Lindsey asintió con la cabeza, y las lágrimas comenzaron a manar de verdad.
– Me siento tan sola -logró decir.
Clevenger sintió el impulso de abrazarla y consolarla, como haría un padre. Pero ese gesto borraría los límites profesionales que necesitaba mantener en su lugar. Si comenzaba a pensar en Lindsey como alguien a quien proteger, era posible que jamás consiguiera ver la dinámica de la familia Snow tal como era en realidad.
Se preguntó por qué Lindsey parecía tan cómoda sentada en su camioneta, abriéndose a un completo desconocido. ¿Por qué había sugerido que se marcharan con el coche? ¿Intentaba atraerle?
– No tienes que decirme lo que estás pensando -le dijo, para ver si alejándose conseguía acercarla.
Funcionó al instante.
– Tengo que contárselo a alguien -dijo. Abrazándose todavía las rodillas, volvió la cara hacia Clevenger.
Ese movimiento sencillo hizo que el pelo brillante le cayera sobre la mejilla y el cuello, y enmarcó sus llorosos ojos marrón oscuro y sus labios carnosos, transformándola de nuevo de niña en mujer.
– Yo lo maté -dijo.
Clevenger la miró a los ojos y vio un vacío parecido al que había visto en la mirada de los asesinos. Y de repente sintió otro tipo de peligro en el hecho de estar sentado en la camioneta a solas con Lindsey Snow. Presionó la pierna contra la puerta para asegurarse de que no había olvidado sujetarse la pistola a la espinilla antes de salir de Chelsea. Al hacerlo, vio que los ojos de Lindsey se llenaban de desesperación y vulnerabilidad, y que se transformaba de nuevo de mujer en niña, de asesina en víctima.
– ¿Me estás diciendo que le pegaste un tiro a tu padre? -le preguntó.
Ella volvió a mirar al frente.
– Hice que se lo pegara -contestó.
– ¿Lo hiciste?
– Yo… -Parecía que le resultaba tremendamente doloroso pronunciar las palabras-. Hice que sintiera que debía estar muerto.
– ¿Cómo lo hiciste?
– Le dije que ojalá lo estuviera.
– ¿Y crees que decirle eso bastaría para que pusiera fin a su vida?
Sus ojos se volvieron fríos y vacíos de nuevo.
– Sí.
Era obvio que Lindsey Snow creía ejercer un poder extremo sobre su padre: el poder de socavar su voluntad de vivir, lo cual seguramente significaba que Snow había hecho que se sintiera totalmente responsable de su felicidad.
– ¿Por qué querías que tu padre muriera? -le preguntó Clevenger.
Lindsey se hizo una bola aún más pequeña que antes, y dejó que el pelo le cayera sobre la cara.
– Me mintió -susurró.
– ¿Sobre…?
– Sobre todo -dijo, con un dejo de ira en la voz.
¿Conocía Lindsey la aventura de Snow y Grace Baxter? ¿O sabía que su padre estaba dispuesto a dejar a todo el mundo, ella incluida? ¿Ya quién podría habérselo contado? ¿A su madre? ¿A su hermano?
– ¿Qué mentira hizo que te enfadaras más? -preguntó Clevenger.
Lindsey negó con la cabeza.
– Puedes contármelo.
Alargó la mano a la manija de su puerta.
– Espera, Lindsey.
La chica abrió la puerta, se bajó de un salto y echó a correr hacia la casa.
Clevenger vio que ralentizaba el paso y se ponía a caminar al acercarse a los coches patrulla apostados delante de la casa. Cuando pasaba por delante de ellos, su madre salió por la puerta principal. Y verlas un momento a las dos juntas hizo que Clevenger se diera cuenta de que eran opuestas en muchos sentidos: una era reservada, y la otra, muy emotiva; una era hermosa, y la otra, mucho menos; una era muy indulgente con las flaquezas de John Snow, y a la otra la enfurecían.
Lindsey bajó la cabeza, pasó por delante de su madre y desapareció en el interior de la casa. Su madre la siguió. La puerta se cerró.
Clevenger puso en marcha el coche e inició el trayecto de veinte minutos que lo llevaría de regreso a su consulta de Chelsea. Volvió a pensar en la cautela de Mike Coady respecto a que la lista de sospechosos viables en un caso como el del Snow podía ser larga, aunque en realidad Snow se hubiera suicidado. Se preguntó si North Anderson habría dado con algo que descartase a Collin Coroway. Le llamó.
