A Jean no le ofende la conducta de Arthur -su amor por él es demasiado indeleble para que ocurra tal cosa-, pero cuando posa las manos en la tetera templada comprende que su situación, y su situación futura, exigirá una reflexión práctica. Estos años pasados han sido difíciles, muy difíciles; ha habido muchos arreglos, concesiones, ocultaciones. ¿Por qué supuso que la muerte de Touie lo cambiaría todo y que habría abrazos instantáneos, a pleno sol y ante el aplauso de amigos, mientras una orquesta lejana tocaba canciones inglesas? No puede haber una transición tan brusca; y la pequeña cuota de libertad adicional que han obtenido puede resultar más bien peligrosa.
Cae en la cuenta de que piensa distinto acerca de Touie. Ya no la ve como la «otra» intocable cuyo honor hay que proteger, la anfitriona que se eclipsa, la simple, dulce, amante esposa y madre que tardó tanto en morir. Una vez Arthur le dijo que la gran cualidad de Touie era que siempre decía que sí a todo lo que él proponía. Ella decía que sí si había que hacer el equipaje a toda prisa y salir hacia Austria; decía que sí a la compra de una nueva casa; que sí a un viaje a Londres para pasar unos días, o a Sudáfrica para pasar unos meses. Era su forma de ser, confiaba en Arthur totalmente, confiaba en que tomase las decisiones correctas tanto para ella como para él.
Jean también confía en Arthur; sabe que es un hombre de honor. Sabe además -y es otra de las razones de que le ame y le admire- que está en constante movimiento, ya sea escribiendo un libro, defendiendo una causa, corriendo mundo o entregándose a su entusiasmo más reciente. Nunca será el tipo de hombre cuya ambición consiste en poseer una mansión en los suburbios, un par de pantuflas y una pala de jardín; que está ansioso de plantarse a esperar en la verja de entrada a que el chico del reparto le lleve el periódico con noticias de países lejanos.
Y así empieza a formarse en la mente de Jean algo demasiado prematuro para llamarlo una decisión: es más una especie de conciencia previsora. Ha sido la chica que esperaba a Arthur desde el 15 de marzo de 1897; dentro de unos meses se cumplirá el décimo aniversario de su encuentro. Diez años, diez edelweiss preciadas. Preferiría esperar a Arthur que casarse satisfecha con cualquier otro hombre del planeta. Pero después de haber sido la chica que le esperaba no quiere ser la esposa que le espere. Se imagina que están ya casados y que Arthur anuncia su partida inminente -a Stoke Poges o a Tombuctú- con el fin de enderezar un entuerto; y se imagina que contesta que le dirá a Woodie que reserve billetes. Billetes para los dos, dirá con calma. Estará al lado de Arthur. Viajará con él; se sentará en la primera fila cuando él dé una conferencia; le allanará el camino y velará por que les presten un buen servicio en hoteles, trenes y barcos. Cabalgará a su vera, ijada junto a ijada, cuando no -dado el control superior que ella ejerce de un caballo- un poco por delante. Hasta es posible que aprenda a jugar al golf si él sigue jugando. No será una de esas arpías que persiguen al marido hasta los peldaños del club; pero estará a su lado y dejará sentado, mediante palabras y actos continuos, que ocupará ese lugar hasta que la muerte los separe. Es el tipo de esposa que se propone ser.
Entretanto, sentado en el tren de Birmingham, Arthur rememora su única experiencia anterior de detective. La Sociedad de Investigaciones Parapsicológicas le había pedido que les ayudase a investigar acerca de una casa embrujada en Charmouth, Dorsetshire. Había viajado al lugar con el doctor Scott y un tal Podmore, un profesional experto en aquellas pesquisas. Tomaron todas las precauciones habituales para burlar las estafas: atrancaron puertas y ventanas, colocaron hebras de estambre de un lado a otro de la escalera. Velaron con su anfitrión dos noches consecutivas. En la primera, él rellenó la pipa muchas veces y combatió la narcolepsia; pero en mitad de la segunda noche, cuando ya estaban a punto de renunciar a la esperanza, les sobresaltó -y, en aquel momento, les aterrorizó- el sonido, muy cerca de ellos, de un mueble violentamente aporreado. Parecía que el ruido provenía de la cocina, pero cuando se precipitaron hacia allí vieron que estaba vacía y en orden. Registraron la casa desde el desván hasta la bodega en busca de escondrijos; no encontraron nada. Y las puertas seguían atrancadas, las ventanas con listones y las hebras intactas.
