso en nombre del honor. En eso radicaba la maldita paradoja: para portarse bien había que portarse mal. ¿Por qué no embarcaba a Jean en el Wolseley, la llevaba a Staffordshire, se inscribían en un hotel como marido y mujer y fulminaba con su mirada de brigada a cualquiera que osara enarcar una ceja? Porque no podía, porque no funcionaría, porque parecía simple pero no lo era, porque, porque… Cuando el tren pasaba por el extrarradio de Woking, rememoró con callada envidia a aquel soldado australiano muerto en el veldt. N.° 410, infantería montada de Nueva Gales, yaciendo inerte con un peón de ajedrez rojo en equilibrio sobre su cantimplora. Una contienda limpia, aire libre y una causa justa: no había muerte mejor. La vida debería parecerse más a aquello.

Va al apartamento de Jean; ella va vestida de seda azul; se abrazan sin reservas. No hay obligación de retraerse, pero tampoco, nota Arthur, necesidad; el reencuentro no le inflama. Se sientan; toman el té; se interesa por la familia de Jean; ella pregunta por qué va a Birmingham.

Una hora después, cuando todavía no ha pasado del sumario de Cannock, ella le coge de la mano y dice:

– Es maravilloso, querido Arthur, verte otra vez tan animado.

– Y a ti también -contesta él, y prosigue su relato.

Como ella esperaba, la historia está llena de colorido y suspense; además, la conmueve y alivia que el hombre al que ama se esté librando ya de las pesadumbres de los últimos meses. Aun así, una vez terminada la narración, explicado su propósito, consultado el reloj y reexaminado el horario de trenes, la decepción de Jean aflora a la superficie.

– Ojalá me llevaras contigo, Arthur.

– Qué extraordinario -dice él, y por primera vez descansa en Jean los ojos como es debido-. Escucha, cuando venía en el tren me he imaginado que te llevaba a Staffordshire en el automóvil, como marido y mujer.

Mueve la cabeza, sorprendido por la coincidencia, que es acaso explicable por la capacidad que de transmitirse el pensamiento tienen dos corazones tan cercanos. Luego se pone de pie, recoge el abrigo y el sombrero y se marcha.