– ¿No hizo usted nada?
– Claro que no. Mire usted mismo las cartas. Mire la letra. Era sólo una travesura.
– ¿Nunca pensó en pagar?
– No.
– ¿Pensó en ir a la policía?
Brookes infló las mejillas, con un gesto de desprecio.
– Ni por un segundo. Ni por una fracción de segundo. No hice caso y pasó. Pero el vicario armó un buen jaleo. Anduvo por ahí quejándose, escribió al jefe de policía y demás, ¿y qué adelantó? Sólo consiguió empeorar las cosas, ¿no? Para él y su chico. No es que yo le reproche lo que ocurrió, entiéndame. Lo que pasa es que nunca ha comprendido a un pueblo como éste. Es como si… tuviera un librillo para cada cosa, no sé si me sigue.
Arthur no dijo nada.
– ¿Y por qué cree que el chantajista eligió a su hijo y al otro chico?
Brookes volvió a inflar las mejillas.
– De esto hace años, señor, ya le digo. ¿Diez? Quizá más. Tendría que preguntarle a mi hijo; bueno, ya es un hombre.
– ¿Recuerda quién era el otro chico?
– Nunca me ha hecho falta recordarlo.
– ¿Todavía vive por aquí su hijo?
– ¿Fred? No, Fred se marchó hace mucho. Ahora vive en Birmingham. Trabaja en el canal. No quiere llevar la tienda. -El ferretero hizo una pausa y después añadió, con una vehemencia súbita-: El muy cabrón.
– ¿Y tendría usted su dirección?
– Quizá. ¿No quiere usted nada más, aparte de la rasqueta?
Arthur estaba de un humor excelente en el tren de vuelta a Birmingham. De vez en cuando echaba un vistazo a los tres paquetes posados al lado de Wood, los tres envueltos en papel de estraza encerada y atados con una cuerda, y sonrió al pensar cómo era el mundo.
– ¿Qué le ha parecido el trabajo del día, Alfred?
¿Qué le parecía? ¿Cuál era la respuesta obvia? Bueno, ¿cuál era la respuesta correcta?
– Para serle totalmente franco, creo que no hemos avanzado mucho.
– No, algo mejor que eso. No hemos avanzado mucho en varias direcciones distintas. Y necesitábamos una rasqueta.
– ¿Sí? Creí que teníamos una en Undershaw.
– No sea aguafiestas, Woodie. Nunca sobran las rasquetas en una casa. Dentro de unos años la recordaremos como la rasqueta Edalji, y cada vez que nos limpiemos las botas evocaremos esta aventura.
– Si usted lo dice.
Arthur dejó que Wood se abandonase a su estado de ánimo y contempló los campos y setos que pasaban. Intentó imaginar a George Edalji en aquel tren, en el trayecto al Mason College, después a Sangster, Vickery y Speight, y después a su bufete en Newhall Street. Trató de imaginar a George Edalji en el pueblo de Great Wyrley, paseando por los caminos, yendo a ver al botero y comprando cosas a Brookes. El joven abogado -por bien que hablara y por bien vestido que fuera- sería un bicho raro incluso en Hindhead, y sin duda aún más en los parajes desérticos de Staffordshire. Era a todas luces un hombre admirable, con un cerebro lúcido y una gran entereza. Pero si solamente lo mirabas -mirarlo, además, con los ojos de un mozo de labranza sin estudios, un obtuso policía de pueblo, un jurado inglés lleno de prejuicios o un presidente suspicaz de un tribunal-, quizá no vieras nada más que una piel morena y una particularidad óptica. Resultaría raro. Y si empezaban a ocurrir cosas extrañas, la palabrería que en un pueblo ignorante pasaba por ser lógica imputaría los sucesos a aquella persona.
Y en cuanto uno prescinde de la razón -la verdadera-, cuanto más lejos quede, mejor para él. Las virtudes de un hombre se convierten en defectos. El control de uno mismo parece secretismo, la inteligencia se considera astucia. Y de este modo, un abogado respetable, cegato y alfeñique, se transforma en un degenerado que recorre los campos en lo más profundo de la noche y elude la vigilancia de veinte agentes especiales para chapotear en la sangre de animales mutilados. Es tan absolutamente descabellado que parece lógico. Y a juicio de Arthur, todo se reducía a aquel singular defecto óptico que había observado de inmediato en el vestíbulo del Grand Hotel de Charing Cross. Ahí radicaba la certeza moral de que George Edalji era inocente, y el motivo de que se hubiera convertido en un chivo expiatorio.
