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– Pase, por favor -le dijo.

Clevenger entró.

– Gracias, Angela -dijo Coroway con una voz tan suave como la seda de la corbata.

La recepcionista se marchó.

Coroway se acercó a Clevenger y extendió la mano.

– Collin Coroway.

Clevenger le estrechó la mano y advirtió la confianza que había en su apretón y que llevaba un gran anillo académico de oro con un zafiro en el centro y la inscripción «Annapolis, 70» en los lados. La academia militar.

– Frank Clevenger.

– Su reputación lo precede. Me alegro de que esté aquí. El equipo parece muchísimo más fuerte con usted en él.

Coroway se comportaba como si le hubiera pedido a Clevenger que se reunieran en Washington. Ni siquiera parecía un poco alterado.

– ¿A qué equipo se refiere? -le preguntó Clevenger.

Coroway frunció los labios y asintió para sí.

– Sé que el detective Coady está investigando la muerte de John Snow. La oficina del senador Blaine tuvo la amabilidad de averiguarlo a petición mía. No hay duda de que es un hombre competente. Pero tiene varios casos abiertos.

– Éste es prioritario -dijo Clevenger.

– Esperemos que sea cierto. -Se dirigió a la mesa de reuniones, rodeada por sillones giratorios negros de piel-. Por favor. -Ocupó el suyo.

Clevenger se sentó a medio camino entre Coroway y la puerta.

– Gracias por recibirme sin avisarle -dijo.

– No me las dé. Le dije a John Zack, de la oficina del senador, dónde podrían encontrarme. Me sorprendía que nadie se hubiera puesto en contacto conmigo antes. Ésa es una de las razones por las que tengo dudas respecto al detective Coady. En cualquier lista de sospechosos, yo debería figurar en un lugar bastante alto. -Se inclinó hacia delante, y dejó al descubierto unos gemelos dorados con forma de reactor de caza-. No pretendo que suene a palabrería o a crítica. Pero John era mucho más que un socio para mí. Era como un hermano.

– Hábleme de él.

– Era el hombre más creativo, inteligente y bueno que he conocido o esperado conocer nunca. Era mi mejor amigo.

Entonces, ¿por qué Coroway no estaba visiblemente afectado por su muerte? ¿Por qué no había regresado a Boston?

– ¿Era una persona complicada? -preguntó Clevenger.

– Todo lo contrario. Era un tipo sencillo. Le encantaba inventar. Le encantaba ser capaz de imaginar algo y ver cómo se hacía realidad.

– Pero no todo lo que imaginaba -dijo Clevenger.

Coroway se recostó en el sillón.

– Ha hablado con la mujer de Snow.

– Sí.

– Le habló del Vortek.

– Me contó que usted y John no estaban de acuerdo en si comercializarlo o enterrarlo.

– Y ahora tengo carta blanca, con la muerte de John. Puedo fabricar el Vortek, llamar a Merrill Lynch y anunciar una oferta pública de acciones de Snow-Coroway.

– Es lo que ella interpreta.

Coroway se quedó callado unos segundos.

– ¿Le gustaría saber por qué estoy en Washington? -le preguntó Coroway al fin.

Una parte de Clevenger quería decirle que parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar a que los restos de pólvora desaparecieran de sus manos, pero se contuvo.

– Claro -dijo, y lo dejó ahí.

– InterState financió una parte importante de los costes de investigación y desarrollo del Vortek. Acabo de devolver la mitad de los veinticinco millones que invirtieron en nosotros.

– ¿Por qué? -preguntó Clevenger.

– Porque no podemos cumplir. No creo que lo que John imaginó pueda conseguirse nunca. El Vortek era una fantasía pretenciosa.

– ¿No acabó el diseño?

– Probamos dos prototipos. Los dos fracasaron estrepitosamente.

– Su esposa me contó que el trabajo estaba completado. Que simplemente no quería ceder la propiedad intelectual. Coroway asintió con una sonrisa.

– San John, defensor de los oprimidos, enemigo de todas las armas de destrucción masiva. -Se recostó en su asiento-. ¿De verdad Theresa tiene tres coches patrulla apostados delante de su casa?

