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—Yo tengo, quizás, algo con que contribuir a esa colección de detalles —dijo Poirot—. Míster Ratchett me habló ayer y me dijo, si no le comprendí mal, que su vida peligraba.

—Entonces el agresor no fue una mujer. Sería un gángster o un pistolero, ya que la víctima es un norteamericano —opinó monsieur Bouc.

—De ser así —dijo Poirot—, sería un gángster aficionado.

—Hay en el tren un norteamericano muy sospechoso —añadió monsieur Bouc insistiendo en su idea—. Tiene un aspecto terrible y viste estrafalariamente. Mastica chicle sin cesar, lo que creo que no es de muy buen tono. ¿Sabe a quién me refiero?

El encargado del coche cama hizo un gesto afirmativo.

Oui, monsieur, al número dieciséis. Pero no pudo ser él. Le habría visto yo entrar o salir del compartimento.

—Quizá no. Pero ya aclararemos eso después. Se trata ahora de determinar lo que debemos hacer —añadió, mirando a Poirot.

Poirot le miró a su vez fijamente.

—Vamos, amigo mío —siguió monsieur Bouc—. Adivinará usted lo que voy a pedirle. Conozco sus facultades. ¡Encárguese de esta investigación! No se niegue. Comprenda que para nosotros esto es muy serio. Hablo en nombre de la Compagnie Internationale des Wagons Lits. ¡Será hermoso presentar el caso resuelto cuando llegue la policía yugoslava! ¡De otro modo, tendremos retrasos, molestias, un millón de inconvenientes! En cambio si usted aclara el misterio, podremos decir con exactitud: «Ha ocurrido un asesinato…, ¡éste es el criminal!».

—Suponga usted que no lo aclaro.

Ah, mon cher! —la voz de monsieur Bouc se hizo francamente acariciadora—. Conozco su reputación. He oído algo de sus métodos. Éste es un caso ideal para usted. Examinar los antecedentes de toda esta gente, descubrir su bona fide…, todo eso exige tiempo e innumerables molestias. Y a mí me han informado que le han oído a usted decir con frecuencia que para resolver un caso no hay más que recostarse en un sillón y pensar. Hágalo así. Interrogue a los viajeros del tren, examine el cadáver, examine las huellas que haya y luego…, bueno, ¡tengo fe en usted! Recuéstese y piense…, utilice (como sé que dice usted) las células grises de su cerebro… ¡y todo quedará aclarado!

Se inclinó hacia delante, mirando de modo afectuoso a su amigo.

—Su fe me conmueve, amigo mío —dijo Poirot, emocionado—. Como usted dice, éste no puede ser un caso difícil. Yo mismo…, anoche, pero no hablemos de esto ahora. No puedo negar que este problema me intriga. No hace unos minutos estaba pensando que nos esperaban muchas horas de aburrimiento, mientras estemos detenidos aquí. Y de repente… Me cae un intrincado problema entre manos.

—¿Acepta usted, entonces? —preguntó monsieur Bouc con ansiedad.

C’est entendu. El asunto corre de mi cuenta.

—Muy bien. Todos estamos a su disposición.

—Para empezar, me gustaría tener un plano del coche Estambul-Calais, con una lista de los viajeros que ocupan los diversos compartimentos, y también me gustaría examinar sus pasaportes y billetes.

—Michel le proporcionará a usted todo eso.

El conductor del coche cama abandonó el compartimento.

—¿Qué otros viajeros hay en el tren? —preguntó Poirot.

—En este coche el doctor Constantine y yo somos los únicos viajeros. En el coche de Bucarest hay un anciano caballero con una pierna inútil. Es muy conocido del encargado. Además, tenemos los coches ordinarios, pero éstos no nos interesan, ya que quedaron cerrados después de servirse la cena de anoche. Delante del coche Estambul-Calais no hay más que el coche comedor.

—Parece, entonces —dijo lentamente Poirot—, que debemos buscar a nuestro asesino en el coche Estambul-Calais. ¿No es eso lo que insinuaba usted? —preguntó dirigiéndose al doctor.

El griego asintió.

