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– Snow no era ningún sol. A ver, nadie se merece lo que le pasó, pero no era el tipo más majo del mundo.

– No -coincidió con él Clevenger. Volvió a pensar en Billy en lo devastador que había sido para él tener un padre que lo consideraba un inútil-. Parece que Snow se sentía mucho más cómodo con cosas previsibles y programadas que con las relaciones. Cuando de niño sufres ataques, cuando sabes que puedes perder el conocimiento en cualquier momento y acabar en el suelo con convulsiones, puedes llegar a obsesionarte con mantenerlo todo bajo control, con funcionar bien. Con un misil o un sistema de radar podía conseguirlo. Pero con un hijo o una hija, o una amante, es mucho más difícil.

– Pero tenía la capacidad emocional para estar con más de una mujer.

– Estar, sí. Pero amar, no lo sé. La verdad es que me pregunto si la única que despertó su pasión fue Baxter.

– Snow tenía cincuenta años. ¿Me estás diciendo que nadie más consiguió llegar a él?

– Es posible -dijo Clevenger.

– Pero ¿por qué Baxter? Snow era famoso. Era rico. Guapo. Tenía que atraer a muchas mujeres.

– Quizá ella era su «mapa del amor».

– ¿Su qué?

– Su mapa del amor. En la Facultad de Medicina tuve a un profesor que se llamaba Money, John Money. Entrevistó a niños de primer y segundo curso; les enseñó fotografías de niños y niñas y les preguntó quién creían que era mono, y por qué. Si una de las niñas decía que le gustaba la foto de un niño en particular. Money le preguntaba qué era lo que le gustaba. Quizá ella contestaba que era su forma de sonreír, que subía un poco más el lado izquierdo de la boca que el derecho. Así que Money introdujo todas las respuestas, todas las peculiaridades que le gustaban, en una base de datos. Las de esa niña, y la de un millar de niños más. Resulta que lo que les gustaba a los siete u ocho años, sus ideales de belleza, no habían cambiado mucho. La niña a quien le gustaba el niño de sonrisa torcida se casó con un hombre que tenía la misma sonrisa, un poco más subida en el lado izquierdo que en el derecho. Algunos niños nunca encontraron lo que buscaban y nunca fueron muy felices en sus relaciones.

– Así que realmente existe un amor perfecto para cada persona.

– Según Money, sí. Él cree que uno nace con un mapa del amor: un conjunto de características físicas codificadas en el cerebro que representan al compañero ideal. Si logras encontrar la parte física y alguien que conecte contigo psicológicamente, tienes un encaje perfecto. El amor verdadero, para siempre. Quizá sólo una persona entre un millón encaje de ese modo con otra persona. Quizá Baxter encajaba con Snow.

– ¿Crees que alguna vez encontrarás el tuyo? -preguntó Anderson.

– ¿Mi mapa del amor? -preguntó Clevenger. Se rió.

– ¿Lo crees?

Le vino a la mente la imagen de Whitney McCormick, la psiquiatra forense del FBI que había ayudado a Clevenger a resolver el caso del Asesino de la Autopista. La relación se había vuelto personal, luego complicada, y más tarde se había diluido en un segundo plano mientras Clevenger intentaba ser un padre aceptable para Billy, anteponiendo eso a todo. Hacía un año que no la veía.

– No lo sé -le dijo a Anderson-. Sería muchísimo más fácil encontrar la parte física que la psicológica. Tengo algunas curvas extrañas en mi psique que hacen que sea bastante difícil encontrar a alguien que encaje con ellas.

Anderson se rió.

– Igual que yo. Quiero a mi mujer, no me malinterpretes. Pero supongo que es posible que algún día mi mapa del amor me arrolle con un camión.

– ¿Qué crees que harías?

– No me suicidaría, eso te lo aseguro.

Clevenger sonrió.

– Llámame si averiguas algo sobre el coche de Coroway, ¿vale? Ya te informaré de lo que descubra en Washington.

