Coroway se había alejado a toda prisa de la misma manzana de la ciudad donde su socio había recibido un disparo. Había huido del estado. Y no había vuelto. Podía volar de Washington a París, y de ahí a quién sabe dónde, si le apetecía.
– ¿Tiene pensado volver pronto a Boston? -le preguntó Clevenger.
– Mañana, seguramente -dijo Coroway-. Quizá pasado. Ojalá pudiera estar con nuestros trabajadores, pero la muerte de John me ha dejado con más trabajo que nunca. Y la mayoría está aquí, con nuestros proveedores y clientes, incluidos los tipos del Congreso. Debo tranquilizarlos y decirles que seguimos en el negocio.
– ¿Van a seguir? -preguntó Clevenger.
Coroway frunció los labios casi de forma imperceptible.
– Nadie es indispensable -dijo-. Yo he construido Snow-Coroway tanto como John. Él era un genio, pero hay personas con mucho talento trabajando por debajo de él. -No parecía creerse sus propias palabras-. Y tengo que recordarme que, a pesar de lo creativo que era, nos hizo dar palos de ciego durante meses con el Vortek. Debimos dejar el proyecto mucho antes.
Los ojos de Clevenger volvieron a fijarse en los gemelos de Coroway, los pequeños cazas dorados. Su pregunta había sido ingenua. El negocio era el negocio. El espectáculo debía continuar sin Snow.
– ¿Quién cree que lo mató? -preguntó.
– No tengo ni idea -dijo de inmediato.
Parecía que era lo único que Coroway no sabía.
– ¿No sospecha de nadie?
– Ése es su trabajo.
– Por eso se lo pregunto.
Coroway se puso en pie y caminó hacia la ventana.
– Quizá todos seamos un poco culpables.
Ese mea culpa recordaba vagamente a la peculiar confesión de Lindsey Snow.
– ¿Por?
– Todos necesitábamos a John en nuestras vidas, por razones distintas -dijo Coroway, esta vez con una voz más suave, menos segura de sí misma-. Grace, Theresa, los hijos de John. Yo. Quizá nadie tenga las manos limpias.
Clevenger quería presionar un poco más a Coroway.
– Hábleme de las suyas -le dijo.
Coroway se volvió hacia él. Estaba pálido.
– Le conté a Lindsey lo de Grace Baxter.
Clevenger imaginó los ojos fríos y vacíos de la chica.
– ¿Le contó que su padre tenía una aventura?
– No me enorgullezco de ello.
– Entonces, ¿por qué…?
– Es una chica muy convincente -dijo Coroway-. Estaba llorando, preguntándose qué había cambiado entre ella y su padre. Ella era la única persona de su vida que podía competir con el trabajo para ganarse su atención. John la adoraba. De repente, lo estaba compartiendo.
– Con Grace.
– Con Grace. Con Kyle, su hermano. Con Heller. Caray, con todo Estados Unidos, si lo piensa. De repente, su padre era famoso. Era difícil verla sufrir. -Meneó la cabeza con desaprobación. Parecía verdaderamente indignado consigo mismo-. Grace llamó a la casa para concretar la entrega de un óleo de la galería. Lindsey percibió unas vibraciones raras. Me preguntó si pasaba algo. Y se lo conté.
– Pudo mentirle.
– Debí hacerlo.
– ¿Por qué no lo hizo?
– Porque Baxter no era buena para él -dijo de inmediato. La respuesta no pareció satisfacerle a él más de lo que satisfizo a Clevenger-. Quería que volviera. Suena patético, ya lo sé. Me preocupaba el negocio. Y echaba de menos a mi amigo.
– ¿Me está diciendo que cree que Lindsey mató a su padre?
– John estaba jugando a un juego peligroso. Tenía a tres mujeres colgadas de él.
– Theresa, Grace y Lindsey.
– En cuanto a Theresa, ella quería su cerebro. No creo que le interesara demasiado lo que hiciera con el resto de su anatomía. Grace parecía más autodestructiva que otra cosa, con esas amenazas de cortarse el cuello y todo eso.
«Cortarse el cuello.» Las palabras no lo hirieron menos la segunda vez que las oyó.
– Lo que nos deja a Lindsey -logró decir.
