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– Se acabó -le dijo-. Quiero verte en mi despacho.

Clevenger no se movió.

Reese intentó soltarse para arremeter otra vez contra él, pero Coady y LeGrand lo sujetaron.

Clevenger miró a Reese fijamente a los ojos.

– ¿Qué coño estás mirando, saco de mierda? -gritó Reese. Tenía el cuello y la cara rojísimos-. ¿Sabes lo que es ver a tu mujer desangrándose? ¿Tienes idea, joder?

– ¡Vete! -le dijo Coady a Clevenger.

Clevenger esperó unos segundos, luego se dio la vuelta y se marchó.

– Tendréis noticias nuestras -le dijo LeGrand a Coady-. Lo que acabas de presenciar es acoso, no trabajo policial. El doctor quería que pasara esto.

* * *

Clevenger estaba sentado en la silla de Coady cuando éste entró.

– ¿Qué coño ha sido eso? -preguntó Coady.

– No iba a darme nada -dijo Clevenger-. Se lo tenía que sacar yo.

Coady se sentó en la silla plegable metálica que había delante de su mesa.

– ¿Y qué has conseguido, aparte de un labio hinchado?

– No estoy seguro.

– Genial. Me habría gustado poder decirle al jefe que tenemos algo de nuestra parte cuando LeGrand nos ponga una demanda de un millón de pavos.

– He dicho que no estoy seguro de lo que tenemos. No he dicho que no tuviéramos nada. ¿Qué has visto desde la sala de observación?

– ¿Ahora me interrogas a mí? -preguntó Coady, meneando la cabeza con incredulidad.

– Vamos, compláceme.

– Te diré lo que no he visto. No le he visto confesar. No le he visto contestar ni a una sola pregunta. Le he visto estallar. He visto cómo le provocabas hasta que ha explotado.

– Sí, pero ¿cuándo?

– ¿Cuándo? Cuando te ha dado por su mujer.

– ¿El qué de su mujer?

– ¿Qué quieres decir? Que se tiraba a Snow.

Clevenger negó con la cabeza.

– No. No ha sido en ese momento. -Se levantó y se puso a caminar impaciente por el despacho.

Coady lo siguió con los ojos.

– No te hagas el Sócrates conmigo, Frank. No soy un puto estudiante de medicina.

Clevenger se detuvo y lo miró.

– No ha estallado cuando he mencionado que su mujer se acostaba con Snow. Ha sido cuando he dicho que ella lo quería.

– ¿Y?

– Que Kyle Snow me dijo que Reese se tomó la noticia sobre la aventura, incluida la nota de suicidio de Grace, con bastante tranquilidad. Casi como si ya lo supiera.

– De acuerdo… Quizá lo sabía. Muchos tipos se centran en la cuestión del amor cuando descubren que su mujer les engaña. «¿Lo quieres?», preguntan. Es el tópico, ¿no?

– Sí -dijo Clevenger-. Pero normalmente, cuando ya han preguntado eso, se quedan tristes, no furiosos. Buscan recuperar a la mujer, salvar la relación. -Respiró hondo y soltó el aire-. Sabía que estaban juntos, Mike. Lo que no sabía era que estaban enamorados. Y esa parte es lo que ha hecho que George Reese se pusiera tan furioso como para arremeter contra mí, y quizá tanto como para matar a su esposa.

– ¿Cómo nos ayuda eso ahora?

– Eso permite que me introduzca en su cabeza -dijo Clevenger-. Hace que piense como él.

– Genial, Frank. -Coady se frotó los ojos con las bases de las manos-. Déjame darte ese detalle confidencial, ¿vale? Tienes la mandíbula y el labio hinchados, y un verdugón en la nuca. Retírate ahora que vas perdiendo.

– Si alguien me quisiera ver muerto, lo más probable es que no estuviera hablando contigo en estos momentos.

– ¿Realmente quieres confiar en las probabilidades en cuanto a tu vida se refiere? Sé que lograste dejar la bebida. Es una verdadera inspiración para algunos de estos polis. Por el departamento se dice que también venciste al juego. Pero quizá no lo hayan entendido bien.

