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La señora Leidner suspiró y le dirigió una cansada mirada que no pareció afectar al joven en lo más mínimo. Ni tampoco el hecho de que la señora Mercado, a quien dirigía la mayor parte de su charla, estuviera tan ocupada mirándome que a duras penas le contestara.

Estábamos terminando el té cuando entraron el doctor Leidner y el señor Mercado.

El primero me saludó con su habitual cortesía. Vi cómo sus ojos se dirigían rápidamente hacia su esposa y después pareció aliviado por lo que en ella distinguió.

Tomó asiento al otro lado de la mesa, mientras el señor Mercado lo hacía junto a la señora Leidner. Era éste un hombre alto, delgado y de aspecto melancólico. Mucho más viejo que su esposa. De tez cetrina, llevaba una barba extraña, lacia y sin forma alguna. Me alegré de que hubiera llegado, pues su mujer dejó de mirarme y su atención se centró en él. Lo vigilaba con una especie de anhelo impaciente que encontré bastante raro. El hombre revolvió con la cucharilla su taza de té. Parecía abstraído. Tenía en el plato un trozo de tarta que no probó.

Todavía quedaba vacante uno de los sitios alrededor de la mesa. Al poco rato se abrió la puerta y entró otro hombre.

Desde el momento en que vi a Richard Carey opiné que era uno de los hombres más apuestos con que me había topado desde hacía mucho tiempo, y aun me atrevo a decir que jamás vi otro como él. Decir que un hombre es guapo y al propio tiempo que su cabeza parece una calavera parecer una contradicción y, sin embargo, en aquel caso era verdad. Su cara producía el efecto de tener la piel sencillamente aplicada sobre los huesos, aunque éstos tenían un modelado perfecto. Las vigorosas líneas de la mandíbula, sienes y frente estaban tan fuertemente trazadas que me recordaban las de una estatua de bronce. Y en aquella cara flaca y morena refulgían los más brillantes y azules ojos que nunca vi. Medía unos seis pies de estatura y, según calculé, tendría poco menos de cuarenta años.

—Enfermera, éste es el señor Carey, nuestro arquitecto —dijo el doctor Leidner.

El recién llegado murmuró algo con voz agradable, apenas audible, y tomó asiento al lado de la señora Mercado.

—Me parece que el té está un poco frío —dijo la señora Leidner.

—No se moleste, señora Leidner —contestó él—. La culpa es mía por haber llegado tarde. Quería acabar el plano de esas paredes.

—¿Mermelada, señor Carey? —preguntó la señora Mercado.

El señor Reiter le acercó las tostadas.

Y entonces me acordé de lo que dijo el mayor Pennyman. “Lo explicaré mejor diciendo que se pasaban la mantequilla de unos a otros con demasiada cortesía”.

Sí; había algo extraño en todo aquello...

Demasiada ceremonia...

Hubiérase dicho que era una reunión de personas que no se conocían; pero no de gentes que, en algunos casos, se trataban desde hacía muchos años.

Capítulo VI

La primera velada

Después del té la señora Leidner me acompañó a mi habitación.

Tal vez ser preferible que describa ahora brevemente la situación de las habitaciones que constituían la casa.

Era muy sencilla su distribución, como puede verse en el plano de la página 7.

A ambos lados del porche se abrían las puertas que conducían a las dos piezas principales. La de la derecha correspondía al comedor, donde habíamos tomado el té.