Una mirada perdida asomó a los ojos de Coroway.
– Estaba tan furiosa… -dijo-. En cuanto se lo dije, supe… supe que jamás lo superaría.
– Se derrumbó.
– No. Eso fue lo que me preocupó. Se quedó muy callada. Muy quieta. -Volvió a centrar la mirada en Clevenger-. Entonces dijo algo que no entendí en absoluto.
– ¿El qué?
– Me dijo que no tenía ni idea de cuánto odiaba Kyle a su padre. -Meneó la cabeza con incredulidad-. No capté por qué hacía ese salto, de ella a su hermano. Pero creo que ahora quizá sí lo entienda.
Capítulo 13
Coroway se ofreció a llamar un coche para Clevenger después de la reunión, pero éste le dijo que había quedado para cenar pronto con un viejo amigo a unas manzanas tan sólo de allí. No iba a subirse a un sedán desconocido que hubiera pedido un hombre con cazas por gemelos y un socio que había aparecido muerto de un disparo en un callejón. Caminó tres manzanas, paró un taxi, se subió y le dijo al conductor que lo llevara de vuelta al Reagan National.
La primera llamada que realizó por el camino fue a su ayudante. Kim Moffett. Los medios de comunicación se habían enterado de que la policía de Boston había contratado a Clevenger para encontrar al asesino de Snow. Más de una docena de periodistas habían llamado a su consulta. Había equipos de televisión pululando por el aparcamiento. Moffett estaba tan sobrepasada por aquel caos que esperó hasta el final de la llamada para decirle a Clevenger que Lindsey Snow se había pasado por allí hacía veinte minutos.
– ¿Ha dicho qué quería? -preguntó Clevenger.
– No. Pero ha dicho que no era urgente. No estaba llorando ni parecía afligida ni nada.
Moffett se había vuelto extremadamente cautelosa después de lo sucedido con las llamadas de Grace Baxter, lo cual hacía que Clevenger aún se sintiera peor por no haberlas devuelto.
– ¿Ha dejado algún número?
– Su móvil. 617-555-8131.
– La llamaré.
– ¿Puedo comentarte algo raro sobre ella? -preguntó Moffett.
Clevenger había aprendido a que no lo confundieran la juventud de Moffett, sus rizos rubios o su voz dulce; era de lo más espabilada.
– Dispara.
– Me hablaba como si me conociera. Y hablaba de ti como si esperaras que se pasara por aquí. Como si lo hiciera todos los días. Ha podido convertirse al instante en mi mejor amiga. Así de fácil. ¿Vive en una especie de mundo de fantasía o qué le pasa?
– No lo sé -dijo Clevenger-. Viva en el mundo en que viva, mantente alejada de ella.
– Captado.
– ¿Algo más?
– North no está, pero me ha dicho que te recordara que le llamaras cuando salieras de la reunión, que debe de ser el caso, puesto que me has llamado.
– Lo haré.
Clevenger llamó a Anderson y enseguida lo puso al día sobre la reunión con Coroway. Decidieron que Anderson se pasaría por el Mass General durante el turno de once de la noche a siete de la mañana con una fotografía de Coroway sacada de internet. Valía la pena comprobar si algún trabajador recordaba haber visto a Coroway en el vestíbulo, en la cafetería o en el aparcamiento, o cerca del callejón donde encontraron a Snow.
La siguiente llamada fue a Lindsey Snow.
– ¿Diga? -contestó.
– Soy el doctor Clevenger -dijo.
– ¿Qué tal? ¿Estás en tu consulta?
Su tono era inapropiadamente informal.
– No -dijo Clevenger-. Me han dicho que te has pasado.
– ¿Cuándo vas a estar? ¿Puedo ir a verte?
Clevenger miró la hora. Las cinco y diez. Si cogía el vuelo de las seis a Boston, podía estar en la consulta a las ocho. De todas formas, Billy no llegaría a casa de la operación hasta más tarde. Sabía que iba a hablar sin la autorización de Theresa Snow con su hija de dieciocho años, pero no era algo prohibido en la investigación de un homicidio. Y seguramente podría arreglarlo para que Moffett se quedara hasta tarde, para que hubiera por ahí una tercera persona.