¿Qué historia contaba aquella casa? Una de dinero, buena cuna, gusto, historia, poder. El nombre de la familia lo había labrado en el siglo XVIII el circunnavegante Anson, que también labró la primera fortuna familiar: dinero obtenido con la captura de un galeón español. Su sobrino había sido ennoblecido por el título de vizconde en 1806; el ascenso a conde se produjo en 1831. Si aquélla era la residencia del hijo segundón, y el primogénito ocupaba Shugborough, los Anson sabían acrecentar su herencia.
A pocos metros de distancia de una ventana del segundo piso, el capitán Anson llamó en voz baja a su mujer.
– Blanche, tenemos casi encima al gran detective. Está buscando en el camino de entrada las huellas de un sabueso gigantesco.
La señora Anson pocas veces le había visto tan azorado.
– Cuando llegue -prosiguió él-, no parlotees sobre sus libros.
– ¿Parlotear, yo?
Fingió estar más ofendida de lo que estaba.
– Ya le han atosigado con ese tema a lo largo y ancho del país. Sus seguidores casi lo matan con esas monsergas. Tenemos que ser hospitalarios pero no halagadores.
La señora Anson llevaba casada el tiempo suficiente para saber que aquello era más una señal de nervios que de aprensión por la conducta de su cónyuge.
– He encargado sopa, pescadilla al horno y chuletas de cordero.
– ¿Con qué guarnición?
– Coles de Bruselas y croquetas de patata, por supuesto. No necesitabas preguntarlo. Después, suflé de sémola y huevos de anchoa.
– Perfecto.
– De desayuno, ¿prefieres beicon frito y cabeza de jabalí, o arenque a la parrilla y rollos de buey?
– Con este tiempo… creo que lo segundo irá bien. Y, recuerda, Blanche, nada de hablar del caso en la cena.
– Para mí no será una penitencia, George.
De todos modos, Doyle demostró que era un huésped puntilloso, impaciente de que le acompañaran a su habitación e igualmente ansioso de bajar de ella a tiempo para dar una vuelta por la finca antes de que anocheciera. Como un propietario a otro, manifestó su preocupación por la frecuencia con que el río Sow inundaba las vegas, y después preguntó por el curioso montículo de tierra que estaba medio escondido por la glorieta. Anson le explicó que era un antiguo depósito de hielo, ahora en desuso por la llegada de la refrigeración; no sabía si transformarlo en una bodega. A continuación departieron sobre cómo el césped de la pista de tenis estaba sobreviviendo al invierno y lamentaron conjuntamente la brevedad de la temporada que imponía el clima inglés. Anson aceptó las alabanzas y la apreciación de Doyle, dando por sentado que el capitán era el propietario de Green Hall. En verdad, sólo lo alquilaba, pero ¿por qué decírselo al gran detective?
– Veo que han injertado esos carpes jóvenes.
– No se le escapa nada, Doyle -contestó el jefe de la policía con una sonrisa.
Era la más ligera de las referencias a lo que se avecinaba.
– Yo también he tenido mis años de plantador.
En la cena, los Anson ocuparon las dos cabeceras de la mesa y cedieron a Doyle la vista de la ventana central, que daba a la rosaleda en letargo. Se mostró tan atento a las preguntas de la señora de la casa que a ella le pareció que en ocasiones se excedía.
– ¿Conoce bien Staffordshire, sir Arthur?
– No tanto como debería. Pero hay un nexo con la familia de mi padre. El Doyle original era una rama joven de los Doyle de Staffordshire, de donde, como usted sabe, procede sir Francis Hastings Doyle y otros hombres prominentes. Aquel joven participó en la invasión de Irlanda y recibió propiedades en County Wexford.
Blanche sonrió, alentadora, aunque no pareciese necesario.
– ¿Y por parte de madre?
– Ah, eso tiene un interés considerable. Mi madre es una gran arqueóloga, y con la ayuda de sir Arthur Vicars, el Rey de Armas del Ulster y pariente de ella, ha conseguido componer su genealogía durante un período de cinco siglos. Ella se precia, nos preciamos, de tener un árbol familiar donde se han posado muchos de los grandes de la tierra. El tío de mi abuela era sir Denis Pack, que comandó la brigada escocesa en Waterloo.
– No me diga.
La señora Anson era una firme creyente en la clase social, así como en sus deberes y obligaciones. Pero era la personalidad y el porte, más que los documentos, lo que hacía a un caballero.
– Sin embargo, la verdadera novela romántica de la familia data del matrimonio, a mediados del siglo diecisiete, del reverendo Richard Pack con Mary Percy, heredera de la rama irlandesa de los Percy de Northumberland. A partir de este momento estamos emparentados con los Plantagenet a través de tres matrimonios distintos. Por consiguiente, servidor tiene extrañas vetas en su sangre que son nobles de origen y, cabe esperar, también de tendencia.
– Cabe esperar -repitió la señora.
Ella, por su parte, era hija de G. Miller de Brenty, de Gloucester, y tenía poca curiosidad por sus antepasados lejanos. Le parecía que si pagabas a un investigador para que confeccionase tu árbol genealógico, siempre acabarías emparentada con algún gran linaje. Los sabuesos genealógicos, en general, no te enviaban facturas adjuntas a la confirmación de que descendías de un porquero, por un lado, y de un mercachifle, por el otro.
– Aunque -continuó sir Arthur-, cuando Katherine Pack, la sobrina de sir Denis, enviudó en Edimburgo, la fortuna de la familia se hallaba en una situación calamitosa. En realidad, se vio forzada a buscar a un inquilino de pago. Y así fue como mi padre, ese inquilino, conoció a mi madre.
– Encantador -dijo la señora Anson-. Absolutamente encantador. Y ahora se dedica a restaurar la fortuna familiar.
– Cuando yo era pequeño me entristecía mucho la pobreza a la que mi madre se vio reducida. Intuía que era una injusticia contra su naturaleza. Aquel recuerdo, en parte, es lo que siempre me ha servido de acicate.
– Encantador -repitió la anfitriona, aunque menos enfática esta vez.
Sangre noble, tiempos aciagos, fortuna restaurada. Le encantaba creer en aquellos temas en una novela de la biblioteca, pero ante una versión viva se sentía inclinada a considerarlos inverosímiles y sensibleros. Se preguntó cuánto duraría esta vez el ascendiente de la familia. ¿Qué decían del dinero rápido? Una generación para ganarlo, otra para disfrutarlo y otra para perderlo.
Pero sir Arthur, si bien algo más que jactancioso sobre su linaje, era un comensal diligente. Mostró un copioso apetito, aunque comía sin hacer el menor comentario sobre el plato que tenía delante. La anfitriona no sabía a qué carta quedarse: si él juzgaba vulgar elogiar la comida o si simplemente carecía de papilas gustativas. Tampoco se mencionaron en la mesa el caso Edalji, el estado de la justicia penal, la administración de sir Henry Campbel-Bannerman y las hazañas de Sherlock Holmes. Pero consiguieron avanzar en línea recta, como tres remeros sin timonel, sir Arthur tirando con vigor hacia un lado y los Anson hundiendo los remos en el otro lo suficiente para mantener la barca derecha.
Despachados los huevos de anchoa, Blanche Anson percibió el desasosiego masculino al fondo de la mesa. Estaban ávidos de un estudio con cortinas, el fuego atizado, el puro encendido, la copa de brandy y la oportunidad, de la manera más civilizada posible, de liarse a mamporros mutuamente. Olfateaba, por encima de los olores de la mesa, algo primitivo y brutal en el aire. Se levantó y deseó buenas noches a los combatientes.