– Aún no puedo borrar a Kyle de ninguna lista -dijo Clevenger.
– ¿Y a Lindsey?
– Ella tenía acceso a la pistola, igual que su hermano. Sabía lo de la aventura, igual que él. Y todo su mundo estaba cambiando porque Snow estaba cambiando.
– Entonces, no la borramos -repuso Coady-. ¿Y la mujer?
– Ídem. Snow era como la piedra angular de su familia. Si él se iba, la familia se desintegraba. Y todos lo sabían, al menos inconscientemente.
– Ya te dije que generar una lista de sospechosos en un caso como éste es fácil. Lo complicado es reducirla.
– Cierto -dijo Clevenger-. Pero me alegro de tener aquí a Reese, a pesar de todo. Es el único de la lista que iba manchado de sangre cuando lo conocí.
Clevenger abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró.
Reese, que llevaba un traje gris de raya diplomática, camisa blanca y una corbata color burdeos, se levantó de la larga mesa de madera donde estaba sentado junto al abogado Jack LeGrand.
– ¿Qué coño hace usted aquí? -le preguntó a Clevenger.
– Trabajo con la policía, ¿recuerda? -contestó él-. Tengo que hacerle unas preguntas.
– ¿Que usted tiene que hacerme unas preguntas?
– Siéntese -dijo Clevenger.
Reese siguió de pie.
LeGrand puso la mano en el brazo de Reese y con suavidad, hizo que se sentara en la silla. Tendría unos cincuenta años, el pelo rojizo ondulado, los labios gruesos, las cejas largas y los ojos marrón oscuro, casi negros. Parecía un lobo meditabundo endomingado con su traje de Armani de dos mil dólares.
– Me alegro de verte, Frank -dijo, con una voz gutural que en la sala de un tribunal sonaría atronadora al instante.
Clevenger lo saludó con la cabeza y se acercó a la mesa. Sacó una silla y se sentó.
– ¿Le han leído sus derechos? -le preguntó a Reese.
– Deberían leérselos a usted -sentenció Reese furioso.
– Mi cliente no está detenido -dijo LeGrand-. Está aquí por voluntad propia.
– Vamos al grano, pues -dijo Clevenger. Miró a Reese-. ¿Cuándo descubrió que su esposa tenía una aventura con John Snow?
Reese le devolvió la mirada, sin inmutarse.
– Mi cliente no responderá a esa pregunta -dijo LeGrand-. Estoy seguro de que lo entiendes.
– No estoy seguro de entenderlo -dijo Clevenger, a pesar de que sabía exactamente por qué LeGrand le daría a su cliente la instrucción de no responder. No tenía nada que ganar si hablaba oficialmente. La única razón por la que LeGrand permitía el interrogatorio era para hacerse una idea de en qué dirección podía ir la policía-. ¿Estás apelando a su derecho de acogerse a la quinta enmienda para no declarar en su contra? -le preguntó Clevenger.
– No me hace falta -dijo LeGrand-. No está acusado de nada. No eres miembro de un gran jurado. Esto no es un juicio. Mi cliente elige no responder, eso es todo. Quizá no le guste tu tono de voz.
Clevenger volvió a mirar a Reese.
– ¿Sabía que se veían en el Four Seasons?
– Un hotel precioso -dijo Reese-. A mí también me gusta.
– ¿Dónde encontró la nota de suicidio de su esposa? -preguntó Clevenger.
Los músculos de la mandíbula de Reese se tensaron.
– ¿Cómo tiene el valor de mencionar el suicidio de mi mujer? Si no fuera por usted, aún estaría viva.
Esas palabras seguían afectando muchísimo a Clevenger. Hizo lo que pudo para impedir que se notara.
– ¿Cuántas veces le llamó ese día para pedirle ayuda? -preguntó Reese.
LeGrand le tocó el brazo.
– De nuevo -le dijo a Clevenger-, mi cliente no hará ningún comentario sobre si halló o no una nota de suicidio ni sobre dónde la encontró o dejó de encontrar.
A Clevenger le pareció que la conversación no pasaría de ahí. Quería desconcertar a Reese, que se preguntara cuánto podía tener la policía en contra de él.
