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—¡Brrr! —se estremeció Poirot.

El otro sonrió comprensivamente.

—No quise cerrarla —dijo.

Poirot examinó cuidadosamente la ventanilla.

—Tenía usted razón —dijo—. Nadie abandonó el carruaje por aquí. Posiblemente, la ventanilla abierta estaba destinada a sugerir tal hecho, pero si es así, la nieve ha burlado el propósito del asesino.

Examinó cuidadosamente el marco de la ventana y, sacando una cajita del bolsillo, sopló un poco de polvo sobre ella.

—No hay huellas dactilares —dictaminó—. Pero aunque las hubiese, nos dirían muy poco. Serían de míster Ratchett o de su criado o del encargado. Los criminales no cometen torpezas de esta clase en estos tiempos. Podemos, pues, cerrar la ventana. Aquí hace un frío inaguantable.

Acompañó la acción a la palabra y luego desvió su atención por primera vez a la inmóvil figura tendida en la litera.

Ratchett yacía boca arriba. La chaqueta de su pijama salpicada de manchas negruzcas, había sido desabotonada y echada hacia atrás.

—Comprenderá usted que lo tuve que hacer para ver la naturaleza de las heridas —explicó el doctor.

Poirot asintió. Se inclinó sobre el cadáver. Finalmente, se incorporó con un ligero gesto de disgusto.

—No es nada agradable —dijo—. El asesino se ensañó de un modo repugnante. ¿Cuántas heridas contó usted?

—Doce. Una o dos pueden calificarse de erosiones nada más. Y tres de ellas son mortales de necesidad.

Algo en la manera de hablar del doctor llamó la atención de Poirot. Le miró fijamente. El griego contemplaba perplejo el cadáver.

—¿Qué encuentra usted de extraño?

—Lo ha adivinado usted —contestó el otro.

—¿De qué se trata?

—Vea usted estas heridas —dijo el doctor, señalándolas—. Son profundas; cada corte tuvo que interesar vasos sanguíneos y, sin embargo, los bordes no se abren. No han sangrado como cabía esperar.

—¿Y eso indica…?

—Que el hombre estaba ya muerto…, llevaba algún tiempo muerto cuando se las causaron. Pero esto es seguramente absurdo.

—Así parece —dijo Poirot pensativo—. A menos que nuestro asesino se figurase que no había ejecutado debidamente su tarea y volviese para terminarla. ¡Pero es manifiestamente absurdo! ¿Algo más?

—Solamente una cosa.

—¿Qué?

—Vea usted esta herida… bajo el brazo derecho… cerca del hombro. Tome usted este lápiz. ¿Podría usted descargar este golpe?

Poirot imitó el movimiento con la mano.

—Ya veo —repuso—. Con la mano derecha es excesivamente difícil…, casi imposible. Tendría uno que descargar el golpe del revés, como si dijéramos. En cambio, empleando la mano izquierda…

—Exactamente, monsieur Poirot. Es casi seguro que ese golpe fue causado con la mano izquierda.

—¿De manera que nuestro asesino es zurdo? Sería demasiado sencillo, ¿no le parece, doctor?

—Como usted diga, monsieur Poirot. Algunas de esas heridas han sido causadas, con toda evidencia, por una mano normal.

—Dos personas. Volvemos a la hipótesis de las dos personas —murmuró el detective—. ¿Estaba encendida la luz? —preguntó bruscamente.

—Es difícil saberlo. El encargado la apaga todas las mañanas a eso de las diez.

—Los conmutadores nos lo aclararán —dijo Poirot.

Examinó la llave de la luz del techo y la perilla de la cabecera. La primera estaba abierta; la segunda, cerrada.

—Eh bien! —exclamó, pensativo—. Tenemos aquí una hipótesis del primero y segundo asesinos, como diría el gran Shakespeare. El primer asesino apuñaló a su víctima y abandonó la cabina, apagando la luz; el segundo asesino entró a oscuras, no vio que lo que se proponía ejecutar estaba ya hecho y apuñaló, por lo menos dos veces, el cuerpo del muerto. Que pensez vous de ça?

—¡Magnífico! —dijo el doctor con entusiasmo.

Los ojos del otro parpadearon.

—¿Lo cree usted así? Lo celebro. A mí me sonaba un poco a tontería.

