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– Crees que el hecho de que tu padre ya no esté, hará que te sientas mejor, ¿no es así? -le preguntó Clevenger.

– Más o menos.

– Pues te equivocas.

– La única persona que siempre se ha preocupado por mí ha sido mi madre. Ahora somos una familia monoparental. Ya me siento mejor.

– Quizá sí, durante una semana. Tal vez dos. Pero la verdad es que borrar a tu padre de la faz de la tierra no cambia el hecho de que aún esté dentro de ti.

– Nunca me ha ido ese rollo New Age.

– Por eso consumes Oxys, por cierto. Las tomas para alimentar la parte de ti que es tu padre, la parte que cree que no sirves para nada, que nunca debiste nacer.

– Ahí fuera hay mucho Oxy

Clevenger sonrió para sí. Hubo un tiempo en que él pensaba iguaclass="underline" que mientras tuviera alcohol y coca suficiente, no tenía ningún problema.

– No hay suficiente Oxycontin en el mundo para aplacar ese sentimiento. No a largo plazo. El único modo de conseguirlo es comenzar a pensar, y a sentir, por ti mismo.

Kyle puso los ojos en blanco y apartó la mirada.

– Mi padre utilizaba un cinturón para convencerme de que no debía vivir. En realidad, creo que fue más fácil enfrentarse a eso que al hecho de ser ignorado. Cuando te ignoran, empiezas a preguntarte incluso si existes. Yo lo sabía, sólo por los moratones… -Cerró los ojos, recordó. Cuando los abrió, Kyle lo miraba fijamente-. Bueno, ¿qué se te da bien? -le preguntó Clevenger-. ¿Por qué estás en este planeta?

– Se me da muy bien conseguir que me detengan. Eso se lo aseguro.

Clevenger siguió mirándolo. Diez segundos, quince. «Vamos -pensó para sí-, abandona ya.» Diez segundos más. Estaba a punto de darse por vencido, dejarlo estar, cuando Kyle habló por fin.

– No se me da mal el dibujo -dijo, y toda la bravata de chico duro se evaporó al pronunciar aquellas palabras, que dejaron tras ellas a una persona que parecía terriblemente vulnerable. Un cervatillo asustado-. Supongo que lo heredé de mamá.

– ¿Qué clase de dibujo?

– Arquitectónico, como ella. Se me da bastante bien. Bueno, eso creo.

– ¿Lo sabe ella?

– No.

– Quizá deberías decírselo.

– Sí, quizá sí -dijo sin ningún entusiasmo.

Clevenger sabía qué problema tenía Kyle Snow con esa sugerencia. Era el amor de su padre el premio con el que había soñado en silencio. Buscar de manera activa el afecto de su madre significaría que había perdido el de su padre, definitivamente.

– Kyle, voy a decirte algo sin andarme con rodeos, porque no creo que exista la posibilidad real de que pases cien horas con un psiquiatra para entenderlo: tu padre era incapaz de querer a nadie. Adoraba la belleza y la perfección. Adoraba su propia mente. Pero no podía comprenderse a sí mismo, ni a nadie, incluida tu hermana. Quizá Grace Baxter podría haberlo arreglado, quizá no. Resultó ser demasiado tarde.

Kyle bajó la mirada a la mesa y se encogió de hombros.

– Así que ahora tienes que quererte a ti mismo -prosiguió Clevenger-. No te queda otra opción. Tienes que pensar en el talento que tienes, en el don que puedes ofrecer al mundo que te rodea. Y tienes que aprovechar la oportunidad de ofrecerlo. Y si lo haces, estarás demasiado ocupado como para ir buscando Oxycontin. Porque ya no estarás ocupado odiándote.

– Lo que usted diga.

Clevenger sintió el impulso de tomar cartas en el asunto como padre sustituto de Kyle. ¿Era porque aquel chico le necesitaba de verdad?, se preguntó. ¿O porque Clevenger deseaba que alguien hubiera hecho lo mismo por él? En cualquier caso, no pudo resistirse.

– En cuanto acabe la investigación -le dijo a Kyle-, me gustaría echar un vistazo a lo que hayas dibujado. Tengo algunos amigos en estudios de arquitectura. Estoy seguro de que estarán dispuestos a hablarte de este mundo.

