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Un cumplido, reflexionó Wood, que el doctor Watson habría recibido con orgullo.

Al día siguiente volvieron a Wyrley sin hacer tanto hincapié en que no les vieran, y visitaron a Harry Charlesworth en su lechería. Conteniendo la respiración, pasaron por entre los desechos de una manada de vacas y entraron en un pequeño despacho, en un anexo de la parte trasera de la casa. Había tres sillas desvencijadas, un pequeño escritorio, una estera de rafia embarrada y un calendario del mes anterior en un rincón de la pared. Harry era un joven rubio y de cara franca que parecía alegrarse de aquella interrupción en el trabajo.

– ¿Así que vienen por lo de George?

Arthur miró enfadado a Wood, que movió la cabeza desmintiéndolo.

– Fueron a la vicaría anoche.

– ¿Nosotros?

– Bueno, en todo caso vieron a dos desconocidos que iban a la vicaría después de anochecer, y uno de ellos era un caballero alto que se tapaba el bigote con la bufanda, y el otro uno más bajo y con un sombrero hongo.

– Vaya -dijo Arthur.

Quizá, al fin y al cabo, debería haberse comprado un disfraz.

– Y ahora esos mismos caballeros, aunque bastante menos disfrazados, vienen a verme para hablar de un asunto que me dijeron que era confidencial pero que enseguida van a revelarme.

Harry Charlesworth se estaba divirtiendo mucho. También le hacía feliz rememorar.

– Sí, de niños fuimos compañeros de clase. George siempre fue muy callado. Nunca se metía en líos, no era como los demás. Y era inteligente. Más que yo, y yo era listo en aquel entonces. Ahora ya no se me nota. Ya ven, pasarse el día mirando el trasero de una vaca desgasta la inteligencia.

Arthur pasó por alto este desvío hacia una vulgar autobiografía.

– Pero ¿George tenía enemigos? ¿Le tenían inquina… por el color de su piel, por ejemplo?

Harry reflexionó un momento.

– No, que yo recuerde. Pero ya sabe lo quepasa con los chicos: tienen gustos y aversiones distintas de los adultos. Y cambian de un mes a otro. Si a George le tenían inquina, era más por ser inteligente. O porque su padre era el vicario y desaprobaba las diabluras que suelen tramar los chicos. O porque era miope. El maestro le colocó delante para que viese el encerado. Quizá pensaron que era un favoritismo. Un motivo más normal para tenerle manía que el color de su piel.

El análisis de Harry de las atrocidades de Wyrley no fue complejo. La acusación contra George era una tontería. La policía era tonta. Y la estupidez más grande de todas era la idea de que una banda misteriosa merodease de noche al mando de un misterioso capitán.

– ¿Cómo lo sabe?

– Harry, tendremos que entrevistarnos con el soldado Green, porque es la única persona de la región que se ha confesado culpable de destripar a un caballo.

– ¿Les apetece hacer un largo viaje?

– ¿Adonde?

– A Sudáfrica. Ah, no lo sabían.

Harry Green sacó un pasaje para Sudáfrica un par de semanas después de que terminara el juicio. Era un billete de ida.

– Interesante. ¿Tiene idea de quién se lo pagó?

– Bueno, Harry Green no fue, eso seguro. Alguien interesado en quitarle de en medio.

– ¿La policía?

– Es posible. Por la época en que se marchó no es que estuvieran muy contentos con él. Se retractó de su confesión. Dijo que él no había mutilado a un caballo y que la policía le forzó a confesar.

– Demonios, ¿sí? ¿Qué le parece, Woodie?

Wood, como era de esperar, declaró lo más obvio.

– Bueno, yo diría que mintió la primera o la segunda vez. O -añadió con un deje malicioso- quizá las dos veces.

– Harry, ¿puede averiguar si el señor Green tiene una dirección de su hijo en Sudáfrica?

– Puedo intentarlo.

– Y otra cosa. ¿Se habló en Wyrley de quién pudo haberlo hecho, ya que George no lo hizo?