—Media hora después de la medianoche tropezamos con la tormenta de nieve. Nadie pudo abandonar el tren desde entonces.

—El asesino continúa, pues, entre nosotros —dijo monsieur Bouc solemnemente.

6

¿UNA MUJER?

ANTES de nada —dijo Poirot— me gustaría hablar unas palabras con el joven míster MacQueen. Puede darnos informes valiosísimos.

—Ciertamente —dijo monsieur Bouc.

Se dirigió al jefe de tren.

—Diga a míster MacQueen que tenga la bondad de venir.

El jefe de tren abandonó el compartimento.

El encargado regresó con un puñado de pasaportes y billetes. Monsieur Bouc se hizo cargo de ellos.

—Gracias, Michel. Vuelva a su puesto. Más tarde le tomaremos declaración.

—Muy bien, señor.

Michel abandonó el vagón a su vez.

—Después de que hayamos visto al joven MacQueen —dijo Poirot—, quizás el señor doctor tendrá la bondad de ir conmigo al compartimento del hombre muerto.

—Ciertamente. Estoy a su disposición.

—Y después que hayamos terminado allí…

En aquel momento regresó el jefe de tren, acompañado de Héctor MacQueen.

Monsieur Bouc se puso de pie.

—Estamos un poco apretados aquí —dijo amablemente—. Ocupe mi asiento, míster MacQueen. Monsieur Poirot se sentará frente a usted… ahí.

Se volvió al jefe de tren.

—Haga salir a toda la gente del coche comedor —dijo— y déjelo libre para monsieur Poirot. ¿Celebrará usted sus entrevistas allí, mon cher?

—Sí, sería lo más conveniente —contestó Poirot.

MacQueen paseaba su mirada de uno a otro, sin comprender del todo su rápido francés.

Qu’est-ce qu’il y a? —empezó a decir trabajosamente—. Pourquoi…?

Poirot le indicó con enérgico gesto que se sentase en el rincón. MacQueen obedeció y empezó a decir una vez más, intranquilo:

Pourquoi…? —de pronto rompió a hablar en su propio idioma—. ¿Qué pasa en el tren? ¿Ha ocurrido algo?

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—Exactamente. Ha ocurrido algo. Prepárese a recibir una gran emoción. Su jefe, míster Ratchett, ha muerto.

La boca de MacQueen emitió un silbido. A excepción de que sus ojos brillaron un poco más, no dio la menor muestra de emoción o disgusto.

—Al fin acabaron con él —se limitó a decir.

—¿Qué quiere usted decir exactamente con esa frase, míster MacQueen?

Éste titubeó.

—¿Supone usted —insistió Poirot— que míster Ratchett fue asesinado?

—¿No lo fue? —esta vez MacQueen mostró sorpresa—. Cierto —dijo lentamente—. Eso es precisamente lo que creía. ¿Es que murió de muerte natural?

—No, no —dijo Poirot—. Su suposición es acertada. Míster Ratchett fue asesinado. Apuñalado. Pero me agradaría saber sinceramente por qué estaba usted tan seguro de que fue asesinado.

MacQueen titubeó de nuevo.

—Hablemos claro —dijo—. ¿Quién es usted? ¿Y qué pretende?

—Represento a la Compagnie Internationale des Wagons Lits —hizo una pausa y añadió—. Soy detective. Me llamo Hércules Poirot.

Si esperaba producir efecto, no causó ninguno. MacQueen dijo meramente:

—¿Ah, sí? —y esperó a que prosiguiese.

—Quizá conozca usted el nombre.

—Parece que me suena… Sólo que siempre creí que era el de un modisto.

Hércules Poirot le miró con disgusto.

—¡Es increíble! —murmuró.

—¿Qué es increíble?

—Nada. Sigamos con nuestro asunto. Necesito que me diga usted todo lo que sepa del muerto. ¿Estaba usted emparentado con él?

—No. Soy… era… su secretario.

—¿Cuánto tiempo hace que ocupa usted ese puesto?

—Poco más de un año.

—Tenga la bondad de darme todos los detalles que pueda.

—Conocí a míster Ratchett hará poco más de un año, estando en Persia.