Su primera reacción había sido cancelar la cita, pero la idea de dedicar la noche a trabajar le irritaba. Era obvio que estaba poniendo nervioso a alguien.
El siguiente paso fue llamar a Mike Coady.
– Hola, Frank -contestó Coady.
– He tenido un problemilla con la camioneta -dijo Clevenger.
– ¿Dónde estás? Mandaré una patrulla a recogerte.
– Ya han venido cuatro coches de Chelsea -dijo Clevenger-. No es una avería. Alguien la ha hecho estallar.
– Santo cielo. ¿Estás bien?
– He podido salir a tiempo. Una camioneta y una chaqueta de piel nuevas, y estaré como nuevo.
– ¿Tienes idea de quién ha sido?
– No. Había una nota de Lindsey Snow en el parabrisas, pero no creo que sepa cómo manipular un coche para que explote.
– ¿Qué dice la nota?
– Está confundida. Cree tener sentimientos hacia mí. En realidad, todo es porque estaba muy unida a su padre y lo echa de menos.
– De acuerdo… ¿Cuánto tiempo llevaba aparcado el coche?
– Tres horas, tres horas y media.
– Voy a mandarte a un agente para que te escolte -dijo Coady.
– Ya te dije que no me va eso de tener séquito -dijo Clevenger-. Pero estaría bien saber que alguien está pendiente de Billy. Ahora está aquí conmigo, pero tengo que marcharme. Se quedará en el loft.
– Pondré un coche delante de tu casa toda la noche, todas las noches, hasta que resolvamos el caso.
– Gracias.
– ¿Alguna noticia del viaje de Anderson a Washington?
– Por ahora no. -Se dio cuenta de que tenía que alertar a North Anderson sobre hasta dónde había llegado alguien para poner fin a la investigación-. Le llamaré ahora mismo.
– Si ha encontrado algo, dímelo. Voy a llamar a Kyle Snow para ver si puede dar cuenta de dónde ha estado esta tarde. No sería la primera vez que entregara algo por su hermana. También pasaré a ver a Collin Coroway y a George Reese.
– Te llamo mañana por la mañana.
– Aquí estaré.
Clevenger colgó. Llamó a Anderson, lo encontró en el móvil y descubrió que había aterrizado en Logan en el último puente aéreo y que aún no había llegado a su casa de Nahant. Le contó lo de la explosión.
– Quizá deberías tratar de pasar inadvertido unos días -dijo Anderson-. Yo puedo encargarme de todo.
– Alguien está asustado. No quiero aflojar.
– No sé si hacer que tu camioneta salte por los aires encaja en la definición de «estar asustado», pero capto la idea general.
– Cuéntame cómo te ha ido en Washington.
– He tenido una recepción muy fría en la oficina de patentes, pero aun así he conseguido algunos de los datos que necesitábamos.
– Dispara.
– Todas las patentes de Snow-Coroway están clasificadas. Tienen cincuenta y siete. Lo único que figura en el registro es la fecha en la que las solicitaron y la fecha en la que fueron concedidas. El contenido de la solicitud es secreto.
– ¿Hay alguna solicitud reciente?
– Tan reciente como que se hizo el día después de que muriera Snow -dijo Anderson-. La empresa solicitó dos patentes aquella tarde.
– ¿Para el Vortek?
– He intentado por todos los medios que conozco conseguir que la oficina de patentes me revelara la intención general de las solicitudes… Diseño de misiles, por ejemplo -dijo Anderson-. Incluso le he pedido a un abogado de patentes que conozco en Nantucket que lo intentara él, que citara el Acta de Libertad de Información. No han cedido ni un ápice.
– Si Snow dio a Collin Coroway y a George Reese lo que necesitaban, si creó el Vortek y cedió la propiedad intelectual, ya podían prescindir de él. Era el único obstáculo para sacar a bolsa Snow-Coroway. Pero ¿por qué había que matar a Grace?