– Se reunió con Kyle Snow, ¿verdad?
– Sin comentarios -dijo LeGrand.
– ¿Le dio Kyle Snow algo en esa reunión? -preguntó Clevenger.
– No respondas -le dijo LeGrand a Reese.
– Que se acoja a la quinta enmienda -dijo Clevenger, sin apartar la mirada de Reese en ningún momento.
– No es necesario.
Clevenger siguió mirando a Reese.
– Entonces, deja que hable. No tiene nada que esconder, ¿verdad?
– Sigue -dijo LeGrand.
– La noche que su mujer fue hallada muerta, usted le dijo al agente Coady que había ido a ver a un abogado matrimonialista -le dijo Clevenger a Reese-. Dijo que por eso la nota de suicidio que se encontró en la mesita de noche de su esposa hablada de una ruptura. ¿A qué abogado fue a ver?
– Sin comentarios -dijo LeGrand.
– Tu cliente dijo que había ido a ver a un abogado matrimonialista -dijo Clevenger, mirando a LeGrand-. Deja que declare quién era, si es que fue a ver a alguno.
LeGrand sólo sonrió.
Clevenger necesitaba seguir insistiendo.
– ¿Sabía que su mujer estaba embarazada, señor Reese?
Reese frunció el ceño. Una punzada de dolor asomó a sus ojos.
LeGrand se inclinó hacia delante.
– De unos tres meses -dijo Clevenger.
– Quizá deberíamos poner fin a esto ahora mismo -dijo LeGrand, mirando a Reese.
Clevenger sabía que no le quedaba mucho tiempo.
– Cuando ella vino a verme, me dijo que se sentía prisionera de su matrimonio.
– Es usted un puto mentiroso -le espetó Reese.
Aquella reacción parecía extraña en un hombre que consideraba que su matrimonio estaba a punto de romperse.
– ¿Sabe las pulseras de diamantes que le regaló? Me dijo que era como llevar esposas.
Reese miró a Clevenger como si deseara con todas sus fuerzas saltar sobre la mesa y estrangularlo.
– Hemos terminado -le dijo LeGrand a Reese.
Reese siguió mirando a Clevenger.
– El bebé era de John Snow, por cierto -dijo Clevenger-. Nos acaba de llegar el análisis genético.
Reese cerró los ojos por un instante.
– George, de verdad creo que deberíamos irnos -dijo LeGrand.
Clevenger quería darle a Reese una información más.
– Su banco era un inversor importante de Snow-Coroway Engineering. Lo sabemos. ¿Realmente fue tan estúpido como para presentarle a su mujer a John Snow? Era un inventor, un genio. A las mujeres les encanta eso.
Reese miró a Clevenger.
LeGrand se levantó.
– George -dijo-. Nos vamos. Ya.
Reese no se movió.
– ¿Vio al instante que acabarían siendo amantes? Dicen que a veces esas cosas pasan, ¿sabe? Que es así de evidente, desde el principio. Mapas del amor, lo llaman. Personas que están predestinadas.
– Para, Frank -dijo LeGrand.
Reese cerró los puños.
– No es una imagen agradable -dijo Clevenger-. Le quitó el dinero y luego a su mujer. Veinticinco millones y a Grace. Tiene que ser irritante. Menudo beneficio obtuvo con la inversión.
Reese se lanzó hacia Clevenger desde el otro lado de la mesa. Éste intentó echarse hacia atrás, pero Reese lo agarró por el cuello de la chaqueta con la mano izquierda y con la derecha le asestó un golpe en el labio y el mentón.
Clevenger saboreó la sangre. Se quedó mirando a Reese, pero sin intentar zafarse de él.
– Tiene un carácter explosivo, George. ¿Qué dijo Grace para hacer que perdiera los nervios? ¿Le dijo que amaba a Snow, que el hijo que llevaba dentro era suyo?
Reese le golpeó de nuevo, en la frente.
LeGrand intentaba apartar a Reese de la mesa, pero apenas podía mantenerlo al otro lado.
– ¿Quería tener el bebé? -preguntó Clevenger-. ¿Era ella en realidad la que quería dejarle?
Coady entró corriendo en la sala y ayudó a apartar a Reese de la mesa. Miró a Clevenger.