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Los dos hombres pasaron y siguieron por el pasillo hasta el compartimento de MacQueen.

Mistress Hubbard se despidió de Poirot.

—Voy a acostarme y a leer un poco —dijo—. Buenas noches.

—Buenas noches, madame.

Poirot entró en su compartimento, que era el inmediato al de Ratchett. Se desnudó y se metió en la cama, leyó durante media hora y luego apagó la luz.

Se despertó sobresaltado unas horas más tarde. Sabía lo que le había despertado… Un largo gemido, casi un grito. Y en el mismo momento sonó un timbre insistente.

Poirot se incorporó en el lecho y encendió la luz. Observó que el tren estaba parado… presumiblemente en alguna estación.

Aquel grito vibraba todavía en su cerebro. Recordó que era Ratchett quien ocupaba el compartimento inmediato. Saltó de la cama y abrió la puerta en el preciso momento en que el encargado del coche cama avanzaba corriendo por el pasillo y llamaba a la puerta de Ratchett. Poirot mantuvo ligeramente abierta la puerta, observando. Sonó un timbre y se encendió la luz de una puerta más allá. El empleado miró en aquella dirección.

En el mismo momento salió una voz del compartimento de míster Ratchett.

—No es nada. Me he equivocado.

—Bien, señor.

El encargado se dirigió a llamar a la puerta donde se había encendido la luz.

Poirot volvió a la cama, ya más tranquilo, y apagó la lámpara. Antes consultó su reloj. Era la una menos veintitrés minutos.

5

EL CRIMEN

NO consiguió volverse a dormir inmediatamente. En primer lugar, echaba de menos el movimiento del tren. Era una estación curiosamente tranquila. Por contraste, los ruidos dentro del tren parecían desacostumbradamente altos. Oyó a Ratchett moverse en el compartimento inmediato; un ruido como si hubiese abierto el grifo del lavabo; luego el rumor del agua al correr y después otra vez el chasquido del grifo al cerrarse. Sonaron unos pasos en el pasillo, los apagados pasos de alguien que caminaba calzado con zapatillas.

Hércules Poirot siguió despierto, mirando al techo. ¿Por qué estaba tan silenciosa la estación? Sentía seca la garganta. Había olvidado pedir su acostumbrada botella de agua mineral. Consultó de nuevo su reloj. Era la una y cuarto. Llamaría al encargado y le pediría el agua mineral. Su dedo se alargó para pulsar el timbre, pero se detuvo al oír otro timbrazo. El encargado no podía atender todas las llamadas a la vez.

Riing… Riing… Riing…

Sonaba una y otra vez. ¿Dónde estaba el encargado? Alguien se impacientaba.

Riing…

Quien fuese no separaba su dedo del pulsador.

De pronto se oyeron los pasos apresurados del empleado. Llamó a una puerta no lejos de Poirot.

Llegaron hasta Poirot unas voces. La del encargado, amable, apologética; la de la mujer, insistente, voluble.

¡Mistress Hubbard!

Poirot sonrió para sí.

El altercado, si tal era, siguió durante algún tiempo. Sus proporciones correspondían en un noventa por ciento a mistress Hubbard y en un humilde diez por ciento al encargado. Finalmente, el asunto pareció arreglarse.

Bonne nuit, madame —oyó distintamente Poirot al cerrarse la puerta.

Apoyó entonces su dedo en el timbre.

El encargado llegó prontamente. Parecía excitado.

—Agua mineral, si hace el favor.

—Bien, monsieur.

Quizás un guiño de Poirot le invitó a la confidencia.

—La señora norteamericana…

—¿Qué?

El empleado se enjugó la frente.

—¡Imagínese lo que he tenido que discutir con ella! Insiste en que hay un hombre en su compartimento. Figúrese el señor. En un espacio tan reducido. ¿Dónde iba a esconderse? Hice presente a la señora que es imposible. Pero ella insiste. Dice que se despertó y que había un hombre por allí. «¿Y cómo —pregunté yo— iba a salir dejando la puerta con el pestillo echado?». Pero ella no quiso escuchar mis razones. Como si no tuviéramos ya bastante con qué preocuparnos. Esta nieve…

—¿Nieve?