– Hola, Frank -contestó Anderson.
– ¿Tienes algo sobre Coroway?
– Mucho. Cogió el puente aéreo a Washington a las seis y media de la mañana de ayer -dijo Anderson-. No tenía reserva, llegó al mostrador de venta de billetes a las seis menos diez. Y no ha cogido el vuelo de regreso.
– Justo cuando llevaban a Snow al depósito de cadáveres, él volaba a otro estado -dijo Clevenger.
– Y no volvió corriendo para consolar a la esposa de Snow o cohesionar las tropas en Snow-Coroway. Aún está registrado en el Hyatt.
– Tiene móvil. He descubierto que Coroway heredará el control de toda la propiedad intelectual de la empresa. Antes necesitaba la firma de Snow para mover ficha. Tenían en proyecto un invento nuevo que Snow quería enterrar y que Coroway quería vender a los militares. Era clave para que Coroway pudiera sacar a bolsa la empresa.
– Pues a quien van a enterrar es a Snow -dijo Anderson-. Pero si estamos pensando en un doble homicidio, no es nuestro hombre. Aún estaba en Washington cuando murió Grace Baxter.
– A menos que nos enfrentemos a dos asesinos -dijo Clevenger, automáticamente. No le gustó demasiado oír sus propias palabras.
– Es menos probable -dijo Anderson-. Snow y Baxter eran amantes. En general, sigue gustándome la idea de que George Reese cometiera los dos asesinatos. Un marido celoso es un asunto peligroso.
– De todos modos -dijo Clevenger-, quizá me vaya a Washington y así cojo a Coroway un poco fuera de juego.
– Buena suerte. He oído decir que tiene una sangre fría brutal.
– ¿Fue en limusina al aeropuerto?
– No lo sé -dijo Anderson-. ¿Piensas que el chófer podría decirnos si estaba raro?
– O dejarnos comprobar si hay sangre en el asiento de atrás.
– Si cogió una limusina, lo averiguaré. Si dejó su coche en el aparcamiento del aeropuerto, me pasaré por ahí. Estoy seguro de que Coady podrá expedir una orden de registro si hay algo que valga la pena examinar.
– Acabo de hablar con Theresa y Lindsey Snow -dijo Clevenger.
– ¿Algo que deba saber?
– Snow las tenía a las dos absortas, de distinta forma. Lo adoraban. La idea de perderlo pudo hacer que sintieran que lo estaban perdiendo todo.
– ¿La idea de perderlo por culpa de otra mujer o en una operación de neurocirugía? -preguntó Anderson.
– Las dos cosas. -Clevenger recordó el retrato que había sobre la chimenea-. Snow tenía un cuadro de Grace Baxter en la pared de su salón.
– ¿Qué?
– De un artista llamado Kullaway. No sabría decir si su mujer sabía o no que era Baxter. No soltó prenda sobre si se olía que tenían una aventura.
– ¿Un retrato de tu amante a plena vista de tu mujer y tus hijos? Un poco enfermizo. ¿De qué va todo esto?
– No estoy seguro. Si tuviera que lanzar una suposición, diría que va de la incapacidad de John Snow para relacionarse con su familia como personas reales.
– ¿Qué quieres decir?
– Esperaba que fueran perfectos. La otra cara de la moneda es que no los veía como seres humanos, con sus virtudes y sus defectos, y sus sentimientos. Quería estar cerca de Baxter, así que se la llevó a casa. Y punto. Recogí el diario de Snow que tenía Coady. Básicamente son bocetos y cálculos, algunas reflexiones sobre la intervención. Pero también había hecho un dibujo de Baxter. Muy detallado, muy emotivo en su modo de dibujarla. Es casi como si ella poseyera la fórmula para traspasar las defensas que Snow empleaba para guardar las distancias con todos los demás. Creo que es posible que la amase de un modo muy distinto a como amaba su trabajo, a su mujer o incluso a su hija. De un modo más profundo.
– No has mencionado al hijo.
– No lo he visto -dijo Clevenger-. Su madre me ha hablado un poco de él. Tiene un trastorno de aprendizaje. Snow no sabía cómo relacionarse con él. Parece que se pasó la vida haciendo como si no existiera.