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Clevenger se preguntó cuánto sabía la mujer de Snow acerca de Grace Baxter, si es que sabía algo. Y esa pregunta hizo que se diera cuenta de por qué le resultaba tan familiar el cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea. Le recordaba a Baxter. Pero no cuando la había visto muerta. Ése no era el punto de referencia. Era el dibujo que había visto en el diario de John Snow. Éste había dibujado la cabeza y los hombros de Grace desde exactamente la misma perspectiva. Había tenido el descaro suficiente como para llevar el retrato a su casa.

– ¿Le gusta? -le preguntó Theresa Snow.

– ¿Disculpe?

– El cuadro -dijo-. Parece cautivado.

– Es muy bueno.

– La encontró John. -Se giró para mirar el cuadro-. Es magnífica, ¿verdad?

¿Estaba siendo esquiva, se preguntó Clevenger, hablando en clave sobre Baxter?

– El artista es de Boston -prosiguió-. Ron Kullaway -Señaló con la cabeza detrás de Clevenger-. Ése de ahí también es suyo.

Clevenger se volvió hacia el cuadro que colgaba sobre la otra chimenea, una escena invernal de la pista de hielo del Public Garden, llena de patinadores.

– Extraordinario. -Se dio la vuelta.

– Hasta hace poco, a John no le había interesado mucho el arte. Se volvió un entendido muy deprisa. Coleccionó varias obras importantes.

– Sería agradable para ambos -dijo Clevenger, percibiendo lo falsas que habían sonado sus palabras.

– Creo que a John le entusiasmaba -dijo Snow, con total naturalidad-. Yo nunca llegué a entender su pasión.

Clevenger quería abrir la puerta para que Theresa Snow le dijera que sabía lo de Grace Baxter, si es que lo sabía.

– ¿Lo consideraba un buen marido, a pesar de su narcisismo? -le preguntó.

Snow se quedó mirando a Clevenger varios segundos, impasible.

– Era mi marido -dijo al fin-. No era el hombre perfecto que él imaginaba. Pero yo le perdonaba sus defectos. No esperaba que fuera normal. Era extraordinario.

Eso no respondía a la pregunta de Clevenger.

– Me preguntaba si ustedes dos se llevaban bien -insistió-. La mañana de la operación su chófer lo llevó al hospital.

– ¿Y?

– Me preguntaba por qué.

Por primera vez, Theresa Snow parecía un poco enfadada.

– Se lo pregunta por su propio marco de referencia -contestó-. Usted cree que cuando las personas se enfrentan a un peligro como el que supone una operación, sus familias deberían estar con ellos, físicamente. La mayoría de gente comparte su punto de vista. La verdad es que yo también. Pero la forma que tenía John de ver la realidad era que él era invulnerable. Jamás habría tolerado que los chicos o yo lo viéramos en un momento de debilidad, o miedo, antes o después de la operación. El apoyo que podíamos darle era dejarlo solo. Me dijo que Pavel lo llevaría, y supe que no debía insistir.

– ¿Si no, su marido fingiría que usted no existía?

– Me contenté con poder darle un beso de despedida y desearle que todo fuera bien.

– Comprendía al hombre con quien se casó.

– No estoy segura de si había alguien que le comprendiera. Le perdonaba sus limitaciones. Quizá fuera egoísta por mi parte.

– ¿Por qué lo dice? -preguntó Clevenger.

– Me casé con un genio. Nunca me he arrepentido. Las capacidades intelectuales de John equilibraban sus carencias en el terreno de las habilidades sociales. Literalmente, el poder de su cerebro te sobresaltaba. Era magnífico estar cerca de él. No sé cómo describirlo. Supongo que era un poco como estar cerca de cualquier otra fuerza de la naturaleza. Un amanecer. Una tormenta. Quizá como vivir en la playa, hipnotizado por unas olas que podrían arrasar los fundamentos de tu casa. Pero mi hija no aprobaba ese trueque, y también tenía que vivir en nuestra casa. Creo que esa situación le dificultaba mucho la vida.

– ¿En qué sentido?

– La presión constante por ser perfecta -dijo Snow-. Es muy afortunada. Es guapa y su mente casi iguala a la de su padre, cuando se decide a utilizarla. Él la quería con locura. Pero creo que el esfuerzo constante por satisfacerle era una carga. Últimamente no se esforzaba tanto, y las cosas no iban tan bien.

