Siguió a Wood a lo largo de un camino oscurecido; en algún punto orillaron una taberna, pero el único indicio de actividad era un hombre repantigado en la entrada y concentrado en mordisquearse la gorra. Al cabo de ocho o nueve minutos, en que sólo les molestó alguna que otra farola de gas, llegaron a la fea mole de St. Mark, con su alto tejado a dos aguas. Wood guió a su patrono a lo largo del muro meridional, tan pegado a la pared que Arthur no advirtió que la piedra grisácea tenía vetas de un rojo violeta. Cuando rebasaron el pórtico, a unos treinta metros más allá del extremo oeste de la iglesia surgieron dos edificios: a la derecha, un aula de ladrillo oscuro con un débil diseño de rombos incrustado en un ladrillo más claro; a la izquierda, la vicaría, más voluminosa. Unos instantes después, Arthur estaba mirando el amplio umbral donde, quince años antes, habían depositado la llave de la escuela de Walsall. Al levantar la aldaba y calcular la suavidad con que debería dejarla caer, se imaginó la llegada más tempestuosa del inspector Campbell con su grupo de agentes especiales y el alboroto que había causado en aquel hogar tranquilo.
El vicario, su mujer y su hija les estaban esperando. Sir Arthur reconoció de inmediato el origen de los buenos y sencillos modales de George, y también de su reserva. La familia se alegró de su llegada, pero no le recibió con efusión; conscientes de su fama, pero no intimidados por ella. A Arthur le alivió por una vez verse delante de tres personas de las que hubiese apostado que no habían leído ni uno solo de sus libros.
El vicario tenía la tez más clara que su hijo, la parte superior de la cabeza plana y entradas en la frente, y un aspecto fuerte, como de bulldog. La boca era idéntica a la de George, pero a Arthur le pareció que era más agraciado y occidental que su hijo.
Trajeron dos gruesas carpetas. Arthur sacó un papel al azar: una carta doblada en una sola hoja y compuesta de cuatro páginas de letra apretada.
«Mi querido Shapurji -leyó-, ¡¡¡tengo el gran placer de informarte de que nos proponemos reanudar el acoso del vicario!!! (vergüenza de Great Wyrley).» Era una letra más pasable que pulcra, pensó. «… un determinado manicomio a menos de ciento cincuenta kilómetros de tu casa tres veces maldecida… y de la que serás expulsado por la fuerza si profieres cualquier opinión firme.» Hasta aquí tampoco había faltas de ortografía. «Enviaré en tu nombre y en el de Charlotte el doble de postales infernales a la menor oportunidad que se presente.» Se suponía que Charlotte era la mujer del vicario. «Venganza contra ti y Brookes…» Este nombre le resultaba familiar a Arthur, gracias a sus pesquisas. «… he enviado al mensajero una carta en su nombre diciendo que no será responsable de las deudas de su mujer… Repito que no hará falta que la locura se encargue de ti porque esas personas están seguras de que te habrán detenido.» Y a continuación, en cuatro líneas descendentes, una despedida burlona:
Te desea feliz Navidad y Año Nuevo,
siempre tuyo,
tu Satán,
Satán Dios
– Venenoso -dijo sir Arthur.
– ¿De quién es esa carta?
– Es una de Satán.
– Sí -dijo el vicario-. Un corresponsal prolífico.
Arthur inspeccionó algunos documentos más. Una cosa era oír hablar de cartas anónimas, y hasta leer extractos de ellas en la prensa. Así parecían bromas infantiles. Y otra cosa muy distinta, comprendió, tenerlas en la mano y estar sentado con sus destinatarios. Aquella primera carta era un texto inmundo, con su canallesca referencia a la mujer del vicario por su nombre de pila. Obra de un lunático, quizá, aunque dotado de una letra clara y bien formada, capaz de expresar con lucidez su odio retorcido y sus planes vesánicos. A Arthur no le sorprendió que los Edalji cerraran con llave las puertas por la noche.
– «Feliz Navidad» -leyó en voz alta Arthur, todavía medio incrédulo-. ¿Y no tiene sospechas de quién podría haber escrito estas groserías?
– ¿Sospechas? Ninguna.
– ¿Y aquella criada a la que tuvo que despedir?
– Se marchó del distrito. Se fue hace mucho.
– ¿Y su familia?
– Su familia es gente decente. Sir Arthur, como puede imaginar, hemos pensado mucho en esto desde el principio. Pero no tengo sospechas. No escucho los chismes y rumores, y si lo hiciera, ¿de qué me serviría? Los chismes y rumores son los responsables de que encarcelaran a mi hijo. No desearía que le hicieran a otro lo que le hicieron a él.
– A no ser que fuera el culpable.
– Sí.
– Y ese Brookes, ¿es el tendero y el ferretero?
– Sí. También recibió cartas anónimas durante una época. Pero se lo tomó con más calma. O con más pereza. En todo caso, no quiso recurrir a la policía. Había habido en el ferrocarril algún incidente relacionado con su hijo y otro chico…; ya no recuerdo los detalles. Brookes nunca habría hecho causa común con nosotros. Tengo que decirle que en esta zona no sienten mucho respeto por la policía. Es una ironía que de todos los habitantes del pueblo fuéramos los más dispuestos a confiar en la policía.
– Excepto en el jefe.
– Su actitud no fue… servicial.
– Señor Aydlji -Arthur hizo un esfuerzo específico para pronunciarlo bien-, tengo el propósito de descubrir por qué. Voy a remontarme al comienzo del caso. Dígame, aparte de las persecuciones directas, ¿ha sufrido alguna otra acción hostil desde que vino aquí?
El vicario dirigió a su mujer una mirada inquisitiva.
– Las elecciones -contestó ella.
– Sí, es cierto. Más de una vez he prestado el aula para reuniones políticas. Los liberales tenían problemas para encontrar salas. Yo también soy liberal… Hubo quejas de algunos de los parroquianos más conservadores.
– ¿Más que quejas?
– Es verdad que uno o dos dejaron de venir a St. Mark.
– ¿Y usted siguió prestando el aula?
– Desde luego. Pero no quiero exagerar. Estoy hablando de protestas, expresadas con firmeza pero con educación. No hablo de amenazas.
Sir Arthur admiró la precisión del vicario; también, que no se compadeciera de sí mismo. Había advertido las mismas cualidades en George.
– ¿Participó el capitán Anson?
– ¿Anson? No, fue algo mucho más local. Sólo intervino más tarde. He incluido sus cartas para que las vea.
Arthur pidió a la familia que repasara los sucesos ocurridos desde agosto hasta octubre de 1903, atento a cualquier incoherencia, detalle pasado por alto o evidencias discordantes.
– En retrospectiva, es una lástima que no despacharan al inspector Campbell y a sus hombres hasta que tuviesen una orden de registro, y que no aguardasen su regreso en presencia de un abogado.
– Pero eso habría sido la conducta de personas culpables. No teníamos nada que ocultar. Sabíamos que George era inocente. Cuanto más pronto registrase la policía la casa, antes podrían dar a su investigación un rumbo más fructífero. De todos modos, el inspector Campbell y sus hombres se comportaron con toda corrección.
«No todo el tiempo», pensó Arthur. Había algo en el caso que no entendía, algo relacionado con la visita de la policía.
– Sir Arthur -era la voz baja de la señora Edalji, delgada, de pelo blanco-. ¿Puedo decirle dos cosas? Una, qué agradable es volver a oír una voz escocesa en estas regiones. ¿Detecto acaso un acento de Edimburgo?
– En efecto, señora.