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Aquello debía ser Alepo. Nada para ver, naturalmente. Sólo un largo andén, pobremente iluminado. Bajo la ventanilla hablaban dos hombres en francés. Uno era un oficial del Ejército, el otro un hombrecillo con enormes bigotes. La joven sonrió ligeramente. Nunca había visto a nadie tan abrigado. Debía de hacer mucho frío allí fuera. Por eso calentaban el tren tan terriblemente. La joven trató de bajar la ventanilla, pero no pudo.

El encargado del coche cama se aproximó a los dos hombres. El tren estaba a punto de arrancar, dijo. Monsieur haría bien en subir. El hombrecillo se quitó el sombrero. ¡Qué cabeza tan ovalada tenía! A pesar de sus preocupaciones, Mary Debenham sonrió. Un hombrecillo de ridículo aspecto. Uno de esos hombres insignificantes que nadie toma en serio.

El teniente Dubosc empezó a despedirse. Había pensado las frases de antemano y las había reservado para el último momento. Era un discurso bello y pulido.

Por no ser menos, monsieur Poirot contestó en tono parecido.

En voiture, monsieur —dijo el encargado del coche cama.

Monsieur Poirot subió al tren con aire de infinita desgana. El conductor subió tras él. Monsieur Poirot agitó una mano. El teniente Dubosc se puso en posición de saludo. El tren, con terrible sacudida, arrancó lentamente.

—¡Por fin! —murmuró monsieur Hércules Poirot.

—¡Brrr! —resopló el teniente Dubosc, sacudiéndose para quitarse el frío.

* * *

Voilà, monsieur —el encargado mostró a Poirot con dramático gesto la belleza de su compartimento y la adecuada colocación del equipaje—. El maletín del señor lo he colocado aquí.

Su mano extendida era sugestiva. Hércules Poirot colocó en ella un billete doblado.

Merci, monsieur —el encargado acentuó su amabilidad—. Tengo los billetes del señor. Necesito también el pasaporte. ¿El señor terminará su viaje en Estambul?

Monsieur Poirot asintió.

—No viaja mucha gente, ¿verdad? —preguntó.

—No, señor. Tengo solamente otros dos viajeros…, ambos ingleses. Un coronel de la India y una joven inglesa de Bagdad. ¿El señor necesita algo?

El señor pidió una botella pequeña de Perrier.

Las cinco de la mañana es una hora horrorosamente intempestiva para subir a un tren. Faltaban todavía dos horas para el amanecer. Consciente de ello y complacido por una delicada misión satisfactoriamente cumplida, monsieur Poirot se arrebujó en un rincón y se quedó dormido.

Cuando se despertó eran las nueve y media y se apresuró a dirigirse al coche comedor en busca de café caliente.

Había allí solamente un viajero en aquel momento, evidentemente la joven inglesa a que se había referido el encargado. Era alta, delgada y morena; quizá de unos veintiocho años de edad. Se adivinaba una especie de fría suficiencia en la manera con que tomaba el desayuno, y el modo que tuvo de llamar al camarero para que le sirviese más café revelaba conocimiento del mundo y de los viajes. Llevaba un traje oscuro de tela muy fina, particularmente apropiada para la caldeada atmósfera del tren.

Monsieur Hércules Poirot, que no tenía nada mejor que hacer, se entretuvo en observarla sin aparentarlo.

Era, opinó, una de esas jóvenes que saben cuidarse de sí mismas dondequiera que estén. Había prestancia en sus facciones y delicada palidez en su piel. Le agradaron también sus ondulados cabellos de un negro brillante, y sus ojos serenos, impersonales y grises. Pero era, decidió, un poco demasiado presuntuosa para ser una jolie femme

Al poco rato entró otra persona en el restaurante. Era un hombre bastante alto, entre los cuarenta y los cincuenta años, delgado, moreno, con el cabello ligeramente gris en las sienes.

«El coronel de la India», se dijo Poirot.

El recién llegado saludó a la joven con una ligera inclinación.

