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Fueron las voces las que le dieron la clave de las dos borrosas figuras paradas a la sombra de un vagón de mercancías. Arbuthnot estaba hablando.

—Mary…

La joven le interrumpió.

—Ahora no. Ahora no. Cuando termine todo. Cuando lo dejemos atrás…, entonces.

Monsieur Poirot se alejó discretamente. Se sentía intrigado. Le había costado trabajo reconocer la fría voz de miss Debenham.

«Es curioso», se dijo.

Al día siguiente se preguntó si habrían reñido. Se hablaron muy poco. La muchacha parecía intranquila. Tenía ojeras.

Eran las dos y media de la tarde cuando el tren se detuvo. Se asomaron unas cabezas a las ventanillas. Un pequeño grupo de hombres, situado junto a la vía, señalaba hacia algo, bajo el coche comedor.

Poirot se inclinó hacia fuera y habló al encargado del coche cama, que pasaba apresuradamente ante la ventanilla. El hombre contestó y Poirot retiró la cabeza y, al volverse, casi tropezó con Mary Debenham, que estaba detrás de él.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella en francés—. ¿Por qué nos hemos detenido?

—No es nada, señorita. Algo se ha prendido fuego bajo el coche comedor. Nada grave. Ya lo han apagado. Están ahora reparando los pequeños desperfectos. No hay peligro, tranquilícese.

Ella hizo un gesto brusco, como si desechase la idea del peligro como algo completamente insignificante.

—Sí, sí, comprendo. ¡Pero el horario…!

—¿El horario?

—Sí, esto nos retrasará.

—Es posible… —convino Poirot.

—¡No podremos ganar el retraso! Este tren tiene que llegar a las seis cincuenta y cinco para poder cruzar el Bósforo y coger a las nueve el Simplon Orient Express. Si llevamos una o dos horas de retraso, desde luego perderemos la conexión.

—Es posible, sí —volvió a convenir Poirot.

La miró con curiosidad. La mano que se agarraba a la barra de la ventanilla no estaba del todo tranquila, sus labios temblaban también.

—¿Le interesa a usted mucho, señorita? —preguntó.

—¡Oh, sí! Tengo que coger ese tren.

Se separó de él y se alejó por el pasillo para reunirse con el coronel.

Su ansiedad, no obstante, fue infundada. Diez minutos después el tren volvía a ponerse en marcha. Llegó a Hapdapassar sólo con cinco minutos de retraso, pues recuperó en el trayecto el tiempo perdido.

El Bósforo estaba bastante agitado y a monsieur Poirot no le agradó la travesía. En el barco estuvo separado de sus acompañantes de viaje y no los volvió a ver.

Al llegar al puente de Galata se dirigió directamente al hotel Tokatlian.

2

EL HOTEL TOKATLIAN

EN el Tokatlian, Hércules Poirot pidió una habitación con baño. Luego se aproximó al mostrador del conserje y preguntó si había llegado alguna correspondencia para él.

Había tres cartas y un telegrama esperándole. Sus cejas se elevaron alegremente a la vista del telegrama. Era algo inesperado.

Lo abrió con su acostumbrado cuidado, sin apresuramientos. Las letras impresas se destacaron claramente.

Acontecimiento que usted predijo en el caso Kassner se ha presentado inesperadamente. Sírvase regresar enseguida.

—Sí que es una complicación —murmuró Poirot, consultando su reloj—. Tendré que reanudar el viaje esta noche —añadió, dirigiéndose al conserje—. ¿A qué hora sale el Simplon Orient?

—A las nueve, señor.

—¿Puede usted conseguirme una litera?

—Seguramente, señor. No hay dificultad en esta época del año. Todos los trenes van casi vacíos. ¿Primera o segunda clase?

—Primera.

Très bien, monsieur. ¿Para dónde?

—Para Londres.

—Bien, monsieur. Le tomaré un billete para Londres y le reservaré una cama en el coche Estambul-Calais.