– ¿Qué cambió?

– Creo que está distraída, en el buen sentido. Se ha centrado mucho en los estudios. -Sonrió, casi con timidez-. Y puede que por fin haya descubierto a los chicos. -La sonrisa desapareció-. Solía ser la sombra de John literalmente. Hacía los deberes en su despacho de casa mientras él trabajaba en sus proyectos. Le llamaba varias veces al día a Snow-Coroway para hablar con él. Todo eso estaba fracasando.

– ¿Y su hijo? ¿Cómo le afectaba a él vivir con su marido?

– Eso es otra historia. -Una mezcla de tristeza y frustración asomó a su rostro. Soltó un suspiro-. Kyle nunca pudo ganarse el amor de su padre, hiciera lo que hiciera.

– ¿Y eso por qué?

– Tiene… diferencias de aprendizaje.

Pareció que no le gustaba pronunciar esas palabras.

– ¿Dislexia?

– Sí, y problemas de concentración.

– ¿Cómo interfería eso en la relación con su marido? -preguntó Clevenger. Ya sabía la respuesta por las pruebas psicológicas del historial médico de Snow. La importancia que éste daba a la belleza, la fuerza y la inteligencia no encajaban con un niño que tenía «diferencias de aprendizaje».

– John consideraba que Kyle era fundamentalmente defectuoso. Desde que nació hasta los dos años y medio, lo adoraba. Era un niño precioso. Pero cuando se hizo evidente que era distinto… Al principio John removió cielo y tierra para encontrar una solución, para arreglarle. Lo llevó al Mass General, al Johns Hopkins… Incluso a Londres, a un programa que se centra en el aprendizaje asistido por ordenador. Cuando vio que no podía convertirlo en un chico normal, comenzó a evitarle.

– ¿Cómo lo hizo?

– Mandó a Kyle a escuelas especiales, desde muy pequeño. La primera estaba en Portsmouth, New Hampshire. Tenía siete años. Los días se hacían largos, con el viaje y todo eso. Se marchaba a las siete de la mañana y no volvía hasta las siete de la tarde, a veces más tarde. Desde sexto curso, estuvo en un internado de Connecticut. Sólo ha estado aquí viviendo con nosotros las veinticuatro horas desde que acabó el instituto en junio.

Clevenger asintió con la cabeza.

– ¿Y usted no se opuso a esa educación?

– No me entusiasmaba la idea -dijo Snow-. Pero pensé, y aún lo pienso, que fue mejor para él que la otra alternativa. Le habría destrozado estar aquí la mayor parte del tiempo y ver que John no le prestaba ninguna atención.

– ¿Su marido no le habría aceptado más con el tiempo?

– John no. No.

No parecía que Theresa Snow se hubiera enfrentado nunca a su marido, ni siquiera cuando éste había desterrado a su hijo con dificultades de aprendizaje a una década de educación privada fuera del estado. Pero Clevenger sabía que al menos una vez sí le había hecho frente, al obligarle a someterse a una evaluación de su competencia mental antes de entrar en quirófano. ¿Fue porque sabía que era la última oportunidad que tenía de mantenerlo en su vida? ¿Sabía que iba a dejarla?

– ¿No se arriesgó mucho al obligar a su marido a que se sometiera a una evaluación psiquiátrica? -preguntó-. Tuvo que ser un desafío importante para la imagen que tenía de sí mismo. Podría haber cortado la relación con usted.

– Ha ido a ver al doctor Heller -le dijo-. ¿Tiene el historial médico de John?

– Sí -respondió Clevenger.

Theresa Snow asintió para sí.

– Obligarle a que se sometiera a la evaluación conllevaba ese riesgo -dijo-. Sabía que existía la posibilidad de que no volviera a hablarme nunca más. Pero tenía que saber si su conducta era racional. Se estaba jugando el habla y la vista. Y antes de tomar la decisión de operarse, llevaba un tiempo comportándose de un modo extraño, estaba casi eufórico. Fue un proceso que duraba ya meses. -Se encogió de hombros-. John no se resistió mucho a la evaluación. Estoy segura de que supo desde el principio que las pruebas demostrarían que pensaba con claridad. Si no, quizá jamás habría vuelto a saber nada de él. Era magnánimo en la victoria, mucho menos en la derrota.