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– Creo que pediré tres mil.

– ¿Tres mil qué?

– Libras, hombre, libras. Baso mis cálculos en el caso Beck.

La expresión de Wood equivalía a una pregunta.

– El caso Beck, ¿no recuerda el caso Beck? ¿En serio?

Sir Arthur movió la cabeza, fingiendo reprobación.

– Adolf Beck. De origen noruego, que yo recuerde. Condenado por estafas a mujeres. Le confundieron con un ex convicto llamado…, ¿puede creerlo?, John Smith, que ya había estado en la cárcel por delitos parecidos. A Beck lo sentenciaron a siete años de trabajos forzados. Le dieron la libertad condicional hará unos cinco años. Tres años después volvieron a detenerlo. Lo condenaron de nuevo. El juez tuvo dudas, pospuso la sentencia, y ¿quién diría usted que apareció en el ínterin? El estafador original, John Smith. Recuerdo este detalle del caso. ¿Cómo supieron que Beck y Smith no eran la misma persona? Uno estaba circunciso y el otro no. De detalles así depende a veces la justicia.

»Ah. Parece usted más perplejo que al principio. Es muy comprensible. El punto… Hay dos puntos. Primero, Beck fue condenado porque numerosas testigos se equivocaron al identificarle. Diez u once mujeres, de hecho. Sin comentarios. Pero también le condenaron por el claro testimonio de cierto experto en escritura falsificada y anónima. Nuestro viejo amigo Thomas Gurrin. Se vio obligado a comparecer ante el comité de investigación Beck y admitir que su testimonio había condenado por dos veces a un hombre inocente. Y apenas un año antes de esta confesión de incompetencia había estado jurando por todos los santos en contra de George Edalji. A mi entender, habría que erradicarle del banco de los testigos y revisar todos los casos en los que haya participado.

»En fin, segundo punto. En cuanto el comité hizo su informe, indultaron a Beck y el tesoro público le pagó cinco mil libras. Cinco mil libras por cinco años de cárcel. Calcule usted la tarifa. Yo pediré tres mil.

La campaña avanzaba. Escribiría al doctor Butter solicitando una entrevista, al director de la escuela de Walsall para recabar información sobre el joven Speck, al capitán Anson para pedirle el expediente policial sobre el caso, y a George para preguntarle si alguna vez había tenido algún contencioso en Walsall. Consultaría el informe Beck para confirmar la magnitud de la humillación de Gurrin y exigir formalmente al ministro del Interior una investigación nueva y completa de todo el asunto.

Proyectaba consagrar los dos días siguientes a las cartas anónimas, para intentar que no lo fueran tanto y progresar desde la grafología a la psicología y a la posible identidad. Después entregaría el expediente al doctor Lindsay Johnson para un cotejo profesional con muestras de la letra de George. Johnson era la máxima autoridad europea y había sido convocado por el maitre Labori en el caso Dreyfus. «Sí -pensó-: cuando yo haya acabado, haré que el caso Edalji cause una conmoción tan grande como el revuelo que produjo en Francia el caso Dreyfus.»

Se sentó a su escritorio con los fajos de cartas, una lupa, un cuaderno y el portaminas. Respiró hondo y a continuación, despacio, con cautela, como vigilando para que no se escapara un espíritu maligno, soltó las cintas de los paquetes del vicario y el bramante del paquete de Brookes. Las cartas del vicario estaban fechadas a lápiz y numeradas por orden de recepción; las del ferretero no seguían un orden evidente.