Poirot volvió a consultar su reloj. Eran las ocho menos diez minutos.

—¿Tengo tiempo de comer?

—Seguramente, señor.

Poirot anuló la reserva de su habitación y cruzó el vestíbulo para dirigirse al restaurante.

Al pedir el menú al camarero, una mano se posó sobre su hombro.

—¡Ah, mon vieux, qué placer tan inesperado! —dijo una voz a su espalda.

El que hablaba era un individuo bajo, grueso, con el pelo cortado a cepillo. Le sonreía extasiado. Poirot se puso apresuradamente en pie.

—¡Monsieur Bouc!

—¡Monsieur Poirot!

Monsieur Bouc era un belga, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits, y su amistad con el que fuera astro de las Fuerzas de Policía Belga databa de muchos años atrás.

—Le encuentro a usted muy lejos de casa, mon cher —dijo monsieur Bouc.

—Un pequeño asunto en Siria.

—¡Ah! ¿Y cuándo regresa usted?

—Esta noche.

—¡Espléndido! Yo también. Es decir, voy hasta Lausana, donde tengo unos asuntos. Supongo que viajará usted en el Simplon Orient.

—Sí. Acabo de mandar reservar una litera. Mi intención era quedarme aquí algunos días, pero he recibido un telegrama que me llama a Inglaterra para un asunto importante.

—¡Ah! —suspiró monsieur Bouc—. Les affaires…, les affaires! ¡Pero usted…, usted está ahora en la cumbre, mon vieux!

—Quizás he tenido algunos pequeños éxitos.

Hércules Poirot trató de aparentar modestia, pero fracasó rotundamente.

Bouc se echó a reír.

—Nos veremos más tarde —dijo.

Poirot se dedicó a la ímproba tarea de mantener los bigotes fuera de la sopa.

Ejecutada aquella difícil operación, miró a su alrededor mientras esperaba el segundo plato. Había solamente media docena de personas en el restaurante y, de la media docena, sólo dos personas interesaban al detective Hércules Poirot.

Estas dos personas estaban sentadas a una mesa no muy lejana. El más joven era un caballero de unos treinta años, de aspecto simpático, claramente un norteamericano. Fue, sin embargo, su compañero quien más atrajo la atención del detective.

Era un hombre entre sesenta y setenta años. A primera vista, tenía el bondadoso aspecto de un filántropo. Su cabeza, ligeramente calva, su despejada frente, la sonriente boca que dejaba ver la blancura de unos dientes postizos, todo parecía hablar de una bondadosa personalidad. Sólo los ojos contradecían esta impresión. Eran pequeños, hundidos y astutos. Y no solamente eso. Cuando el individuo, al hacer cierta observación a su compañero, miró hacia el otro lado del comedor, su mirada se detuvo sobre Poirot un momento, y durante aquel segundo sus ojos mostraron una extraña malevolencia, una viva expresión de maldad.

El individuo se levantó.

—Pague la cuenta, Héctor —dijo a su joven compañero.

Su voz era desagradable y ásperamente autoritaria.

Cuando Poirot se reunió con su amigo en el escritorio, los dos hombres se disponían a abandonar el hotel. Los mozos bajaban su equipaje. El caballero más joven vigilaba la operación. Una vez terminada ésta, abrió la puerta de cristales y dijo:

—Ya está todo listo, míster Ratchett.

El individuo de más edad rezongó unas palabras y atravesó la puerta.

Eh bien! —dijo Poirot—. ¿Qué opina usted de esos dos personajes?

—Son norteamericanos —dijo monsieur Bouc.

—Ya me lo suponía. Pregunto qué opina usted de sus personalidades.

—El joven parecía muy simpático.

—¿Y el otro?

—Si he de decirle la verdad, amigo mío, no me gustó. Me produjo una impresión en grado sumo desagradable. ¿Y a usted?