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—¿Me hace usted el favor de una cerilla? —dijo. Su voz era suave, ligeramente nasal—. Mi nombre es Ratchett.

Poirot se inclinó ligeramente. Luego deslizó una mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas, que entregó al otro. Éste la cogió, pero no encendió ninguna.

—Creo —prosiguió— que tengo el placer de hablar con monsieur Hércules Poirot. ¿Es así?

Poirot volvió a inclinarse.

—Ha sido usted correctamente informado, señor.

El detective se dio cuenta de que los extraños ojillos de su interlocutor le miraban inquisitivamente.

—En mi país —dijo— entramos en materia rápidamente, monsieur Poirot: quiero que se ocupe usted de un trabajo para mí.

Las cejas de monsieur Poirot se elevaron ligeramente.

—Mi clientela, señor, es muy limitada. Me ocupo de muy pocos casos.

—Eso me han dicho, monsieur Poirot. Pero en este asunto hay mucho dinero —repitió la frase con su voz dulce y persuasiva—. Mucho dinero.

Hércules Poirot guardó silencio por un minuto.

—¿Qué es lo que desea usted que haga, míster… Míster Ratchett? —preguntó al fin.

—Monsieur Poirot, soy un hombre rico…, muy rico. Los hombres de mi posición tienen muchos enemigos. Yo tengo uno.

—¿Sólo uno?

—¿Qué quiere usted decir con esa pregunta? —replicó vivamente míster Ratchett.

—Señor, según mi experiencia, cuando un hombre está en situación de tener enemigos, como usted dice, el asunto no se reduce a uno solo.

Ratchett pareció tranquilizarse con la respuesta de Hércules Poirot.

—Comparto su punto de vista —dijo rápidamente—. Enemigo o enemigos… no importa. Lo importante es mi seguridad.

—¿Su seguridad?

—Mi vida está amenazada, monsieur Poirot. Pero soy un hombre que sabe cuidar de sí mismo —su mano sacó del bolsillo de la americana una pequeña pistola automática que mostró por un momento—. No soy hombre a quien pueda cogerse desprevenido. Pero nunca está de más redoblar las precauciones. He pensado que usted es el hombre que necesito, monsieur Poirot. Y recuerde que hay mucho dinero…, mucho dinero.

Poirot le miró pensativo durante unos minutos. Su rostro era completamente inexpresivo. El otro no pudo adivinar qué pensamientos cruzaban su mente.

—Lo siento, señor —dijo al fin—. No puedo servirle.

El otro le miró fijamente.

—Diga usted su cifra, entonces.

—No me comprende usted, señor. He sido muy afortunado en mi profesión. Tengo suficiente dinero para satisfacer mis necesidades y mis caprichos. Ahora sólo acepto los casos… que me interesan.

—¿Le tentarían a usted veinte mil dólares? —dijo Ratchett.

—No.

—Si lo dice usted para poder conseguir más, le advierto que pierde el tiempo. Sé lo que valen las cosas.

—Yo también, míster Ratchett.

—¿Qué encuentra usted de mal en mi proposición?

Poirot se puso de pie.

—Si me perdona usted, le diré que no me gusta su cara, míster Ratchett.

Y acto seguido abandonó el coche comedor.

4

UN GRITO EN LA NOCHE

EL Simplon Orient Express llegó a Belgrado a las nueve menos cuarto de aquella noche. Y como no debía reanudar el viaje hasta las nueve y cuarto, Poirot bajó al andén. No permaneció en él, sin embargo, mucho tiempo. El frío era intensísimo, y aunque el andén estaba cubierto, caía en el mucha nieve. Volvió, pues, a su compartimento. El encargado, que había bajado también y se palmoteaba furiosamente para entrar en calor, se dirigió a él.

—Señor, su equipaje ha sido trasladado al compartimento número uno, al de monsieur Bouc.

—¿Pero dónde está monsieur Bouc?

—Se ha acomodado en el coche de Atenas que acaban de enganchar.

Poirot fue en busca de su amigo. Monsieur Bouc rechazó sus protestas.