La otra daba acceso a una pieza exactamente igual que la primera. En el plano la denomino sala de estar, y se utilizaba como centro de reunión y para hacer ciertos trabajos caseros, tales como dibujos, siempre que no fueran de arquitectura. Allí se llevaban los más delicados ejemplares de cerámica para ser reconstruidos pieza por pieza. Desde la sala de estar se pasaba al almacén, donde se guardaban todos los objetos que se iban desenterrando en las excavaciones. Estaban dispuestos en estanterías y casilleros, así como había algunos esparcidos sobre mesas y bancos. Del almacén no se podía salir más que a través de la sala de estar. Más hacia el este se hallaba el dormitorio de la señora Leidner, al que se entraba por una puerta que daba al patio. Ésta, como las demás piezas de aquel lado de la casa, tenía un par de ventanas enrejadas que daban al campo. En un rincón sudeste del patio, junto a la habitación de la señora Leidner, pero sin que tuviera puerta de comunicación con ella, estaba la de su marido. Era la primera del lado este de la casa. Junto a dicho dormitorio venía el de la señorita Johnson y más allá los ocupados por el señor Mercado y su esposa. Luego se encontraba lo que allí denominaban cuarto de baño.

La primera vez que empleé este término ante el doctor Reilly se echó a reír y me dijo que un cuarto de baño tiene que serlo con todas sus consecuencias, o no puede tenérsele como tal. De todas formas, cuando uno está acostumbrado a los grifos y desagües, resulta extraño llamar cuartos de baño a un par de habitaciones con el suelo de tierra, en cada una de las cuales había una tina de cinc para baños de asiento que se llenaba con agua traída en latas de petróleo.

Todo aquel lado de la casa había sido añadido por el doctor Leidner al primitivo edificio árabe. Las habitaciones eran todas iguales; cada una tenía una ventana y una puerta que daban al patio interior. En la parte norte estaba el estudio fotográfico, el laboratorio y la sala de dibujo.

Partiendo del porche, la disposición de los cuartos en el lado oeste era muy parecida.

Del comedor se pasaba a la oficina, donde se llevaban los registros, se catalogaban las piezas y se hacía el trabajo de mecanografía. Correspondiendo a la posición que ocupaba el dormitorio de la señora Leidner, en este lado se hallaba el del padre Lavigny, a quien también se le había destinado una de las dos estancias más espaciosas con que contaba la casa. El padre Lavigny la utilizaba asimismo como estudio y realizaba allí la tarea de descifrar las inscripciones de las tablillas.

En el rincón sudoeste del patio estaba la escalera que conducía a la azotea. A continuación se hallaba la cocina y después cuatro dormitorios ocupados por los solteros: Carey, Emmott, Reiter y Coleman.

Luego, formando ángulo, se encontraba el estudio fotográfico, desde el que se pasaba a la cámara oscura donde se revelaban los clichés. Junto al estudio estaba el laboratorio y a continuación venía un gran portalón cubierto con un arco, por el que habíamos entrado aquella tarde. En la parte exterior, frente a la casa, estaban los dormitorios de los criados nativos; el cuerpo de guardia para los soldados y los establos para las caballerías con que se suministraba el agua a la expedición. La sala de dibujo estaba a la derecha del portalón y ocupaba el resto del ala norte.

He detallado por completo la distribución de la casa porque no quiero tener que volver sobre ello más adelante.

Como he dicho antes, la señora Leidner me acompañó para que viera el edificio y finalmente me instaló en mi habitación, deseando que me encontrara cómoda y tuviera todo lo que me hiciera falta.

El dormitorio estaba muy bien, aunque amueblado con sencillez: una cama, una cómoda, un lavabo y una silla.

—Los criados le traerán agua caliente antes de cada comida; y por la mañana, desde luego. Si la desea en cualquier otra ocasión salga al patio y dé dos palmadas. Cuando acuda uno de los sirvientes dígale: Jib maijar. ¿Lo recordará?

Le dije que así lo haría y repetí la frase como Dios me dio a entender.

—Está bien. No se azore y grite. Los árabes no entienden nada si se les habla bajo.

—Esto de los idiomas es una cosa divertida —comenté—. Parece mentira que haya tantos y tan diferentes.

La señora Leidner sonrió.

—Hay una iglesia en Palestina, en cuyas paredes está escrito el Padrenuestro en noventa idiomas diferentes.