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– Todavía no he conocido a nadie detenido a discreción del Ministerio del Interior que no tenga una explicación convincente de por qué no era culpable.

– ¿Opina usted que George Edalji envió cartas denunciándose a sí mismo?

– Entre otras muchas cartas. Sí.

– ¿Opina que era el cabecilla de una banda que descuartizaba animales?

– ¿Quién sabe? Banda es una palabra de la prensa. No me cabe duda de que había otros implicados. Tampoco dudo de que el abogado era el más inteligente de todos.

– ¿Opina que su padre, un pastor de la Iglesia anglicana, cometió perjurio para proporcionar una coartada a su hijo?

– Doyle, una pregunta personal, si me permite. ¿Tiene usted un hijo?

– Sí. De catorce años.

– Y si se metiera en líos, le ayudaría.

– Sí. Pero si él cometiera un delito, yo no cometería perjurio.

– Pero aparte de eso, le ayudaría y protegería.

– Sí.

– Quizá, entonces, con su imaginación pueda representarse a alguien que va más allá.

– No puedo imaginarme a un pastor de la Iglesia anglicana poniendo su mano encima de la Biblia y cometiendo perjurio a sabiendas.

– Entonces intente imaginarse lo siguiente. Imagine a un padre parsi que antepone la lealtad a su familia a la lealtad a un país que no es el suyo, aunque le haya dado refugio y aliento. Quiere salvar la piel de su hijo, Doyle. La piel.

– ¿Y opina usted que la madre y la hermana también cometieron perjurio?

– Doyle, repite usted continuamente opina. Mi «opinión», como usted la llama, no es sólo la mía, sino la de la policía de Staffordshire, el fiscal del proceso, un jurado inglés que prestó juramento y los Quarter Sessions. Asistí a todas las sesiones del juicio y puedo asegurarle una cosa, que le será dolorosa pero que es inevitable. El jurado no creyó el testimonio de la familia Edalji; no, desde luego, el del padre y la hija. El de la madre tuvo quizá menos importancia. No fue algo hecho a la ligera. Un jurado inglés sentado alrededor de la mesa, deliberando sobre el veredicto, es un asunto solemne. Sopesa las pruebas. Examina el carácter. No está esperando una señal desde arriba como… quienes participan en una sesión de espiritismo.

Doyle le lanzó una mirada penetrante. ¿Era una frase fortuita o un intento consciente de zaherirle? Bueno, necesitaría algo más que aquello.

– No estamos hablando, Anson, del hijo de un carnicero, sino de un profesional inglés, de un abogado que ronda la treintena y que es ya conocido como el autor de un libro sobre legislación ferroviaria.

– Por tanto, peor es su fechoría. Si cree que por los tribunales sólo pasan los delincuentes habituales, es más ingenuo de lo que yo pensaba. Como debe saber, hasta los escritores se sientan en el banquillo. Y la sentencia sin duda reflejó la gravedad de un caso en el que alguien que juró defender e interpretar las leyes las infringió seriamente.

– Siete años de trabajos forzados. Al propio Wilde sólo le impusieron dos.

– Eso se debe a que la sentencia la impone el tribunal, no usted ni yo. Yo quizá no habría puesto a Edalji menos, aunque desde luego a Wilde le hubiera condenado a más. Era culpable de principio a fin… y también de perjurio.

– Yo cené una vez con él -dijo Doyle. El antagonismo se elevaba ahora como una niebla del río Sow, y todos sus instintos le decían que se frenase un poco-. Creo que debió de ser el año 1889. Fue para mí una velada magnífica. Esperaba ver a un egocéntrico que soltaba monólogos y me encontré a un caballero de modales impecables. Éramos cuatro, y aunque destacaba sobre los otros tres, no lo dejó traslucir. Un hombre que monologa, por inteligente que sea, no puede ser un caballero en el fondo. Con Wilde hubo un toma y daca, y poseía el arte de parecer interesado por todo lo que decíamos. Hasta había leído mí Micah Clarke.