Clevenger cogió el puente aéreo a Washington de las doce y media del mediodía. Había llamado a Billy al móvil para que lo esperara en el club de boxeo de Somerville hasta que llegara a casa, seguramente sobre las seis y media. Billy le contestó que no había problema. Si de él dependiera, se pasaría en el gimnasio veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

En cuanto el avión hubo despegado, Clevenger abrió el diario de John Snow y comenzó a leer la siguiente entrada:

¿Tiene un hombre el derecho de comenzar de nuevo su vida? ¿Es el dueño absoluto de su existencia, o es simplemente un socio comanditario?

Un hombre nace de unos padres. Es su hijo, y las vidas de éstos se despliegan junto a las de él, mezclándose, de forma que la trama de cada una depende en parte de las otras. Le cambian los pañales, lo acompañan de la mano en su primer día de colegio. Se preocupan constantemente con y por él durante décadas, celebran sus victorias, sufren sus derrotas. Pero ¿qué ocurre si la visión que tienen de su hijo tiene muy poco que ver con la naturaleza verdadera de éste? ¿Qué ocurre si no conocen su verdadero yo? ¿Sería justo para él, su hijo, cortar el hilo de su identidad del patrón de vida familiar, encontrarse a sí mismo perdiéndolos a ellos? ¿Tiene un hombre la libertad de olvidar de dónde procede, para avanzar sin restricciones hacia el lugar adonde su alma le dice que debe ir?

Otro ejemplo. Una mujer casada desde hace veinte años, con hijos adolescentes y un marido. Un hogar. Mascotas. Álbumes de fotos y libros de recortes repletos de recuerdos. ¿Qué sucede cuando esta mujer ya no siente ninguna pasión por compartir el futuro con su marido y sus hijos? ¿Qué ocurre si se siente como si no existiera?

¿Está deprimida? ¿Necesita Zoloft? ¿Una dosis más alta? ¿Dos medicamentos? ¿O es posible que su vida la haya alejado tanto de su verdad interior que se haya convertido, a efectos prácticos, en un zombi, en un muerto viviente?

¿Tiene esa mujer derecho, moral y éticamente, a dejar su casa, a su familia y a sus amigos, abandonarlos de un modo tan absoluto que ya no tenga recuerdos de ellos? Al haber traído al mundo a sus hijos, ¿le pertenecen para el resto de sus días, o es libre de celebrar el pasado y avanzar para construirse un futuro nuevo sin ellos?

La respuesta debe ser un «sí» rotundo.

Una persona puede estar muerta espiritualmente, con la carcasa de su alma yendo a la deriva dentro de una jaula de piel y huesos que le ha sobrevivido. ¿Qué clase de madre o padre, hermano o hermana, marido o esposa antepondría su apego a un pasado común al futuro de esa persona, a su renacimiento?

El amor verdadero jamás exigiría semejante sufrimiento.

Clevenger bajó el diario. Se dio cuenta de la visión del mundo tan distinta que tenían él y John Snow. Clevenger creía que las personas podían cambiar y crecer, independientemente de las circunstancias que conspiraran para limitarlas. Con la motivación y la orientación adecuadas, y, sí, incluso a veces con el medicamento adecuado, podían reinventarse y superar el pasado. Vivir una vida satisfactoria era eso. Podía ser doloroso, a veces atroz, pero era un dolor al que había que enfrentarse. Traspasar ese sufrimiento a otras personas, eliminándose a sí mismo quirúrgicamente de un drama para poder comenzar otro, parecía verdaderamente inmoral. Puede que restableciera el volumen sanguíneo del alma de una persona, pero en muchas otras provocaría una hemorragia.

Pensó en cómo Theresa Snow había calificado a su marido de narcisista, incapaz de equilibrar las necesidades de los demás frente a las suyas. Y quizá ése era el quid de la cuestión. Pero aún quedaba por formular una pregunta: ¿qué había llevado a John Snow a creer que era un muerto dentro de un cuerpo vivo, que su historia había acabado?

Algo ya había matado a John Snow antes de recibir una bala en ese callejón.

Clevenger pasó más hojas del diario. Las siguientes diez páginas más o menos estaban llenas de cálculos y dibujos relacionados obviamente con el Vortek, el último invento de Snow, ahora en manos de Collin Coroway. Clevenger miró el misil, dibujado a mayor tamaño en algunos puntos, más pequeño en otros, a veces con alas, otras veces sin ellas. En algunos de los dibujos estaba abierto, y Snow había esbozado unas bobinas en el interior.