– ¿Ha pensado alguna vez en ponerse en contacto con ellos otra vez? -preguntó Clevenger.
– Les mando una carta todos los meses, les cuento lo que hago -dijo-. Les digo que los perdono. Ya llevo veintiuna cartas. Casi dos años.
– ¿Le han contestado alguna vez?
– Aún no. Pero no me las devuelven. Las están recibiendo.
– Supongo que ya es algo.
– Para mí lo es. -Se detuvo delante del edificio Reagan, un complejo enorme de granito de 278.000 metros cuadrados en cuatro hectáreas y media-. El 1.300 de Pennsylvania Avenue. -Se giró-. Son veinte pavos. Gracias por escucharme el rollo.
Clevenger le dio un billete de cien.
– Quizá pueda ayudarme con un asunto -le dijo.
– Lo intentaré.
– Un hombre llamado Collin Coroway ha cogido una limusina Capitol para venir del Hyatt hasta aquí. ¿Hay algún modo de averiguar si aún sigue en el edificio?
– ¿Es usted una especie de detective? -le preguntó el conductor, examinando a Clevenger con más atención-. Se le da muy bien escuchar, era como si supiera adónde iba yo antes de llegar.
– Soy psiquiatra -dijo Clevenger.
– Y de los buenos. -Su gran sonrisa decía que no se lo tragaba ni por un segundo-. No es asunto mío. Olvide la pregunta. -Cogió el móvil y marcó. Contestó una mujer-. Katie, soy Al. Collin Coroway, el servicio del Hyatt al 1.300 de Penn. ¿Algún regreso? -Se quedó escuchando-. Tómate tu tiempo. Esperaré.
Pasó medio minuto antes de que Katie se pusiera otra vez al aparato. Le dio un número de teléfono.
El conductor cogió un bolígrafo y lo anotó.
– Te debo una -le dijo. Colgó y marcó el número. Cuando contestaron, colgó. Se volvió hacia Clevenger-. Aún está aquí. Y nuestro número de contacto para cualquier problema que pueda surgir en el trayecto de regreso conecta con la secretaria de una cosa que se llama Interstate Commerce.
– Ha ido todo como la seda.
– Es un regalo que le hago -dijo, guiñándole el ojo-. De un sabueso a otro.
– ¿Es usted detective privado?
– Con licencia en California. Pero de algo hay que vivir, ¿no? -Sí.
– Cuídese, amigo. -Le entregó a Clevenger su tarjeta. Leyó el nombre: Al French. -Cuídese usted también, Al.
Se bajó del coche, entró en el edificio Reagan y encontró Interstate Commerce en el directorio del vestíbulo. La décima planta. El ático. Cogió el ascensor.
Interstate ocupaba uno de los dos únicos locales que había en la planta. Cada uno debía de tener mil quinientos o dos mil metros cuadrados. Clevenger se dirigió a la entrada de Interstate, unas puertas enormes de cristal esmerilado que tenían una I de metro y medio grabada en una puerta y la S a juego grabada en la otra. Llamó al timbre.
– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó una mujer.
– Vengo por Collin Coroway.
La puerta hizo clic. Clevenger la abrió y entró.
El área de recepción era ultramoderna, con paredes de acero inoxidable y gigantescos monitores de televisión planos que colgaban de sólidas columnas de hormigón. En uno estaban puestas las noticias de la CNN. El otro mostraba un mapamundi, con un centenar de esferas azul cobalto, cada una grabada con las letras IS, que relucían como una tormenta de pelotas de ping-pong sobre los seis continentes. Entre los dos monitores, una hermosa mujer negra que llevaba unos auriculares estaba sentada tras un mostrador de cristal azul cobalto, con una sonrisa falsa.
Clevenger se acercó a ella.
– Soy Frank Clevenger -dijo.
– No creo que el señor Coroway haya solicitado ya un coche.
Confundido con el paciente de un neurólogo por una recepcionista, y con un chófer por otra.
