Se entrevistó con el doctor Butter en el Grand Hotel de Charing Cross. Esta vez no iba con retraso, cuando dobló en Northumberland Avenue; tampoco se entretuvo subrepticiamente en observar al médico de la policía. De todos modos, de su testimonio en el estrado habría podido deducir de antemano el carácter del hombre. Era comedido, cauteloso y nada dado a especulaciones alocadas o frívolas. En el juicio no había afirmado más de lo que le autorizaban sus observaciones: había favorecido a la defensa en la cuestión de las manchas de sangre, y la había perjudicado con su dictamen sobre los pelos. Había sido la declaración de Butter, aún más que la del charlatán Gurrin, la que había condenado a George a Lewes y Portland.
– Es muy amable por su parte dedicarme este tiempo, señor Butter.
Estaban en la misma habitación de escribir donde sólo un par de semanas antes Arthur había obtenido sus primeras impresiones de George Edalji.
El médico sonrió. Era un hombre apuesto, de pelo canoso, unos diez años mayor que Arthur.
– Es un placer hacerlo. Me alegro de tener la oportunidad de dar las gracias al hombre que escribió -y aquí pareció que hacía una pausa microscópica, a no ser que sólo transcurriese en el cerebro de Arthur- La compañía blanca.
Arthur sonrió a su vez. Siempre había considerado no sólo agradable sino instructiva la compañía de médicos de la policía.
– Doctor Butter, quisiera saber si accedería a hablar con franqueza. Es decir, tengo un gran respeto por su testimonio, pero también diversas preguntas y, en realidad, algunas conjeturas que exponerle. Todo lo que usted me diga será estrictamente confidencial, y no repetiré una sola palabra sin que usted me dé ocasión de refrendarlo, corregirlo o retirarlo todo. ¿Le parece aceptable?
El doctor Butter lo aceptó y Arthur repasó, para empezar, las partes de su testimonio que eran menos controvertidas, o al menos irrefutables por parte de la defensa. Las navajas, las botas, las manchas de diversos tipos.
– ¿Le sorprendió, doctor Butter, que hubiese tan poca sangre en la ropa, habida cuenta del delito de que acusaban a George Edalji?
– No. O, mejor dicho, me está haciendo una pregunta muy extensa. Si Edalji hubiera dicho: sí, mutilé al pony, lo hice con este instrumento, llevaba esta ropa puesta y actué por mi cuenta, yo habría podido ofrecerle una opinión. Y en estas circunstancias tendría que decirle que sí, que estaría muy sorprendido, hasta atónito.
– ¿Pero?
– Pero mi testimonio se basó, como siempre se basa, en lo que encontré: el rastro de sangre de mamífero en aquella prenda, y todo lo demás. Eso declaré. Si no puedo decir cómo o cuándo llegó allí, no puedo comentar nada más.
– Como testigo no, por supuesto. Pero entre nosotros…
– Entre nosotros yo diría que si un hombre desgarra a un caballo habrá cantidad de sangre y no podrá controlar dónde cae, sobre todo si el acto se perpetra en una noche oscura.
– ¿Entonces coincide conmigo en que él no pudo hacerlo?
– No, sir Arthur. No coincido con usted. Muy al contrario. Hay una gran distancia entre las dos posiciones. Por ejemplo, cualquiera que se proponga rajar a un caballo se pondría alguna clase de delantal, como hacen los carniceros. Sería una precaución elemental. Pero unas cuantas gotas podrían caer en cualquier sitio, sin ser advertidas.
– En el juicio no hubo testimonios sobre un delantal.
– No voy a eso. Me limito a darle una explicación distinta de la suya. Otra podría ser que había otras personas presentes. Si hubiera habido una banda, como se sugirió, el joven no habría podido destripar al animal él solo, pero podría haber estado observando y podrían haberle caído en la ropa unas gotas de sangre.
– Tampoco hubo testimonios en este sentido. -Pero se insistió mucho en la hipótesis de una banda, ¿no? -Hubo una mención deliberada de una banda. Pero ni la más mínima prueba.
– ¿Y el otro hombre que destripó a su caballo?
