– ¿Tenías pensado informarme?
– Como te he dicho, acabo de llegar. He tomado la decisión en el último momento. -Sabía que eso no respondía a la pregunta de Coady-. Tendría que habértelo dicho.
– Es mi caso.
– Es tu caso.
Coady guardó silencio durante unos segundos.
– ¿No querrás dejarlo? -dijo. Un par de segundos más-. Te necesito en esto más que nunca. Puede que tenga una teoría sobre lo que pasó, pero aún estoy a años luz de poder probarla. Y podría estar muy equivocado. Lo sé.
– Yo no dejo ningún caso -dijo Clevenger, consciente del esfuerzo que hacía para sonar convincente.
– Convocaré a Kyle Snow mañana a primera hora. ¿Qué tal a las nueve?
– Ahí estaré.
– Plasta mañana.
Clevenger colgó y entró en el vestíbulo del Hyatt. Intentó concentrarse en encontrar a Collin Coroway, pero su mente no dejaba de reproducir lo que acababa de escuchar. El escenario que Coady acababa de pintar no era en absoluto descabellado. Si Grace Baxter estaba embarazada de John Snow, su odio hacia él por abandonarla a ella y al niño ofrecía un móvil creíble para cometer un asesinato. Y la desesperación que habría sentido tras su muerte pudo conducirla a una implosión psicológica total.
Recordó haberle dicho a Coady por qué no encajaba con un suicidio que Baxter se hubiera cortado el cuello. Eran los hombres los que escogían los métodos más violentos, excepto en los casos en que una persona, hombre o mujer, tenía alucinaciones. Le había puesto un ejemplo: una mujer que creía que la sangre del diablo corría por sus venas. Pero ¿y si aquello que Grace odiaba y de lo que tenía que deshacerse no era un demonio, sino la nueva vida que crecía en su interior? ¿Y si la muerte de Snow hizo que viera al bebé como un intruso, que la sangre de éste era la de aquél, mezclándose con la suya, envenenándola? Habría querido morir desangrada.
Todavía estaba recuperándose de ese pensamiento cuando llegó al mostrador de recepción.
– ¿En qué puedo ayudarlo? -le preguntó un hombre indio de aspecto amable y unos treinta años.
– ¿Le importaría llamar a la habitación de Collin Coroway y decirle que estoy aquí?
El hombre consultó en el ordenador.
– ¿Quién le digo que pregunta por él?
– El doctor Clevenger. Frank Clevenger.
– Un momento. -Descolgó el teléfono, llamó a la habitación, escuchó. Transcurrieron diez segundos, quince. Negó con la cabeza.
– Parece que no está.
Clevenger imaginó que saldría ganando si le sonsacaba información a un empleado para realizar el máximo trabajo de campo posible. Levantaría menos alarma que pasearse por el hotel.
– ¿Le importaría preguntarle al conserje si el señor Coroway ha contratado un servicio de coches con chófer? Quizá aún pueda alcanzarle.
– Lo comprobaré. -Llamó al conserje y preguntó si sabía si Coroway había salido del hotel. Obtuvo la respuesta y colgó-. Ha tenido suerte. Cogió un coche en dirección al 1.300 de Pennsylvania Avenue. Al edificio Reagan. ¿Quiere que le pida uno?
Qué servicio tan estupendo tenían en el Hyatt.
– Por favor -dijo Clevenger-. De la misma compañía, si no le importa.
Por primera vez, el hombre lo miró con cierto recelo.
– Para la cuenta de gastos -dijo Clevenger, guiñándole el ojo.
– Por supuesto. Ningún problema, señor.
Quince minutos después Clevenger iba camino del 1.300 de Pennsylvania Avenue en un Lincoln Town Car de Limusinas Capitol.
– ¿De dónde es? -le preguntó un hombre corpulento de unos sesenta años con voz de barítono.
– De Boston -dijo Clevenger-. ¿Y usted?
– De Los Ángeles. -Se rió-. No soportaba el clima.
Clevenger supo que el chiste era una invitación a preguntarle el verdadero motivo de su marcha. Le habría gustado no hacerle caso, centrarse por completo en Snow y Baxter. Pero nunca había opuesto ninguna resistencia a las historias de los demás.
– Hacía demasiado calor para usted -dijo.
– En cierto modo.
Otra puerta abierta.
– O sea que no fue por el clima, quiere decir.
El conductor negó con la cabeza.
– Por una mujer.
– ¿La cosa acabó mal?
– Peor.
El ritmo de la historia iba subiendo.