Clevenger bajó la cabeza e intentó pensar en por qué le molestaba tanto llevar guardaespaldas. Y como la mayoría de conexiones que explican el dolor que sentimos en nuestro corazón, fue incapaz de recordarlo. No podía ver la verdad porque era demasiado grande y la tenía justo delante. Era tan grande como le había parecido su padre, descollando sobre él cuando era niño. Y reconocerla habría significado recordar lo vulnerable y aterrado que estaba entonces, lo impotente que se sentía, lo mucho que necesitaba amor y protección, y que no había conocido ninguna de las dos cosas.

– No me gusta la idea -dijo-. No quiero que Billy lo vea. -Negó con la cabeza, porque sabía que no estaba dando ninguna explicación-. No quiero, y punto.

15:50 h

Clevenger había dejado el móvil en la camioneta. Salió de la comisaría de policía de Boston y consultó el buzón de voz. Billy le había dejado un mensaje a las 15:12.

– Me han dicho que me buscabas -decía-. Me voy al gimnasio.

Qué raro, estaba previsto que la operación de la niña de nueve años se alargara hasta la noche. Clevenger se preguntó si comprobar que Billy estaba en el quirófano le había arruinado la experiencia, por tratarlo como un niño delante de Heller. Llamó a Billy al móvil, pero no le contestó. Decidió ir al gimnasio a verlo.

Cuando entró, Billy estaba en el cuadrilátero, arrinconando a su oponente. El otro chico era larguirucho, aunque musculoso, y al menos quince centímetros más alto que Billy Soltó un corto que alcanzó a Billy en un lado de la cabeza y luego otro que le dio de lleno en la nariz.

Billy siguió presionando.

Clevenger se apoyó en la pared de hormigón y saludó con la cabeza a Buddy Donovan, el entrenador de Billy. Donovan le devolvió el saludo.

El otro chico estaba contra las cuerdas. Se agachó un poco y se inclinó a un lado y a otro mientras Billy soltaba una serie de zurdazos y derechazos, la mayoría sin ton ni son. Cuando pudo, el chico soltó sus propios puñetazos y le asestó un par de golpes rápidos.

Clevenger esperó la inevitable explosión apenas controlada, el modo que tenía Billy de acabar una pelea.

El otro chico lanzó un gancho de derecha que alcanzó a Billy en un lado del cuello.

Billy retrocedió.

Donovan miró a Clevenger y se encogió de hombros. Se acercó al cuadrilátero.

– ¿Qué haces ahí dentro, Bishop? -gritó-. Lo tienes donde quieres. ¿A qué esperas?

Billy lanzó lo que pareció una serie de puñetazos desganados. Dos dieron en el blanco, lo que obligó a su oponente a cubrirse de nuevo. Pero ninguno parecía tener demasiada sustancia. Entonces Billy retrocedió otro paso.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó Donovan, mirándolo desde abajo en un lado del cuadrilátero-. ¿Ha lanzado un golpe fantasma, u hoy no tienes ganas de pelear? ¿Quizá crees que ya estás listo para hacerte profesional? Te aburren los amateurs. ¿Es eso?

Billy lo miró. Al hacerlo, encajó un duro derechazo en la barbilla que le hizo tambalearse.

– Buen golpe, Jackie -le dijo Donovan al otro boxeador-. Creo que es todo tuyo. Hoy se está dando un pequeño respiro. Pero ten cuidado.

El chico dio dos pasos hacia Billy con los músculos de los brazos tensos, a punto. Se inclinó hacia la derecha, listo para lanzar un gancho de derecha, pero justo al hacerlo, Billy le asestó un único gancho de izquierda salido de la nada y cayó rodilla en tierra.

Donovan miró al chico y vio que luchaba por no desplomarse.

– Atrás, Billy. Ya no puede seguir -gritó.

Billy ya se había dado la vuelta y caminaba hacia su rincón. Cogió su toalla, separó las cuerdas y saltó fuera del cuadrilátero.

Clevenger se acercó a él.

– Creía que no estabas prestando atención. Supongo que me equivocaba.

Billy se encogió de hombros.

– Parece que tú también has bajado la guardia.

Clevenger se tocó el labio.

– Un sospechoso al que no le ha gustado mi línea de investigación. ¿No se suponía que tenías que estar en quirófano hasta la noche?

– Me aburría. -Se secó el sudor de la cara-. Tengo algo para ti en la taquilla. ¿Vienes conmigo?