Podmore se había mostrado extrañamente negativo sobre aquella casa; sospechaba que algún socio del anfitrión estaba escondido detrás de los paneles. A la sazón, Arthur aceptó este dictamen. Sin embargo, unos años después, un incendio la arrasó hasta los cimientos; y -lo que es aún más significativo- fue exhumado en el jardín el esqueleto de un niño no mayor de diez años. Para Arthur, aquello lo cambiaba todo. En los casos en que una joven vida es arrebatada de una forma violenta, a menudo brota una reserva de vitalidad no utilizada. En momentos así, lo desconocido y lo maravilloso nos presionan por todos los lados; se yerguen formas fluctuantes y nos avisan de las limitaciones de lo que llamamos materia. Aquello fue para Arthur una explicación irrefutable; Podmore, por su parte, se había negado a una rectificación retrospectiva de su informe. De hecho, se había conducido en todo momento más como un maldito escéptico materialista que como un experto encargado de autentificar fenómenos paranormales. Con todo, ¿por qué preocuparse de los Podmore de este mundo cuando tienes a Crookes y a Myers, a Lodge y a Alfred Russel Wallace? Arthur se repitió la fórmula: es increíble pero cierto. La primera vez que oyó estas palabras, le parecieron una paradoja flexible; ahora se estaban consolidando como una certeza férrea.
Se entrevistó con Wood en el hotel Imperial Family de Temple Street. Era menos probable que le reconocieran aquí que en el Grand, donde normalmente se hubiera alojado. Tenían que minimizar las posibilidades de que apareciera un titular jocoso en los ecos de sociedad de la Gazette o el Post: ¿QUÉ SE TRAE ENTRE MANOS SHERLOCK HOLMES EN BIRMINGHAM?
Tenían previsto una incursión en Great Wyrley para última hora de la tarde siguiente. Al socaire del anochecer decembrino, irían a la vicaría con el mayor anonimato posible y volverían a Birmingham en cuanto hubieran terminado su tarea. Arthur se empeñó en visitar una tienda de vestuario de teatro para dotarse de una barba postiza durante la expedición, pero Wood le disuadió. Le dijo que así llamarían más la atención; de hecho, su presencia en aquella tienda daría pie a párrafos inoportunos en la prensa local. Una bufanda y un cuello vuelto, junto con el parapeto de un periódico en el tren, bastarían para llegar indemnes a Wyrley; después recorrerían el camino a la vicaría por la carretera mal iluminada como si…
– ¿Como si fuéramos qué? -preguntó Arthur.
– ¿Necesitamos camuflarnos?
Wood no comprendía por qué su patrono insistía tanto en que se disfrazaran; primero un disfraz material, luego uno psicológico. A su entender, era un derecho inalienable de un inglés decir a otros, en especial al típico entrometido, que no se metiera donde no le llamaban.
– Desde luego. Lo necesitamos. Tenemos que considerarnos…, hum… Ya sé: emisarios de la inspección eclesial, que venimos a verificar el informe del vicario sobre la estructura de St. Mark.
– Es una iglesia relativamente nueva y de construcción sólida -contestó Wood. Luego captó la mirada de su patrono-. Bueno, si insiste, sir Arthur.
A última hora de la tarde siguiente, en New Street, eligieron un vagón que los dejase lo más lejos posible del edificio de la estación de Wyrley y Churchbridge. Mediante esta estratagema proyectaban eludir la mirada curiosa de otros pasajeros que se apeasen allí. Pero resultó que nadie más bajó del tren y, en consecuencia, los impostores clericales fueron escrutados más a fondo por el jefe de estación. Arthur casi se sintió como si estuviese de juerga cuando, para defenderse, se tapó el bigote con la bufanda. «Tú no me conoces -pensó-, pero yo sí te conozco a ti: Abert Ernest Merriman, el hijo de Samuel. ¡Vaya aventura!»