– Claro. -No quería colgar dejando que Heller diera por sentado que Billy abandonaría su entrenamiento de boxeo para deleitarse siendo su sombra-. Te llamo dentro de una hora a más tardar para decirte si acepta tu oferta o no.
– Perfecto.
– Gracias.
– Y, Frank… -dijo Heller.
– ¿Sí?
– Espero que no pienses que soy raro o prepotente por ofrecerme a enseñarle a Billy lo que hago. Es que me veo reflejado en él. Seguramente a ti te pasa lo mismo. Y creo que en el fondo es buen chaval. Pero si prefieres que me distancie…
En aquel instante, Clevenger se dio cuenta de que Heller tenía una capacidad admirable para deshacer la resistencia de otra persona expresándola él mismo. Oírle exponer tus objeciones hacía que te opusieras menos. ¿Era eso manipular? ¿O era su forma de ser franco?
– No tienes por qué distanciarte -contestó Clevenger-. Creo que presenciar la intervención será estupendo para él.
– Sólo quería aclarar las cosas.
– Todo aclarado. Te volveré a llamar.
Clevenger colgó. Cogió un taxi al centro y por el camino llamó a Billy al móvil, imaginando que tendría que dejarle un mensaje. Las clases en el instituto aún no habían acabado.
Billy contestó.
– ¿Qué tal? ¿Ya estás en Washington?
– Acabo de llegar. ¿Dónde estás?
– De camino a Somerville. Han cancelado la última clase. El profesor se ha puesto enfermo. Han dejado que nos fuéramos.
– Me ha llamado J. T. Heller. Va a operar hoy a esa mujer, la que cree que podría recuperar la vista. Quiere saber si te gustaría presenciarlo.
– Cogeré el bus. Puedo saltarme el boxeo.
– No hace falta -dijo Clevenger-. El doctor Heller dice que pasará a buscarte por el club. Puedes entrenarte una hora y luego ir hacia el General con él.
– Genial.
Hacía mucho, mucho tiempo que Clevenger no oía ese tipo de entusiasmo en la voz de Billy.
– Te veo en casa cuando acabéis.
– Claro -dijo Billy-. Guay. -Parecía tan emocionado como Heller-. Gracias.
Que le diera las gracias también era nuevo.
– De nada -dijo Clevenger.
Volvió a llamar a Heller, le dio luz verde para que llevara a Billy al hospital y lo dejara después en casa. Luego llamó a la jefatura de la policía de Boston y pidió que le pasaran con Coady.
– ¿Qué noticias hay? -le preguntó.
– Ha llamado Jeremiah Wolfe. Está realizando la anatomía microscópica a Baxter.
– ¿Y?
– No cree que el cuchillo de tapicero sea el arma que le causó las laceraciones de las muñecas -dijo Coady.
– ¿Por qué?
– Dice que los cortes se hicieron con algo que tenía el filo más fino. Que no hay daños importantes en los bordes, o algo así. Cree que es más probable que fueran hechos con una hoja de afeitar.
– Que no tenemos.
– Hay hojas de afeitar en el cuarto de baño, pero ninguna tiene restos de sangre.
– ¿Y Wolfe cree que las heridas del cuello sí se corresponden con un cuchillo de tapicero?
– Sí -dijo Coady-. No creo que haya mucha gente que se suicide utilizando dos cuchillas distintas. Pero tampoco creo que muchos asesinos cambien de arma.
– A menos que la hoja de afeitar no sirviera -dijo Clevenger-. Digamos que, borracha, se desmayó. Alguien que quisiera que pareciera un suicidio pudo comenzar usando la hoja de afeitar en las muñecas, esperando que Grace no se despertaría, que moriría mientras dormía. De ese modo, se libraría con facilidad. Pero quizá no estaba tan inconsciente como creyó. Se resistió. Él quería que se estuviera quieta. Quizá tenía el cuchillo de tapicero a mano, por si acaso.
– Quizá -dijo Coady-. ¿Y desechó la hoja de afeitar?
– O la limpió.
– Mandaré al laboratorio que analice todos los trozos de metal afilados de ese cuarto de baño. A ver si dan con restos de sangre en esas cuchillas. También haré que desmonten las tuberías. Para ver si se ha quedado algo atascado.
– Parece lo más acertado.
