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– Es cirujano -dijo Clevenger-. Acaba de salir de quirófano.

– Dos médicos en este antro -dijo Jack. Sirvió las bebidas-. Yo invito.

– Gracias -dijo Heller.

– Tenlo en cuenta, por si tienen que operarme de una hernia o de apendicitis.

– Es neurocirujano -dijo Clevenger.

– Neuro… -dijo Jack-. Del cerebro. -Miró a Heller entrecerrando los ojos-. Espera… espera… espera un segundo. Eras su cirujano. El del profesor muerto.

Heller se puso tenso.

– Eso es.

– Jet Heller.

– Sí.

– Debe de haber sido duro. Toda esa publicidad preoperatoria sobre que al tipo iban a hacerle una lobotomía, y luego va y el cerebro le salta por los aires.

– Ha sido muy difícil -dijo Heller.

– Habría sido bonito colgarse esa medalla. Siento que la cosa no saliera bien -dijo Jack.

– No me preocupaba colgarme una medalla -contestó Heller.

Jack metió la mano debajo de la barra para sacar una botella de Johnnie Walker etiqueta roja.

– Sí, claro. Apuesto a que odias los titulares.

Los músculos de la mandíbula de Heller se tensaron.

Jack comenzó a servir la copa de Heller.

– Estás hablando con Jack Scardillo. Llevo once años tras esta barra. -Le acercó la bebida-. ¿Dejamos el tema?

– Mejor -dijo Heller, clavándole la mirada.

Jack llevaba tras la barra el tiempo suficiente como para saber con certeza una cosa: cuándo un cliente estaba dispuesto a saltar la barra. Esbozó una sonrisa que reveló un par de dientes inexistentes.

– He estado un poco cabrón. -Extendió la mano.

Jet Heller se la estrechó, pero su mirada seguía siendo glacial.

– No pasa nada -dijo.

– Vamos a sentarnos -le dijo Clevenger a Heller-. Todos hemos tenido un día largo.

Clevenger y Heller se sentaron a una mesa situada junto a la ventana frontal, debajo de un letrero luminoso de Budweiser.

– Siento lo que ha dicho -le dijo Clevenger.

– No he puesto suficiente distancia con la pérdida de John para bromear sobre ello -dijo Heller. Señaló con la cabeza la coca-cola light de Clevenger-. ¿No bebes?

Clevenger podía oler el whisky de Jet Heller, casi saborearlo.

– Hoy no.

– Bien hecho. ¿Te importa que yo beba? -En absoluto.

Heller bebió un trago largo de whisky. Clevenger se bebió la mitad de la coca-cola light.

– Has ganado tu batalla en el quirófano.

– Me siento genial -dijo Heller-. Porque recuerdo todas y cada una de las veces que he perdido. Me alegro de que la primera experiencia de Billy no haya sido una de ésas. -Bebió otro trago de whisky-. Y tú, ¿qué tal? ¿Superando la desagradable muerte de Grace Baxter?

– Aún estoy intentando entenderla -dijo Clevenger.

Heller se quedó mirando el contenido del vaso.

– En medicina hay pocas cosas que sean exactas -dijo.

A Clevenger le gustaba la dirección que estaba tomando Heller. Parecía que podrían volver al caso Snow.

– En psiquiatría, te refieres -dijo.

Heller levantó la vista.

– En todas las especialidades. La patología, por ejemplo. Es un campo en el que se diría que las respuestas están clarísimas. Tomas muestras de tejidos, las colocas en un portaobjetos y las miras en el microscopio. Imaginas que podrás decir «sí, no hay duda, es cáncer», o «no, no hay ninguna duda, no lo es». Pero no es así. Patólogos muy competentes pueden ofrecer lecturas distintas sobre un mismo espécimen. Tuve que mandar unas muestras de tejido a cuatro laboratorios distintos antes de tener la seguridad de que estaba ante un caso de cáncer, y no era un caso raro, sino un tumor benigno. E incluso entonces, acabé decantándome por la opinión de una persona y no por la de otra. El Mass General contra el Hopkins. El Hopkins contra el Instituto Nacional de Sanidad. Porque en realidad las enfermedades son espectros.

– Algunas -le dijo Clevenger para provocar.