– Siempre que no me haya detenido por asesinato, quiere decir -dijo Kyle.

Clevenger oyó una pregunta muy escondida en ese comentario aparentemente brusco, una pregunta sobre hasta qué punto iba Clevenger a hacerle de padre. ¿Lo entregaría a la policía si resultaba que era culpable? Y al escuchar aquello, le quedó claro lo importante que era no fingir que Kyle era su paciente, y menos aún su hijo. Estaba corriendo el mismo peligro que con Lindsey Snow: perderse dentro de la dinámica emocional de la familia Snow. Miró a Kyle a los ojos.

– Si tengo que detenerte por asesinato, amigo mío, tendrás todo el tiempo del mundo para dibujar -le dijo-. Y seguiré queriendo echar un vistazo a tus dibujos.

* * *

North Anderson estaba esperando a Clevenger en el vestíbulo de la prisión cuando salió. Clevenger se acercó a él.

– Coady me ha dicho que estarías aquí -dijo Anderson-. He descubierto algo que deberías saber.

– ¿Qué? -preguntó Clevenger.

– He comenzado a revisar los consejos de administración de los contratistas militares, esperando encontrar a alguien que conociera, para que nos ayudara a investigar el Vortek. No he visto a nadie que me resultara familiar. Eso sirve para Lockheed, Boeing y Grumman. Luego he decidido pasarme por la tesorería del estado, para mirar los archivos corporativos y verificar su propio consejo de administración.

– ¿Y?

– Ninguna sorpresa, en realidad. Están Coroway, Snow, un ángel inversor de Merrill Lynch, y un profesor de Harvard, ese genio informático que se llama Russell Frye. El único inusual es Byron Fitzpatrick, quien resulta que fue secretario de Estado de la administración Ford. Pero imagino que este tipo seguramente estará en mil consejos.

– Quizá -dijo Clevenger-, pero también es presidente de InterState Commerce, la empresa que Coroway visitó ayer en Washington.

– Entonces tenemos trabajo que hacer. Porque mi siguiente parada fue una visita a mi colega del departamento de hacienda de Massachusetts. Le pedí que mirara las declaraciones del impuesto de sociedades de Snow-Coroway de los últimos cinco años. Adivina quién compró el diez por ciento de la empresa en 2002.

– Soy psiquiatra, no parapsicólogo.

– El Beacon Street Bank.

La contundencia de la información hizo que Clevenger retrocediera un paso.

– Pagaron veinticinco millones por el diez por ciento de la empresa.

Clevenger recordó que Collin Coroway le había dicho que la cantidad que se había dedicado originalmente a los fondos de I+D del Vortek era de veinticinco millones de dólares. ¿Era sólo una coincidencia?

– Así que imagino que Reese y el Beacon Street estaban muy interesados en que el Vortek saliera al mercado -añadió Anderson.

– Entonces querría a Snow con vida -dijo Clevenger.

– Al menos hasta que el Vortek estuviera acabado. Creo que sería conveniente que yo también fuera a Washington, a echar un vistazo por la oficina de patentes. He preguntado a un par de abogados de patentes que conozco: la naturaleza real de cualquier patente de misiles estará clasificada. Pero Snow y Coroway aparecerían en el registro si hubieran presentado alguna.

– Ten cuidado. Es obvio que estamos pisándole el terreno a alguien.

– ¿Lo dices porque ese federal te ha noqueado?

Clevenger se tocó la nuca dolorida.

– Por eso y porque Whitney McCormick ha volado hasta aquí para intentar pararme los pies. Vuelve a trabajar en el FBI.

Anderson esbozó una gran sonrisa.

– ¿Cuánto pensabas tardar en decírmelo?

– Estaba en la comisaría de policía cuando he ido a ver a Coady.

– Eso sí que es un verdadero avance en el caso. En tu caso, al menos. Ya fue muy difícil decirle adiós una vez. Podría haber vuelto para quedarse, amigo mío.

– Tiene otros planes.

– Quizá. Pero creo que eres tú quien ha de tener cuidado -dijo Anderson.