– Deja que te haga una pregunta -dijo Coady.
– Dispara.
– ¿Qué te parece este escenario? Comienza a cortarse las venas…
¿Cómo habían vuelto otra vez a la teoría del suicidio?
– Ya sabes que no creo que se… -le interrumpió Clevenger.
– Escúchame.
Clevenger notó que se le aceleraba el pulso. Su mandíbula se tensó.
– Está bien.
– Comienza a cortarse las venas en el cuarto de baño. Está borracha. La sangre sale a borbotones. Se tambalea. Piensa en que Snow está muerto, su aventura ha acabado. O quizá está asustada porque lo ha matado.
Que Coady prosiguiera con la idea del asesinato y suicidio sólo hizo que Clevenger apretara aún más los dientes.
– Quizá se odia a sí misma por lo que ha hecho -continuó Coady-. Y mira la sangre que sigue brotando. Se echa a llorar y grita al ver que su vida ha terminado. O muere ahora o en la cárcel. En cualquier caso, ha perdido a Snow. Ve el cúter, seguramente lo dejó ahí uno de los trabajadores al ir al baño. Lo coge y…
– Se corta el cuello y se mata a ella y al bebé -dijo Clevenger-. Creía que ya lo habíamos descartado. ¿Recuerdas las vitaminas prenatales? Materna se llamaban, ¿verdad?
– Sí. Lo habíamos descartado. Pero seguí pensando. Y pensé: ¿y si el niño era suyo? De Snow.
Clevenger no se había parado a pensar de quién sería el bebé que esperaba Grace. Y ese ángulo muerto hizo que se preguntara si realmente había un enfoque del caso que no quería ver. ¿Era posible que se sintiera tan culpable por no haber internado a Grace cuando fue a verlo, que se estuviera cerrando en banda? En el fondo, ¿creía que había causado dos muertes: la de Grace y la del bebé nonato?
– Pongamos que el bebé era de Snow -dijo, había enfado en su voz.
– Entonces me pongo a pensar que quizá pudo hacer lo que quizá hizo. Es decir, puedo imaginar que se tomara la vitamina una hora antes de suicidarse. Es su rutina. Intenta que las cosas vuelvan a la normalidad, superar lo que ha perdido en ese callejón, o lo que ha hecho en ese callejón. Luego, incluso completamente borracha, empieza a darse cuenta. Lleva dentro al hijo de Snow. Ha matado al padre de su bebé. Está viviendo una pesadilla. Y no va a acabar nunca. Baja la mirada, no puede creer que se haya cortado las venas. ¿Cómo puede ser madre? Su cólera, su dolor y su sentimiento de culpabilidad se fusionan…
– Y sólo quiere que acabe.
– No ver más sangre. Quiere que termine.
– El cuchillo de tapicero -dijo Clevenger. El taxi paró delante del Hyatt.
El portero le abrió la puerta.
– Bienvenido, señor. ¿Lleva equipaje?
Clevenger le hizo que no con la mano. Pagó al taxista, se bajó y cerró la puerta. No notó el aire frío en la cara.
– Lo único que digo es que puede que valga la pena considerar esa teoría -dijo Coady-. No sé si encaja desde el punto de vista psicológico.
Eso era una pregunta.
– Podría encajar -dijo Clevenger-. Creo que sí.
– No estamos asegurando ni descartando nada -dijo Coady visiblemente envalentonado-. Aún pensamos interrogar a George Reese, y a cualquier otro sospechoso.
– Bien.
– ¿Tienes lo que necesitabas de los Snow?
– No he podido hablar con el hijo, Kyle -logró decir Clevenger-. No estaba en casa. Al menos eso es lo que me ha dicho Theresa Snow. Creo que es posible que intente mantenerlo alejado de mí.
– ¿Por qué?
– No lo sé.
– Puedo sacarlo de la calle ahora mismo -dijo Coady.
– ¿Cómo?
– El análisis de orina para la condicional de hoy ha dado positivo. Por opiáceos. Es una infracción. ¿Quieres pasarte luego a interrogarle?
– Acabo de llegar a Washington -dijo Clevenger.
– ¿A Washington? ¿Qué hay ahí?
– Collin Coroway llegó ayer.
– ¿Quién lo ha investigado?
– ¿Qué importa eso?