Выбрать главу

Sintió que su nerviosismo aumentaba. Pasó de largo el lúgubre cuarto de baño y avanzó por el estrecho pasillo. Al final del mismo permanecía parcialmente abierta la puerta de lo que parecía ser un dormitorio. Buscó las llaves dentro del bolso de piel y situó los bordes de las mismas entre sus dedos a modo de arma, su primera lección de artes marciales.

Con cuidado, hizo cuña a la puerta para abrirla del todo y que no se cerrara. A la tenue luz vio una anciana tumbada de cualquier manera sobre la cama con las medias bajadas.

– Madame? Madame?

Encendió la luz. El ceniciento rostro de la mujer miraba sin ver al techo cubierto de telarañas. Aimeé echó a andar hacia la cama y se quedó paralizada. Alguien había grabado una esvástica en la frente de la mujer. Emitió un grito ahogado y se agarró con fuerza al cabezal de la cama porque le fallaban las piernas. El corazón le latía con fuerza. Tomó aire y se obligó a tocarle la mejilla. Suave y fría como el mármol…

Y si el asesino seguía allí?

Cogió el destornillador Phillips, parte del conjunto de herramientas en miniatura que llevaba en el bolso, y echó un vistazo a la habitación el busca del atacante. Pero el único habitante era un pez ángel de hinchada cabeza, cuyas burbujas plateadas se elevaban en la pecera sobre el viejo secreter. Sobre la única ventana del dormitorio habían clavado listones de madera que bloqueaban la luz, excepto un pequeño haz proveniente del tragaluz.

Dio unos pasos alrededor de la cama con cautela. Después de comprobar el armario y observar las bolas de polvo bajo el colchón hundido, se convenció que no existía ningún atacante que la acechara en la habitación. Se escuchaba el zumbido de una mosca volando cerca de los ojos que, sin pestañar, miraban fijamente al techo. La espantó con asco.

Con los sentidos alerta por si existiera un intruso, anduvo por el pasillo sin hacer ruido y examinando cada armario y cada habitación. Nada.

No se había encontrado frente a un homicidio desde que trabajaba con su padre. Su primer impulso fue salir corriendo del apartamento, llamar a los flics y devolverle el dinero a Hecht. Pero se obligó a regresar.

En el dormitorio inspeccionó el cadáver de la anciana con más cuidado. Profundamente y sin sangre, la esvástica se extendía desde sus cejas hasta los ralos cabellos grises del comienzo del cuero cabelludo y dejaba a la vista tejido óseo y carnoso. Enredada en la marca cubierta de sangre, que había dejado la cuerda sobre su cuello, colgaba una cadena de oro con letras hebreas.

Soltó un juramento y volvió a espantar a la insistente mosca que se había posado sobre la falda de lana de la mujer, recogida a la altura de las rodillas. Los tobillos hinchados sobresalían de los desaliñados zapatos. Aimeé se dio cuenta de los arañazos y los moratones en las pálidas piernas; las manos medio cerradas se extendían sobre un costado, como si hubiera muerto luchando.

“En las manos de Lili Stein”. Eso era lo que le había prometido a Soli Hecht. Eso ya no tenía ningún sentido, ya que la mujer estaba muerta. No era supersticiosa, pero…Se inclinó para observar detenidamente la mano de la mujer. En las palmas tenía astillas de madera clavadas a la ventana. Unas muletas yacían sin ninguna utilidad en el suelo. Tenía las uñas rotas y descascarilladas. Como un animal acorralado, había tratado de salvarse a arañazos.

Aimeé posó sus dedos, con cuidado, sobre la muñeca de venas azuladas. Sacó el sobre con la foto y lo posó en la fría mano de Lilli, la cual aún no estaba del todo rígida a pesar del rígor mortis.

En ese momento sintió que el asesino se acercaba a la fría y húmeda habitación. Le invadió una premonición. Fue consciente de la voz nasal del locutor de radio. En un mensaje pregrabado el día anterior para los sindicatos de Lili, Cazaux, el ministro francés de Comercio y posible candidato a primer ministro, había prometido estrictas cuotas para la inmigración. “¡Industria francesa, trabajadores franceses, productos franceses!”, despotricaba la familiar voz de Cazaux ante los vítores de la multitud.