– Green. Pero ni siquiera él afirmó que hubiese una banda.
– Sir Arthur, entiendo perfectamente su argumento y su deseo de pruebas que lo apoyen. Sólo digo que hay otras posibilidades, se expusieran o no durante el juicio.
– Tiene toda la razón. -Arthur decidió no insistir más sobre este punto-. Cambiando de tema, ¿podemos hablar de los pelos? En su declaración dijo que recogió veintinueve pelos de la ropa y que cuando los examinó al microscopio vio que eran, si recuerdo bien sus palabras, «de longitud, color y textura similares» a los de la tira de piel cortada del pony de la mina.
– Es correcto.
– «Similares.» No dijo «exactamente iguales».
– No.
– ¿Porque no eran exactamente iguales?
– No, porque es una conclusión más que una observación. Pero decir que eran similares en longitud, color y textura es, para el lego en la materia, decir que eran exactamente iguales.
– ¿No le cabe la menor duda?
– Sir Arthur, en el banquillo de los testigos prefiero pecar de precavido. Entre nosotros, y bajo las condiciones que ha propuesto para esta entrevista, le aseguraría que los pelos que había en la ropa eran del mismo animal cuya piel examiné al microscopio.
– ¿Y también exactamente de la misma parte?
– No le sigo.
– ¿Del mismo animal, pero también de la misma parte del animal, es decir, de la panza?
– Sí, eso es.
– Ahora bien, los pelos de partes diferentes de un caballo o de un pony varían en longitud y quizá en espesor y quizá en textura. ¿Son diferentes, por ejemplo, los pelos del rabo y los de las crines?
– Así es.
– Sin embargo, de los veintinueve pelos que usted examinó, ¿todos eran exactamente iguales y exactamente de la misma parte del pony?
– En efecto.
– ¿Podemos imaginar algo juntos, doctor Butter? Una vez más, de manera totalmente confidencial, dentro de estas paredes anónimas. Imaginemos, por desagradable que resulte, que usted y yo salimos a eviscerar a un caballo.
– Si me permite corregirle, el pony no fue eviscerado.
– ¿No?
– Lo que testificaron fue que había sido rajado y que estaba sangrando, y que hubo que sacrificarlo de un disparo. Pero los intestinos no colgaban del corte, como habría ocurrido si la agresión hubiera sido distinta.
– Gracias. Entonces imaginemos que vamos a rajar a un pony. Tendríamos que acercarnos, calmarlo. Acariciarle el hocico, quizá, hablarle, acariciarle la ijada. Después imaginemos cómo lo sujetamos mientras lo acuchillamos. Si vamos a abrirle el vientre, quizá nos coloquemos contra el ijar y le pasemos un brazo por el lomo, para sujetarlo mientras extendemos la mano hacia debajo con el instrumento que estemos usando.
– No lo sé. Nunca he asistido a una escena tan truculenta.
– Pero ¿no discute que podría ser así? Yo tengo caballos, y aun cuando están tranquilos son criaturas nerviosas.
– No estamos en el campo. Y no era un caballo de sus cuadras, sir Arthur. Era un pony de una mina. ¿Y no son conocidos por su docilidad? ¿No están acostumbrados al trato de los mineros? ¿Acaso recelan de quienes se les acercan?
– Tiene razón, no estamos en el campo. Pero supongámoslo un momento. Imagine que el acto se cometió como he descrito.
– Muy bien. Aunque, por supuesto, podría haber sido de otro modo. Si hubo más de una persona, por ejemplo.
– Se lo concedo, doctor Butter. Y debe usted concederme a cambio que si el acto fue perpetrado más o menos como yo lo he descrito, entonces es inconcebible que los únicos pelos que fueron a parar a la ropa provinieran todos del mismo lugar, es decir, de la panza del animal, que en cualquier caso no es la zona que uno le tocaría para tranquilizarlo. Y, además, los mismos pelos se encuentran en diferentes partes de la ropa: en la manga y en la parte superior izquierda del abrigo. ¿No esperaría encontrar, como mínimo, algunos pelos de alguna otra parte del pony?