Al leerlas captó todo su odio ponzoñoso y su obscena familiaridad, su fanfarronería y su cuasidemencia, sus afirmaciones grandiosas y su trivialidad. «Soy Dios soy Dios todopoderoso soy un idiota un mentiroso una víbora oh voy a hacerle la vida difícil al cartero.» Era irrisorio, pero a fuerza de risible adquiría una crueldad diabólica que hasta podría haber quebrantado la mente de las víctimas. A medida que iba leyendo, la ira y el asco empezaron a amainar y procuró empaparse de las expresiones. «Tú sucia serpiente mereces doce años de trabajos forzados… Soy todo lo agudo que se puede ser… Tú grandullón granuja estás aviado conmigo sucio canalla puñetero mono… Conozco a todos los señorones y si tengo cara de atrevido no es peor que la tuya… Quién birló los huevos la noche del miércoles vaya tú fuiste o tu padre pero no creo que me colgasen…»

Leyó y releyó, clasificó carta tras carta, analizó, comparó, anotó. Poco a poco, los atisbos se tornaron sospechas y después hipótesis. De entrada, hubiese o no una banda de destripadores, parecía haber, por lo menos, una banda de escritores. Tres, conjeturó. Dos adultos jóvenes y un niño. A veces parecía que los adultos se mezclaban pero, a su modo de ver, había que hacer una distinción. Uno sólo era malévolo; el otro, en cambio, tenía arranques de manía religiosa que oscilaba desde la piedad histérica a la blasfemia atroz. Era el que firmaba Satán, Dios y su fusión teológica: Satán Dios. En cuanto al chico, tenía un lenguaje realmente soez, y Arthur le calculó una edad entre los doce y los dieciséis años. Los adultos también se jactaban de sus dotes de falsificación. «¿Crees que no podríamos imitar la letra de tu chico?», le había escrito uno de ellos al vicario, en 1892. Y, para demostrarlo, había una página entera cubierta con las firmas verosímiles y enrevesadas de toda la familia Edalji, de la familia Brookes y de otros vecinos.

Un gran porcentaje de las cartas estaban escritas en el mismo papel y habían llegado en sobres similares. A veces empezaba un redactor y luego seguía otro: las parrafadas de Satán Dios iban seguidas, en la misma página, de los garabatos toscos y los dibujos groseros -en todo sentido- del chico. Esto propiciaba la presunción de que los tres vivían bajo el mismo techo. ¿Qué techo podría ser? Puesto que una serie de cartas había sido entregada en propia mano a sus víctimas en Wyrley, era razonable suponer una proximidad no mucho mayor que dos o tres kilómetros.

A continuación, ¿qué clase de techo guarecería a los tres escribas? ¿Algún centro de hospedaje para jóvenes varones de edades diferentes? ¿Una academia, quizá? Arthur consultó directorios educativos, pero no encontró nada situado a una distancia aceptable. ¿Serían los malhechores tres oficinistas o tres dependientes de comercio? Cuanto más reflexionaba tanto más se sentía empujado a concluir que eran miembros de una misma familia, dos hermanos mayores y uno más pequeño. Algunas cartas eran larguísimas, lo que apuntaba a una familia de personas ociosas que disponían de tiempo.

Necesitaba datos más concretos. Por ejemplo, la escuela de Walsall parecía ser un factor constante en el caso, pero ¿qué importancia tenía ese factor? ¿Y aquella carta? El maníaco religioso aludía claramente a Milton. El paraíso perdido, libro primero: la caída de Satán y el lago hirviendo del infierno, que el redactor anunciaba que era su destino final. Lo sería desde luego, si Arthur se salía con la suya. Así pues, había otra pregunta para el director de la escuela: si El paraíso perdido había estado en el programa de estudios y, de ser así, cuántos chicos lo habían estudiado, y si había habido alguno que se lo tomase especialmente a pecho. ¿Se estaba agarrando a un clavo ardiendo, o explorando cada posibilidad? Era difícil decirlo.

Leyó las cartas de la primera a la última y de la última a la primera; las leyó en un orden aleatorio; las barajó como una baraja de naipes. Y entonces su mirada captó algo, y cinco minutos después aporreó de tal manera la puerta de su secretario que parecía que iba a arrancarla de sus goznes.

– Alfred, le felicito. Ha dado en el mismísimo clavo.

– ¿Si?

Arthur arrojó la carta al escritorio de Wood.