Aimeé pensó que eso era justo lo que Francia necesitaba, más fascismo.

– Maman?- llegó la profunda voz de un hombre desde el pasillo.

Aimeé se puso en pie sobresaltada, con demasiada rapidez, y al hacerlo se chocó con el secreter del dormitorio. La pecera del pez ángel se bamboleó y ella se estiró para sujetarla. Fue entonces cuando vio el pedazo de foto bajo la pecera, apenas visible a través de la oscura gravilla. Tiró de ella para sacarla y suavemente alineó la fotografía encriptada junto a su trozo. Se correspondían. Aturdida, se dio cuenta de que estaban sosteniendo la esquina que le faltaba a su fotografía, por la que quizá esta mujer había sido asesinada.

– Maman, ça va?

Deslizó las fotografías dentro del sobre y lo metió dentro de la caña de su bolso de piel.

– No entre, monsieur- dijo con voz alta intentando mostrarse autoritaria.-Llame a la policía.

– Eh? Quién…?- Un hombre maduro, alto y delgado como una estaca, entro en la habitación. Encorvado, como si se disculpara por ocupar un espacio. Los rizos frontales largos, al estilo jasídico bajo un sombrero de fieltro con el ala levantada.

Ella le ostruía la visión

– Es Lili Stein su madre?

– Que ha ocurrido?-Se puso rígido-. ¿Está mamá enferma?- Miró por encima del hombro de Aimeé antes de que ella pudiera detenerlo-.No…-dijo moviendo la cabeza.

Se acercó al hombre en un intento de ayudarlo.

– ¿Quién es usted?.-En sus ojos había miedo.

– Yo trabajo con…-Se calló a tiempo, antes de mencionar a Hecht-…el Templo de E’manuel. Soy detective privado. Teníamos una cita.-Ella lo condujo a una hornacina de la que colgaban rollos de escrituras-.Siéntese.

Él la apartó a un lado.

– Cómo ha entrado aquí?-dijo abriendo los ojos aterrorizado.

– Monsieur Stein?-Se arrodilló hasta llegar a la altura de sus ojos, deseosa de que la mirara a los suyos…

Él asintió.

– Lo siento. La puerta estaba abierta. La he encontrado hace unos minutos.

Se derrumbó y sollozó. Ella sacó el teléfono móvil, pulsó el 15 del SAMU, servicio de emergencias, y dio la dirección. Entonces marcó el 17, el teléfono de la policía.

– Yiskaddashvýiskaddash shmey rabboh – comenzó a rezar la plegaria hebrea por los muertos. En ese momento se vino abajo. Ello le rodeó los delgados hombros con su brazo y se santiguó susurrando “Descanse en paz”

Para cuando el SAMU se detuvo en el patio con un chirriar de frenos, ya había desfilado una avalancha de la Brigada Criminal primero y de la Brigada Territorial después. Llegó entonces la policía del distrito número cuatro. Una figura rechoncha subió las escaleras jadeando, su bigote colgaba sobre la media sonrisa que mostraba su rostro. Aimeé pestaño sorprendida.

– ¡Inspector Morbier!

Llevaba varios años sin ver al viejo amigo de su padre. Desde el día de la explosión. Todo le vino a la mente como un torrente: el tufo de la cordita y el TNT, el silbido y el repiqueteo de la fría lluvia cayendo sobre el metal caliente, retorcido, la palma de su mano que se quemaba sobre la manija de la puerta de la furgoneta de vigilancia. Había visto cómo la fuerza de la explosión hacía volar por los aires a su padre hasta convertirse en una humeante masa informe.

– ¡Aimeé!- Rápidamente, Morbier se corrigió en presencia de los miembros de la Brigada-. Mademoiselle Leduc.

Había cambiado poco. Sus tirantes azules se tensaban sobre su amplia barriga. Con una cerilla encendió un Gauloise e inhaló profundamente. Ella casi pudo saborear el tabaco en el cargado ambiente del pasillo.

– ¿Fumando en la escena del crimen, Morbier?

– Se supone que soy yo el que hace las preguntas.-Sacudió la ceniza en la palma de su mano.

Los técnicos en criminología, con las batas de laboratorio sobresaliendo bajo los chubasqueros amarillos, se desplazaban eficazmente entre conversaciones amortiguadas, escaleras arriba y abajo.