»Recuerdo que hablábamos de que la buena suerte de los amigos a veces nos producía un extraño descontento. Wilde nos contó la historia del diablo en el desierto de Libia. ¿La conoce? ¿No? Bueno, pues el diablo andaba ocupándose de sus asuntos y hacía la ronda de su imperio cuando se topó con un grupo de diablillos que estaban atormentando a un santo ermitaño. Utilizaban tentaciones y provocaciones rutinarias que el santo varón resistía sin mucho esfuerzo. "No se hace así -les dijo su maestro-. Yo os enseñaré. Mirad atentamente." Dicho lo cual, el demonio se acercó por detrás al eremita y con un tono meloso le susurró al oído: "A tu hermano acaban de nombrarle obispo de Alejandría". Y de inmediato unos celos feroces ensombrecieron la cara del ermitaño. "Esta es la mejor manera", dijo el diablo.

Anson se sumó a la risa de Doyle, aunque la suya no fue tan espontánea. No eran de su gusto los cinismos frívolos de un sodomita londinense.

– Sea como sea -dijo-, Wilde fue desde luego una presa fácil para el diablo.

– Debo añadir -prosiguió Doyle- que en ningún momento de la conversación de Wilde observé el menor rastro de ordinariez mental ni tampoco pude asociarle con semejante idea.

– En suma, un caballero profesional.

Doyle hizo caso omiso de este puyazo.

– Volví a verle, ¿sabe?, unos años más tarde, en una calle de Londres, y me pareció que se había vuelto completamente loco. Me preguntó si había ido a ver una obra de teatro suya. Le dije que, lamentablemente, no. «Oh, tiene que verla -me dijo, con el semblante muy serio-. ¡Es maravillosa! ¡Es genial!» Nada podría haber estado más lejos de sus maneras caballerosas de antaño. Pensé entonces, y sigo pensando ahora, que el proceso monstruoso que causó su perdición fue patológico, y que el lugar para atenderlo era el hospital, en vez de los tribunales.

– Su liberalismo vaciaría las cárceles -fue el seco comentario de Anson.

– Se equivoca conmigo, señor. Dos veces he participado en la vil actividad de hacer campaña política, pero no soy un hombre de partido. Me precio de ser un inglés no oficial.

La expresión -que Anson juzgó autosuficiente- flotó entre ellos como una voluta de humo de puro. Decidió que era el momento de apretarle las clavijas.

– Aquel joven cuyo caso, sir Arthur, le honra haber hecho suyo… no es del todo, debería prevenirle, como usted piensa. Hay diversas cuestiones que no salieron a colación en el juicio…

– Sin duda por el excelente motivo de que las prohibían las normas testimoniales. O bien eran alegaciones tan endebles que la defensa las hubiera destruido.

– Entre nosotros, Doyle. Hubo rumores…

– Siempre los hay.

– Rumores de deudas de juego, rumores de desfalco de dinero de clientes. Podría usted preguntar a su joven amigo si en los meses que antecedieron al caso se vio en un serio aprieto.

– No tengo intención de hacer semejante cosa.

Anson se levantó lentamente, caminó hasta su escritorio, sacó una llave de un cajón, abrió otro y sacó una carpeta.

– Le enseño esto de manera estrictamente confidencial. Está dirigida a sir Benjamín Stone. Sin duda es sólo una de muchas.

La carta estaba fechada el 29 de diciembre de 1902. En la parte superior izquierda estaban impresas la dirección del bufete y el de recepción de telegramas de George Edalji; y en la esquina superior derecha, «Great Wyrley, Walsall». A Doyle no le hizo falta el peritaje del granuja de Gurrin para convencerse de que la letra era de George.

Querido señor:

Tras haber gozado de una posición desahogada, me veo reducido a la más absoluta pobreza, en primer lugar por haber tenido que pagar una gran suma de dinero (cerca de doscientas veinte libras) por un amigo de quien yo era fiador. Pedí dinero prestado a tres prestamistas con la esperanza de rehacerme, pero sus exorbitantes intereses sólo empeoraron las cosas, y dos de ellos han presentado ahora una solicitud de quiebra contra mí, pero están dispuestos a retirarla si consigo reunir ciento quince libras en el acto. No tengo amigos a los que recurrir, y como la bancarrota me arruinaría y me impediría ejercer durante un largo tiempo en el que perdería a todos mis clientes, como último recurso estoy apelando a desconocidos.