– No soy del servicio de coches de alquiler. ¿Podría decirle que estoy aquí?
– ¿Sabrá quién es usted?
– Trabajo con la policía en la investigación de la muerte de su socio, John Snow. Ninguna reacción. -Entonces, ¿lo está esperando? -Querrá verme. Una sonrisa aún más sintética.
– Espere aquí, por favor. -Desapareció tras una pared de plástico azul ondulada y translúcida que separaba el vestíbulo del resto del espacio.
Clevenger vio un fajo de folletos de InterState en el mostrador. Cogió uno. La portada era un collage de fotos: un caza, un petrolero, una central nuclear, un soldado de camuflaje hablando por un walkie-talkie. Abrió la primera página y leyó la declaración de objetivos de la empresa:
InterState se dedica a forjar sociedades responsables entre corporaciones y agencias gubernamentales, en una gran variedad de industrias, que incluyen la construcción, el transporte, la industria farmacéutica y empresas de servicio público.
Y la industria armamentista, pensó Clevenger para sí. Pasó una página tras otra de testimonios de presidentes de grandes corporaciones superpuestas en fotos sugerentes de olas, atardeceres y rayos. Al lado de cada foto había una explicación del papel que InterState había jugado para casar una necesidad del Gobierno con un producto en particular. La petrolera Getty era el proveedor de la marina de Estados Unidos. Los antibióticos de Merck curaban a la gente buena y derrotada de Irak. Los satélites de Viacom transmitían la Voz de América.
– Lo recibirá ahora -dijo la recepcionista, saliendo de detrás de la pared de plástico.
Clevenger la siguió por un pasillo ancho y largo con despachos de pared de cristal en un lado y docenas de fotografías enmarcadas de líderes mundiales en el otro. En cada fotografía, un político o militar estrechaba la mano a un hombre alto con la cabeza rapada, que siempre llevaba el mismo traje. Contaría unos setenta años, pero tenía una forma física estupenda. Y le resultaba familiar.
– ¿Es el presidente? -preguntó Clevenger, señalando al hombre al pasar por delante de una de las fotos.
– Sí, es el señor Fitzpatrick -dijo.
Esa información ayudó a Clevenger a situarlo. Byron Fitzpatrick había sido secretario de Estado durante el último año de mandato de Gerald Ford. Era obvio que había aprovechado al máximo sus conexiones.
A Clevenger le sonó el móvil. Miró la pantalla. Era North Anderson. Contestó.
– Estoy a punto de reunirme con Collin Coroway -dijo en voz baja.
– Fue al aeropuerto en su coche -dijo Anderson-. No hay manchas de sangre en el vehículo, por lo que he podido ver, pero la calandra estaba hundida.
– La sala de reuniones está al doblar la esquina -dijo la recepcionista, evidentemente molesta por el hecho de que Clevenger hubiera cogido la llamada.
– Tengo diez segundos -le dijo a Anderson.
– Coady ha comprobado los partes de accidentes. AyerCoroway se saltó un semáforo y chocó con una furgoneta de reparto del Boston Globe. Adivina dónde y cuándo.
– Tres segundos.
– En Storrow Drive, a cincuenta metros del Mass General, a las 4:47.
– Eso lo sitúa en la escena.
– Hemos llegado -dijo la recepcionista, deteniéndose delante de otras puertas de cristal esmerilado.
– Ten cuidado -dijo Anderson.
– Lo tendré -dijo Clevenger, y colgó.
La mujer empujó una de las dos puertas y la sujetó para que Clevenger entrara.
– Señor Coroway, Frank Clevenger.
Coroway se levantó de su asiento al otro extremo de una larga mesa negra de reuniones. Era un hombre de aspecto elegante, de unos cincuenta y cinco años, metro ochenta de estatura, pelo cano bien peinado, hombros anchos y cintura delgada. Llevaba un traje gris oscuro de raya diplomática, camisa blanca con puños franceses y corbata.