—¿Qué otra explicación puede haber?

—Eso es precisamente lo que me pregunto. ¿Tenemos aquí una coincidencia o qué? ¿Hay algunas otras incongruencias que sugieran la intervención de dos personas?

—Creo que sí. Algunas de estas heridas, como ya he dicho, indican debilidad…, falta de fuerza o de decisión. Pero hay otras, como ésta… y ésta —señaló de nuevo— que indican fuerza y energía. Han penetrado hasta el hueso.

—¿Fueron hechas, en opinión suya, por un hombre?

—Es casi seguro.

—¿No pudieron ser hechas por una mujer?

—Una mujer joven y atlética podría haberlas hecho, especialmente si se sentía presa de una gran emoción; pero eso es, en mi opinión, altamente improbable.

Poirot guardó silencio un momento.

—¿Comprende usted mi punto de vista? —preguntó el otro con ansiedad.

—Perfectamente —contestó Poirot—. ¡El asunto empieza a aclararse algo! El asesino fue un hombre de gran fuerza; también pudo ser débil, pudo ser igualmente una mujer, o una persona zurda, o una ambidextra…, o una… ¡Ah! C’est rigolo tout ça!

Poirot hablaba con repentino nerviosismo.

—Y la víctima, ¿qué papel desempeñó en todo esto? ¿Qué hizo? ¿Gritó? ¿Luchó? ¿Se defendió?

Poirot introdujo la mano bajo la almohada y sacó la pistola automática que Ratchett le había enseñado el día anterior.

—Completamente cargada, como usted ve —observó.

Siguieron registrando. La ropa de calle de Ratchett colgaba de las perchas de una pared. En la pequeña mesa formada por la taza del lavabo había varios objetos; una dentadura postiza en un vaso de agua; otro vaso vacío; una botella de agua mineral; un frasco grande y un cenicero que contenía la punta de un cigarro y unos fragmentos de papel quemado, dos cerillas usadas…

El doctor cogió el vaso vacío y lo olfateó.

—Aquí está la explicación de la inactividad de la víctima —dijo.

—¿Narcotizado?

—Sí.

Poirot recogió las dos cerillas y las examinó cuidadosamente.

—Estas dos cerillas —dijo— son de diferente forma. Una es más plana que la otra. ¿Comprende?

—Son de la clase que venden en el tren —contestó el doctor.

Poirot palpó los bolsillos del traje de Ratchett y sacó de uno de ellos una caja de cerillas, que comparó cuidadosamente con las otras.

—La más redonda fue encendida por míster Ratchett —observó—. Veamos si tiene también de la otra clase.

Pero un nuevo registro de ropas no reveló la existencia de más cerillas.

Los ojos de Poirot asaetearon sin cesar el reducido compartimento. Tenían el brillo y la vivacidad de los ojos de las aves. Daban la sensación de que nada podía escapar a su examen.

De pronto, se inclinó y recogió algo del suelo. Era un pequeño cuadrado de batista muy fina. En una esquina tenía bordada la inicial H.

—Un pañuelo de mujer —dijo el doctor—. Nuestro amigo el jefe de tren tenía razón. Hay una mujer complicada en este asunto.

—¡Y para que no haya duda, se deja el pañuelo! —replicó Poirot—. Exactamente como ocurre en los libros y en las películas. Además, para facilitarnos la tarea, está marcado con una inicial.

—¡Qué suerte hemos tenido! —exclamó el doctor.

—¿Verdad que sí? —dijo Poirot con ironía.

Su tono sorprendió al doctor, pero antes de que pudiera pedir alguna explicación, Poirot volvió a agacharse para recoger otra cosa del suelo.

Esta vez mostró en la palma de la mano… un limpiapipas.

—¿Será, quizá, propiedad de míster Ratchett? —sugirió el doctor.

—No encontré pipa alguna en su bolsillo, ni siquiera rastros de tabaco.

—Entonces es un indicio.

—¡Oh, sin duda! ¡Y qué oportunamente lo dejó caer el criminal! ¡Observe usted que ahora el rastro es masculino! No podemos quejarnos de no tener pistas en este caso. Las hay en abundancia y de toda clase. A propósito, ¿qué ha hecho usted del arma?

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