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Fue a abrirla.

Yves estaba de pie en el descansillo, con una maleta detrás de él. Tenía una barba de varios días. Llevaba unos vaqueros negros, una chaqueta negra de cuero, y estaba para comérselo. Y se marchaba.

– Me has robado el éxito, Aimée: has conseguido la primera plana y te has cargado mi oportunidad de dejar al descubierto al Ministerio de Defensa -dijo él, al entrar. Sonreía-. Pero si alguien tenía que hacerlo, me alegro de que fueras tú. Reuters parece interesada. Están enviando las señales pertinentes.

– ¿Por eso desapareciste? -le preguntó ella.

– No te podía contar lo que estaba haciendo, estaba trabajando para la mujer del ministro. A Martine tampoco le hizo mucha gracia. No va a publicar el artículo. Pero lo entiendo, es de la familia. Sabe que iré con la historia a otra parte.

Antes de que Aimée pudiera decir nada, le entregó un sobre grueso.

– Podrías venirte conmigo -le pidió él, y la miró fijamente con sus ojos oscuros.

– No es tan sencillo.

– Es verdad. Es muy sencillo -dijo Yves, que, con la mano, le peinó el pelo, que lo tenía de punta. Después le pasó un dedo por el mentón-. Dentro tienes un billete abierto, con ida y vuelta válida por un año.

Aimée se tensó.

– Tengo un negocio… Miles Davis…

– También hay delitos informáticos en El Cairo. En realidad, existen toda clase de crímenes -le dijo. Le tendió otro billete-. Miles Davis también tiene un asiento, pero tendrá que pasar parte del vuelo en un trasportín.

La estrechó entre sus brazos y le dio un beso profundo y apasionado. Aimée no quería que se detuviera, pero lo hizo.

– Mi taxi me espera.

Desde la ventana, vio las luces rojas de los frenos del taxi, que se alejaba por la rue du Louvre. A la derecha, se veía el palacio del Louvre, oscuro como una tumba. Pero en el iluminado quai los árboles habían florecido, aromáticos y frondosos.

Colocó los billetes encima de la mesa, al lado de la carpeta, y abrió la ventana. Cuando se sentó a meditar sobre su vida, a sus oídos llegó el zumbido del tráfico nocturno. Miles Davis se acurrucó en sus brazos, y Aimée aspiró la primera bocanada de aire primaveral.

Cara Black

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