– Todas. Fíjate en la diabetes. Hay casos claros, pero los hay que son dudosos, y los hay que son subclínicos. Quizá el paciente la padezca, quizá no. Le haces una glucemia, y te da una lectura equívoca, así que tienes que hacerle una en ayunas y luego ver los niveles de hemoglobina glicosilada. Quizá valga la pena tratarla, quizá no. Pasa lo mismo con la hipertensión. Hay un montón de casos claros, pero no tienen nada que ver con el arte real de la medicina. Éste entra en juego cuando la tensión de alguien habitualmente es normal, pero sube un poco con un café o con demasiado estrés; ahí es donde hay que valorar si existe o no enfermedad. -Se acabó el whisky.

– Con la epilepsia pasaría lo mismo -dijo Clevenger, notando, por una milésima de segundo, una sensación maravillosamente cálida en la garganta. Miró a Jack y señaló el vaso vacío de Heller.

Éste asintió, pero no dijo nada.

– A lo que me refiero es que habrá gente que presente una actividad cerebral anormal, pero que no llegue al nivel de la epilepsia propiamente dicha -dijo Clevenger.

– Claro -dijo Heller-. El dos o tres por ciento de las personas que hay aquí presentarían impulsos de actividad eléctrica si les hiciéramos un electroencefalograma. Clevenger sonrió.

– ¿Aquí? Yo diría que el cinco o el diez por ciento.

– Por eso espero que vayas superando el sentimiento de culpabilidad que tienes por Grace Baxter. Olvídate de la diabetes, la hipertensión y la epilepsia. Es totalmente imposible que alguien prediga con exactitud si una persona padece depresión mortal. Ni siquiera hay un microscopio para ello. Ni un electroencefalograma. Nada de nada.

Jack se acercó a la mesa con otro whisky y lo dejó delante de Heller. Le dio un golpecito en el hombro al marcharse de la mesa.

Heller no le respondió con ningún gesto.

– Déjame hacerte una pregunta -dijo Clevenger-. ¿Qué me dices de Snow? ¿De su electroencefalograma?

– ¿Qué pasa con él? Le hicimos de todo. Electroencefalogramas, resonancias magnéticas, tomografías por emisión de positrones.

– ¿Los resultados eran clarísimos, o requirieron alguna interpretación?

– Eran muy claros -dijo Heller. Levantó el vaso y bebió un trago.

– Entonces, presentaba un caso clásico de epilepsia -le guió Clevenger.

– Si es que existen casos clásicos -dijo Heller-. Tenía crisis generalizadas tónico-clónicas, pérdida de conciencia, se mordía la lengua durante los ataques, que iban acompañados de una actividad eléctrica anormal en múltiples partes del cerebro, incluidos el lóbulo temporal y el hipocampo.

Clevenger bebió un trago de coca-cola light y se aclaró la garganta.

– Y la patología, la actividad eléctrica anormal, satisfizo al Comité de Ética. Sólo les preocupaban los efectos secundarios de la operación.

– Mira, cuando tratas con el comité de un hospital, sabes tan bien como yo que te formulan todas las preguntas habidas y por haber, reales o imaginarias. En pocas palabras: era la vida de Snow. Odiaba los ataques. Quería deshacerse de ellos.

Aquello dejaba sin responder la pregunta de si uno o más miembros del Comité habían tenido dudas respecto a si la epilepsia de Snow era real o no. Clevenger decidió insistir.

– ¿Qué mostró el electroencefalograma? Tú lo has llamado «actividad eléctrica anormal». Pero, como bien has dicho, todas las enfermedades son un espectro. ¿En qué lugar del espectro estaba el caso de Snow? Si no hubiera presentado espasmos musculares tónico-clónicos tan espectaculares ni se hubiera mordido la lengua y todo eso, ¿habrías diagnosticado epilepsia basándote sólo en el electroencefalograma?

– Pero los tenía -dijo Heller. Hizo una pausa-. ¿Qué me estás preguntando realmente?

– Si yo supiera que en realidad lo de Snow eran pseudoataques, tendría que haberme preguntado por su estabilidad psicológica general -dijo Clevenger.

– Sí -dijo Heller. Sonrió, pero de un modo forzado-. Pero eso no es lo que has insinuado. Lo que quieres saber en realidad es si le habría realizado una operación neurológica experimental a John Snow simplemente para liberarle de sus relaciones, de su pasado, con o sin epilepsia. Para darle una vida nueva. ¿Me equivoco?