—Buenos días, miss Debenham…

—Buenos días, coronel Arbuthnot.

El coronel estaba en pie, con una mano apoyada en la silla frente a la joven.

—¿Algún inconveniente? —preguntó.

—¡Oh, no! Siéntese.

—Bien, usted ya sabe que el desayuno es una comida que no siempre se presta a la charla.

—Por supuesto, coronel. No se preocupe.

El coronel se sentó.

Boy! —llamó de modo perentorio.

Acudió el camarero y le pidió huevos y café.

Sus ojos descansaron un momento sobre Hércules Poirot, pero siguieron adelante, indiferentes. Poirot comprendió que acababa de decirse: «Es un maldito extranjero».

Teniendo en cuenta su nacionalidad, no eran muy locuaces los dos ingleses. Cambiaron unas breves observaciones y, de pronto, la joven se levantó y regresó tranquilamente a su compartimento.

A la hora del almuerzo ambos volvieron a compartir la misma mesa y otra vez los dos ignoraron por completo al tercer viajero. Su conversación fue más animada que durante el desayuno. El coronel Arbuthnot habló del Punjab y dirigió a la joven unas cuantas preguntas acerca de Bagdad, donde al parecer ella había estado desempeñando un puesto de institutriz. En el curso de la conversación ambos descubrieron algunas amistades comunes, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer la charla más íntima y animada. El coronel preguntó después a la joven si se dirigía directamente a Inglaterra o si pensaba detenerse en Estambul.

—No, haré el viaje directamente —contestó ella.

—¿No es una verdadera lástima?

—Hice este camino hace dos años y entonces pasé tres días en Estambul.

—Entonces tengo motivos para alegrarme, porque yo también haré directamente el viaje.

El coronel hizo una especie de desmañada reverencia enrojeciendo ligeramente.

«Es sensible nuestro coronel —pensó Hércules Poirot con cierto regocijo—. ¡Los viajes en tren son tan peligrosos como los viajes por mar!»

Miss Debenham dijo sencillamente que era una agradable casualidad. Sus palabras fueron ligeramente frías.

Hércules Poirot observó que el coronel la acompañó hasta su compartimento. Más tarde pasaron por el magnífico escenario del Taurus. Mientras contemplaban las Puertas de Cilicia, de pie en el pasillo uno al lado del otro, la joven lanzó un suspiro. Poirot estaba cerca de ellos y la oyó murmurar:

—¡Es tan bello…! Desearía…

—¿Qué?

—Poder disfrutar más tiempo de este magnífico espectáculo.

Arbuthnot no contestó. La enérgica línea de su mandíbula pareció un poco más rígida y severa.

—Yo, por el contrario, desearía verla ya fuera de aquí —murmuró.

—Cállese, por favor. Cállese.

—¡Oh!, está bien —el coronel disparó una rápida mirada en dirección a Poirot. Luego prosiguió—. No me agrada la idea de que sea usted una institutriz… a merced de los caprichos de las tiránicas madres y de sus fastidiosos chiquillos.

Ella se echó a reír con cierto nerviosismo.

—¡Oh!, no debe usted pensar eso. El martirio de las institutrices es un mito demasiado explotado. Puedo asegurarle que son los padres los que temen a las institutrices.

No hablaron más. Arbuthnot se sentía quizás avergonzado de su arrebato.

«Ha sido una pequeña comedia algo extraña la que he presenciado aquí», se dijo Poirot, pensativo.

Más tarde tendría que recordar aquella idea.

Llegaron a Konya aquella noche hacia las once y media. Los dos viajeros ingleses bajaron a estirar las piernas, paseando arriba y abajo por el nevado andén.

Monsieur Poirot se contentó con observar la febril actividad de la estación a través de una ventanilla. Pasados unos diez minutos decidió, no obstante, que un poco de aire puro no le vendría mal. Hizo cuidadosos preparativos, se envolvió en varios abrigos y bufandas y se calzó unos chanclos. Así ataviado, descendió cautelosamente al andén y se puso a pasear. En su paseo llegó hasta más allá de la locomotora.