En Birmingham, siguieron el rastro de Frederick Brookes hasta su domicilio cerca del canal. Escrutó a los dos caballeros, que para él olían a Londres, reconoció el envoltorio de los tres paquetes que el caballero más bajo llevaba debajo del brazo, y anunció que el precio de su información era media corona. Sir Arthur, adaptándose a las usanzas de los lugareños, ofreció una escala móvil, que iba de un chelín y tres peniques a dos chelines y seis peniques, según la utilidad de las respuestas. Brookes accedió.
Dijo que el nombre de su compañero era Fred Wynn. Sí, era pariente del fontanero y operario de gas de Wyrley. Sobrino, quizá, o primo segundo. Wynn vivía dos pueblos más allá e iban juntos a la escuela de Walsall. No, había perdido todo contacto con él. En cuanto al incidente de tantos años atrás, lo de la carta y los escupitajos, él y Wynn habían estado en su día bastante seguros de que eran obra del chico que había roto la ventanilla del vagón y luego trató de echarles la culpa. Ellos le culparon a él, y los responsables de la compañía ferroviaria los entrevistaron a los tres, así como a los padres de Wynn y de Brookes. Pero no pudieron dilucidar quién decía la verdad, y al final reconvinieron a todos los implicados. Y ahí acabó todo. El otro chico se llamaba Speck. Vivía en algún sitio cerca de Wyrley. Pero no, hacía años que Brookes no lo veía.
Arthur anotó todo esto con su portaminas de plata. Juzgó que la información valía dos chelines y tres peniques. Frederick Brookes no puso objeciones.
Al regresar al hotel Imperial Family, entregaron a Arthur una nota de Jean.
Mi queridísimo Arthur:
Te escribo para saber cómo van tus grandes investigaciones. Ojalá estuviera a tu lado reuniendo pruebas e interrogando a sospechosos. Todo lo que haces es tan importante para mí como mi propia vida. Te echo de menos, pero me alegra pensar en lo que intentas hacer por tu joven amigo. No tardes en informar de todo lo que hayas averiguado a tu Jean, que te quiere y te adora.
Arthur se quedó desconcertado. Para ser una carta de amor, le parecía atípicamente directa. Quizá no fuera de amor. Sí, claro que lo era. Pero algo distinta. Bueno, Jean era diferente, diferente de todo lo que había conocido. Ella le sorprendía, incluso al cabo de diez años. Estaba orgulloso de ella y también de que le sorprendiera.
Más tarde, mientras él releía la nota por última vez aquella noche, Alfred Wood velaba en un dormitorio más pequeño de un piso más alto. En la oscuridad sólo distinguía, sobre el tocador, los tres paquetes envueltos que les había vendido aquel taimado ferretero. Brookes también había pedido que sir Arthur le pagara un «depósito» por el préstamo de las cartas anónimas que tenía en su poder. Wood se había abstenido adrede de todo comentario antes o después de aquello, lo cual podía ser el motivo probable de que su patrono le hubiera acusado de estar de malhumor en el tren.
Aquel día había desempeñado la función de investigador adjunto: socio, casi amigo de sir Arthur. Después de cenar, en la mesa de billar del hotel, la rivalidad había igualado a los dos hombres. Al día siguiente volvería a asumir su cometido habitual de secretario y amanuense, y a escribir al dictado como una taquígrafa. No le molestaba esta diversidad de funciones y registros mentales. Era leal a su patrono y le servía con diligencia y eficacia en cualquier desempeño que fuera necesario. Si sir Arthur le pedía que declarase obviedades, él lo haría. Si le pedía que las omitiese, enmudecería.
También esperaba de Wood que no advirtiese lo obvio. Cuando un empleado corrió hacia ellos en el vestíbulo con una carta, Wood no se fijó en que la mano de sir Arthur temblaba al recibirla, ni tampoco en que se la había guardado en el bolsillo como un colegial. Tampoco se percató del ansia con que sir Arthur se encerró en su cuarto antes de la cena, ni en la posterior alegría que mostró durante toda la cena. Era una importante aptitud profesional -observar sin fijarse-, cuya utilidad había aumentado en el curso de los años.