– Siempre hay habladurías. Hablar no cuesta dinero. Lo único que yo diría es que tiene que ser alguien que sepa tratar a los animales. No puedes acercarte a un caballo, a una oveja o a una vaca y decirle, no te muevas, preciosa, mientras te saco las tripas. Me gustaría ver a George Edalji entrar en la lechería y tratar de ordeñar a una de mis vacas… -Harry se regodeó un instante con esta idea-. Lo mataría a coces o caería en la mierda antes de haber podido ponerle el taburete debajo.

Arthur se inclinó hacia delante.

– Harry, ¿estaría dispuesto a ayudarnos a rehabilitar el nombre de su amigo y antiguo condiscípulo?

Harry Charlesworth advirtió el tono bajo y zalamero, pero receló.

– No era exactamente amigo mío. -Se le iluminó la cara-. Por supuesto, tendría que robarle tiempo a la lechería…

Arthur, al principio, había atribuido un carácter más caballeroso a Harry Charlesworth, pero prefirió no desengañarse. Una vez convenidos la iguala y el baremo de los honorarios, Harry, en su nueva calidad de detective ayudante, les mostró el itinerario que George, en teoría, debió de seguir aquella lluviosa noche de agosto, tres años y medio atrás. Emprendieron la marcha a campo traviesa detrás de la vicaría, saltaron una cerca, se abrieron camino a través de un seto, cruzaron las vías del ferrocarril por un paso subterráneo, saltaron otra cerca, cruzaron otro campo, superaron un seto espinoso que se les pegaba como una lapa, cruzaron otro potrero y llegaron al lindero del campo de la mina. Poco más de un kilómetro, calculando por encima.

Wood sacó su reloj de bolsillo.

– Dieciocho minutos y medio.

– Y estamos en buena forma -comentó Arthur, quitándose todavía espinas del abrigo y barro de los zapatos-. Y es de día, y no llueve, y tenemos una vista excelente.

De nuevo en la lechería, en cuanto el dinero hubo cambiado de manos, Arthur preguntó qué clase de delitos, en general, se cometían en el vecindario. Parecían los corrientes: robo de ganado, ebriedad pública, incendio de almiares. ¿Había habido incidentes violentos aparte de los ataques contra el ganado? Harry recordaba vagamente algo de la época aproximada en que condenaron a George. Una agresión contra una madre y su hija. Dos tipos con un cuchillo. Se produjo un revuelo pero no hubo juicio. Sí, con mucho gusto investigaría el caso.

Se estrecharon la mano y Harry les acompañó a la ferretería, que al mismo tiempo servía de tienda de comestibles, mercería y estafeta de correos.

William Brookes era un hombre menudo y rechoncho, con patillas blancas y tupidas que contrapesaban su cráneo calvo; llevaba un delantal verde con manchas que databan de años. No fue abiertamente cordial ni abiertamente suspicaz. Se disponía a llevarles a una trastienda cuando sir Arthur, dando un codazo a su secretario, anunció que necesitaba con urgencia una rasqueta de botas. Mostró un enorme interés por el muestrario disponible, y una vez completada y envuelta la compra, se comportó como si el resto de la visita hubiera sido una feliz idea posterior.

En el almacén, Brookes pasó tanto tiempo hurgando en cajones y murmurando para sus adentros que sir Arthur se preguntó si no tendría que comprar una bañera de cinc y un par de fregonas para acelerar las cosas. Pero el ferretero localizó finalmente un paquetito de cartas muy arrugadas y atadas con un bramante. Arthur reconoció de inmediato el papel en que estaban escritas; habían utilizado el mismo cuaderno barato para las cartas enviadas a la vicaría.

Brookes rememoró lo mejor que pudo la tentativa fallida de soborno de tantos años atrás. A su hijo Frederick y a un amigo les acusaron de haber escupido a una anciana en la estación de Walsall, y a él le dieron instrucciones de enviar dinero a la oficina de correos local si no quería que denunciasen a su hijo.