– ¿Y eso? -preguntó Clevenger, recostándose para escuchar.
– Tenía dos hijos cuando la conocí. Pero me sentí atraído por ella desde el primer momento. ¿Sabe qué quiero decir? Así que salí con ella un año y poco. Todo iba bien. Me quería, y yo a ella. Los niños empezaron a llamarme papá, algo que quizá debí considerar un problema, puesto que su verdadero padre estaba en la cárcel. -Levantó un dedo para remarcar su siguiente afirmación-. Por atraco a mano armada, pensaba yo.
– Atraco a mano armada -dijo Clevenger.
Otra vez el dedo.
– Me casé con ella. La niña pequeña tenía once años. De repente, la madre me acusa de adularla.
– Querrá decir acariciarla. No hizo caso a la corrección.
– No hice nada. Se lo juro por mis padres. Nada. Le llevé una toalla después de que se duchara. Abrí la puerta del baño cinco centímetros, volví la cabeza para respetar su intimidad. Su madre estaba en el pasillo. Lo vio y se puso a gritar. Como una loca. En resumidas cuentas, que me detuvieron.
– ¿Por?
– Por abusos deshonestos y malos tratos. Mi mujer dijo que forcé la puerta. Y la niña, a quien resulta que acababa de reprender por sacar tres suficientes y dos suspensos, dice que la toqué. -Se puso la mano en el pecho-. No pasó. -Miró por el retrovisor, seguramente para comprobar si Clevenger le creía o no. Pareció satisfecho-. Contraté a un abogado, le di treinta de los grandes para que demostrara que era inocente, y lo logró. Pero en un caso así, no hace falta que haya pruebas, sólo la palabra de la víctima. Lo retiró todo en el estrado. -Asintió para sí-. Le doy tres oportunidades para adivinar por qué estaba en la cárcel el padre.
– Abusos deshonestos y malos tratos a la niña.
Miró por el retrovisor.
– Es usted bueno. Verá, cargué yo con las culpas por él. El tipo hizo algo inapropiado, así que la niña y la madre se adelantaron a los acontecimientos e imaginaron que yo era igual.
– Si es que él hizo algo inapropiado -dijo Clevenger.
– ¿Qué quiere decir?
– Quizá el primer marido tocó a la niña, o quizá no. Quizá el padre de su mujer la tocó a ella cuando tenía diez u once años. Quizá sucedió en el baño de la casa en la que se crió. Y usted abrió la puerta del baño unos centímetros, y ella vio que la historia se repetía, esta vez, con su hija.
– Nunca se me había ocurrido.
– Se marchó -dijo Clevenger.
– Allí el caso salió en todos los periódicos. Hubo grandes titulares cuando me detuvieron. Y ninguno cuando me declararon inocente. Además, sufrí mucho en el divorcio. Y, tome nota…
– Pensión de manutención para los niños. -El hombre se volvió para mirar a Clevenger.
Por primera vez, vio que tenía los ojos verdes claros y muy dulces. Le miró la mano que sujetaba el volante y vio que llevaba una alianza.
– Así que me marché arruinado -prosiguió- y con mi nombre por los suelos.
– ¿Ha vuelto a casarse? -le preguntó Clevenger.
– No.
– Lleva alianza.
Se encogió de hombros.
– Es una locura, ya lo sé. Nunca me la he quitado. Ni cuando me llevaron a juicio. Ni cuando me declararon inocente. Ni cuando obtuve los papeles del divorcio.
– ¿Por qué? -preguntó Clevenger.
– Aún la quiero. -Meneó la cabeza con incredulidad-. Aún quiero a los niños. Algunas cosas no se superan nunca.
«No, algunas cosas no se superan nunca», pensó Clevenger. Se esforzó por apartar de su mente otro recuerdo de Whitney McCormick. «Pero sigues adelante.» Si el conductor decía la verdad, y eso parecía, había perdido a la mujer que amaba y a dos hijastros que le importaban mucho, había perdido su reputación, gastado todo su dinero en un abogado para hacer frente a la acusación de abusos sexuales, y luego se había ido a la otra punta del país para comenzar de cero. ¿Por qué John Snow no podía hacer lo mismo? Aunque su matrimonio estuviera tocando a su fin, aunque su relación con sus hijos fuera tensa hasta el punto de romperse, ¿por qué no podía comenzar de nuevo? ¿Fueron sus sentimientos por Grace Baxter demasiado difíciles de manejar al final, demasiado amenazantes? ¿Quería someterse a la operación para eliminarla de su cerebro a ella tanto como a los demás?