—No tiene importancia. No tiene importancia. Es más conveniente así. Como usted va a Inglaterra, es mejor que continúe en el mismo coche hasta Calais. Yo estoy muy bien aquí. En este coche vamos solamente un doctor griego y yo. ¡Ah, amigo, qué noche! Dicen que no ha caído tanta nieve en muchos años. Esperemos que no nos detenga. Si he de decirle la verdad, no estoy muy tranquilo.

El tren abandonó la estación a las nueve y cuarto en punto, y poco después Poirot se puso en pie, dio las buenas noches a su amigo y avanzó por el pasillo en dirección a su coche, que se hallaba a continuación del coche comedor.

Durante aquel segundo día de viaje había ido rompiéndose el hielo entre los viajeros. El coronel Arbuthnot estaba en la puerta de su compartimento hablando con MacQueen.

MacQueen interrumpió algo que estaba diciendo al ver a Poirot. Pareció muy sorprendido.

—¡Cómo! —exclamó—. Creí que nos había usted dejado. Dijo que bajaría en Belgrado.

—No me comprendió usted bien —replicó Poirot—. Recuerdo ahora que el tren salió de Estambul cuando estábamos hablando del asunto.

—Pero su equipaje ha desaparecido.

—Lo han trasladado a otro compartimento. Eso es todo.

—¡Ah, ya!

Reanudó su conversación con Arbuthnot, y Poirot siguió adelante.

Dos puertas antes de su compartimento encontró a la anciana americana, mistress Hubbard, hablando con la dama de rostro ovejuno, que era una sueca. Mistress Hubbard parecía muy interesada en que la otra aceptase una revista ilustrada.

—Llévesela, querida —decía—. Tengo otras muchas cosas para leer. ¿No es espantoso el frío que hace?

La dama sonrió amistosamente al pasar Poirot.

—Es usted muy amable —dijo la sueca.

—No se hable más de ello. Que descanse usted bien y que mañana se sienta mejor de su dolor de cabeza.

—No es más que frío. Ahora me haré una taza de té.

—¿Tiene usted una aspirina? ¿Está usted segura? Dispongo de bastantes. Bien, buenas noches, querida.

Cuando se alejó la otra mujer, se dirigió a Poirot con ganas de entablar conversación.

—¡Pobre criatura! Es sueca. Por lo que tengo entendido es una especie de misionera, una maestra. Es muy simpática, pero habla poco inglés. Le interesó muchísimo lo que le conté de mi hija.

Poirot sabía ya todo lo referente a la hija de mistress Hubbard. ¡Todos los viajeros que hablaban inglés lo sabían! Que ella y su marido pertenecían al personal de un gran colegio americano en Esmirna; que aquél era el primer viaje de mistress Hubbard a Oriente, y lo que ella opinaba de los turcos y del estado de sus carreteras…

La puerta inmediata se abrió y apareció la pálida y delgada figura del criado de míster Ratchett. Poirot vio un instante al caballero norteamericano, sentado en la litera. Él también vio a Poirot y su rostro palideció de ira. Luego la puerta volvió a cerrarse.

Mistress Hubbard llevó a Poirot un poco a un lado.

—Me asusta ese hombre —murmuró—. ¡Oh, no me refiero al criado, sino al otro…, al amo! Hay algo siniestro en él. Mi hija dice siempre que soy muy intuitiva. «Cuando mamá tiene una corazonada, siempre tiene razón», me dice a cada paso. Y ese hombre me da mala espina. Duerme en el compartimento inmediato al mío y no me gusta. Anoche atranqué la puerta de comunicación. Me pareció oírle que andaba por el pasillo. No me sorprendería que resultase un asesino… uno de esos ladrones de trenes de que hablan tanto los periódicos. Sé que es una tontería, pero no hay quien me lo quite de la cabeza. No puedo remediarlo. ¡Me da miedo ese hombre! Mi hija dijo que tendría un viaje feliz, pero no me siento muy tranquila. Verá usted cómo ocurre algo. No sé cómo ese joven tan amable puede ser su secretario.

El coronel Arbuthnot y MacQueen avanzaban hacia ellos por el pasillo.

—Entre en mi cabina —iba diciendo MacQueen—. Todavía no la han preparado para pasar la noche. Me interesa lo que me estaba diciendo usted sobre su política en la India…