– Estoy seguro de que ya conoce la respuesta.

– Theresa cree en serio que John podía conquistarlo todo con ese asombroso cerebro suyo. Yo también casi lo creí. Hasta los últimos seis meses.

– Porque no pudo hacer realidad el Vortek.

– Porque no pudo ni acercarse. No con veinticinco millones de inversión. Créame, no hay ninguna oferta pública a la vista.

– ¿Por qué iba a mentir Theresa?

– Me parece que se cree de verdad lo que John le contaba. Que había vencido al radar, creado un misil fantasma, capaz de burlar las defensas enemigas. Pero que tenía demasiado buen corazón para permitir que su invento viera la luz. -Hizo una pausa-. La verdad es que John habría sido el primero en vender las patentes del Vortek al Gobierno de Estados Unidos, si algún día hubiera conseguido idearlo. Toda esa mierda pacifista que le contaba a su mujer era su forma de salvar la cara.

– ¿Se había dado por vencido? -le preguntó Clevenger.

– No. Habría significado que no era todopoderoso. Habría significado que su mente no podía alterar las leyes de la física. -Hizo una pausa-. Así que echó la culpa a su cerebro.

– ¿Lo que significa?

– Cada vez que tenía la sensación de que estaba cerca de conseguir un gran avance en el Vortek, sufría otro ataque. Creo que por eso empezó esta odisea hacia el quirófano con Jet Heller. Creía que la operación liberaría de su cerebro el poder al que no tenía acceso por culpa de la epilepsia.

– ¿Y usted qué cree?

– ¿Sinceramente? Creo que habría sido más fácil deshacerse de Grace Baxter. Le distraía.

– John se lo contó.

– No había secretos entre nosotros.

Parecía que Snow no había mantenido en secreto su relación con Grace Baxter en absoluto. Heller lo sabía. Coroway lo sabía. Había colgado un retrato suyo en su casa.

– También estoy investigando su muerte -dijo Clevenger.

– Lo sé.

Ninguna sorpresa. Coroway parecía saberlo todo sobre la investigación.

– ¿Alguna idea?

– Creo que no podía vivir sin él.

– Cree que se suicidó.

– A menos que encuentren pruebas sólidas y fehacientes de lo contrario. Había amenazado con suicidarse.

– ¿Cuándo?

– La primera vez que John le dijo que habían terminado, hará cosa de un mes. Dijo que se cortaría el cuello.

A Clevenger se le cayó el alma a los pies.

– Y tan sólo fue la última y más sublime forma de desconcertarle -dijo Coroway.

«Dijo que se cortaría el cuello.» Las palabras resonaron en la cabeza de Clevenger. Miró a Coroway, pero vio a Grace Baxter en el cuarto de baño, con el cuchillo de tapicero en la mano.

– ¿Se encuentra bien, doctor?

Clevenger se obligó a concentrarse.

– ¿De qué otros modos le desconcertaba?

– La tenía metida en la cabeza. Es la única forma que se me ocurre para describirlo. Estaba obsesionado con ella, como un crío de quince años. -Se calmó-. Era algo totalmente nuevo para John. Tiene que entenderlo, Theresa y él vivían juntos. Tuvieron hijos juntos. Pero nunca estuvieron juntos, juntos. John amaba su cerebro. Y ella también. Era un ménage ä trois. En cuanto se enamoró de otra persona, todo se volvió confuso. De repente, se sintió un hombre en lugar de una máquina.

Algo que también podía amenazar el futuro de Snow-Coroway. Los beneficios de la empresa dependían del cerebro de Snow.

– ¿Se alegró por él? -preguntó Clevenger.

– Durante un tiempo, sí, claro. Era fantástico verlo. Todo cambió. Estaba de mejor humor. Rebosaba energía como nunca. Hasta se compraba ropa decente, por el amor de dios. Le fascinaban cosas por las que antes no había mostrado ningún interés en absoluto: el arte, la música, incluso su hijo. Despertó a la vida.