—Claro, señor. ¿No se ha dado cuenta? El tren está detenido. Estamos en plena ventisca, y Dios sabe cuánto tiempo estaremos aquí. Recuerdo una vez que estuvimos detenidos siete días.

—¿En dónde estamos?

—Entre Vincovci y Brod.

Là, là —dijo Poirot, disgustado.

El hombre se retiró y volvió con el agua.

Bonsoir, monsieur.

Poirot bebió un vaso y se acomodó para dormir.

Iba quedándose dormido cuando algo le volvió a despertar. Esta vez fue como si un cuerpo pesado hubiese caído contra la puerta.

Se arrojó del lecho, la abrió y se asomó. Nada. Pero a su derecha una mujer envuelta en un quimono escarlata se alejaba por el pasillo. Al otro extremo, sentado en su pequeño asiento, el encargado trazaba cifras en unas largas hojas de papel. Todo estaba absolutamente tranquilo.

«Decididamente padezco de los nervios», se dijo Poirot, y volvió a la litera. Esta vez durmió hasta la mañana.

Cuando se despertó, el tren estaba todavía detenido. Levantó una cortinilla y miró al exterior. Grandes masas de nieve rodeaban el tren.

Miró su reloj y vio que eran más de las nueve.

A las diez menos cuarto, muy atildado, como siempre, se dirigió al coche comedor, donde le acogió un coro de voces.

Las barreras que al principio separaban a los viajeros se habían derrumbado por completo. Todos se sentían unidos por la común desgracia. Mistress Hubbard era la más ruidosa en sus lamentaciones.

—Mi hija me dijo que tendría un viaje feliz. «No tienes más que sentarte en el tren y él te llevará hasta París». Y ahora podemos estar aquí días y más días —se lamentaba—. Y mi buque zarpará pasado mañana. ¿Cómo voy a cogerlo ahora? Ni siquiera puedo telegrafiar para anular mi pasaje.

El italiano decía que tenía un asunto urgente en Milán. El norteamericano expresó su esperanza de que el tren saliese de su atasco y llegase todavía a tiempo.

—Mi hermana y sus hijos me esperan —dijo la sueca echándose a llorar—. ¿Qué pensarán? Creerán que me ha sucedido algo grave.

—¿Cuánto tiempo estaremos aquí? ¿Lo sabe alguien? —preguntó Mary Debenham.

Su voz tenía un tono de impaciencia, pero Poirot observó que no daba muestras de aquella ansiedad casi febril que había mostrado durante el trayecto en el Taurus Express.

Mistress Hubbard volvió a dejar oír su voz.

—En este tren nadie sabe nada. Y nadie trata de hacer algo. Somos una manada de inútiles extranjeros. Si estuviésemos en mi país no faltaría alguien que tratase de poner remedio.

Arbuthnot se dirigió a Poirot y le habló en francés.

—Usted, según creo, es un director de la línea. Usted podrá decirnos…

—No, no —contestó Poirot en inglés, sonriendo—. No soy yo. Usted me confunde con mi amigo.

—¡Oh, perdone!

—No es nada. Es muy natural. Estoy ahora en el compartimento que él ocupaba antes.

Monsieur Bouc no estaba presente en el coche comedor. Poirot miró a su alrededor para ver quién más estaba ausente.

Faltaba la princesa Dragomiroff y la pareja húngara. También Ratchett, su criado y la doncella alemana.

La dama sueca se enjugó los ojos.

—Estoy loca —dijo—. Hago mal en llorar. ¡Que suceda lo que Dios quiera!

Este espíritu cristiano, no obstante, estuvo lejos de ser compartido por los demás.

—Eso está muy bien —dijo MacQueen—. Pero podemos estar aquí detenidos algunos días.

—¿Sabe alguien, al menos, en qué país estamos? —preguntó, llorosa, mistress Hubbard.

Y al contestarle que en Yugoslavia, añadió:

—¡Oh, uno de esos rincones de los Balcanes! ¿Qué podemos esperar?

—Usted es la única que tiene paciencia, mademoiselle —dijo Poirot, dirigiéndose a miss Debenham.