– Buena pregunta.
– No parece que tengamos mucho tiempo para encontrar la respuesta.
– Eso querrá decir que ganaremos pronto.
– Me encanta tu optimismo -dijo Clevenger.
– Cuando empiece a parecer euforia, puedes ponerme en tratamiento.
– Ya te lo diré.
Clevenger cogió un taxi y llegó al Four Seasons a las once menos cinco, llamó a la operadora desde el vestíbulo y pidió que le pasaran con la habitación de Whitney McCormick.
– Hola -contestó.
– Estoy abajo.
– Dame dos minutos.
– Estaré fuera del Bristol.
Se reunió con él junto a la mesa de la jefa de salón. Llevaba una falda negra y una elegante rebeca de cachemira color crema con botones de nácar. Era evidente que se había tomado su tiempo para peinarse y maquillarse. Estaba elegante y hermosa. Nada exagerado, nada subido de tono; lo cual hacía que estuviera aún más seductora.
Clevenger sintió que una llave se introducía en la cerradura de su alma.
– Estás increíble -le dijo. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, se detuvo un momento para susurrarle al oído-: Siempre lo estás.
– Igualmente, doctor.
– Gracias -dijo, irguiéndose-. Pero si percibes un olor a metal quemado, puedo explicarlo.
Ella sonrió.
– ¿Qué quieres decir?
– Vamos a sentarnos.
La jefa dé salón los escoltó a un par de sillones anchos y mullidos junto a la ventana, que daba al Public Garden, con sus árboles elegantes flanqueados por luces blancas. Una camarera apareció como por arte de magia. Clevenger pidió un café. McCormick, un merlot.
– Tengo una buena excusa para llegar tarde -dijo Clevenger.
– A ver. -Se inclinó hacia delante y le cogió la mano.
No esperaba que lo tocara, pero le encantó.
– Mi camioneta ha saltado por los aires. Bueno, alguien la ha hecho saltar por los aires.
– Será broma.
– ¿Quién bromearía sobre algo así?
Se quedó pálida y le soltó la mano.
– ¿Qué pasa?
– ¿Tengo que repetírtelo? -dijo ella-. Estás pisando terreno peligroso.
– Se me da mejor nadar en la parte honda -dijo él-. Saber que la única alternativa es ahogarme me ayuda a motivarme.
– Estás pisando terreno peligroso por lo que a temas de seguridad nacional se refiere -dijo con un tono de voz objetivo, profesional-. No es inteligente de tu parte, y ya te he dicho que creo que es innecesario.
– ¿Hablas por ti misma o por el FBI?
– ¿Qué diferencia hay?
Quizá ya no había ninguna.
– Hablando de lealtad laboral -dijo Clevenger-. Espero que te den un coche de la empresa. Sólo asegúrate de que el arranque sea remoto.
– Crees que todo esto tiene gracia. Yo no.
Clevenger oyó preocupación en su voz, no irritación.
– Tendré cuidado -le dijo.
– ¿Tendrás cuidado? ¡Alguien ha hecho saltar tu coche por los aires!
– ¿Qué quieres? No tengo la más mínima intención de que un asesino se libre.
– ¿Por qué no vemos si podemos pasar el caso al FBI?
Aquello sonaba a estrategia.
– Es mi caso.
– No, es de Mike Coady. Te incorporó a su equipo como asesor.
– Te estás inmiscuyendo.
– Intento ayudar. La forma de interpretar la participación del FBI es simplemente como una señal de que hay fuerzas en juego que no puedes controlar.
– Cuando dejé la bebida, aprendí una cosa: lo único que puedes controlar es a ti mismo.
– Quizá vayas por buen camino -dijo-. Quizá la razón por la que no puedas retirarte del caso sea porque eres adicto a él.
– ¿A qué sería adicto exactamente? ¿A que me saqueen el piso o a que me fracturen el cráneo?
– A la oscuridad. A alguna visión idealizada e inflexible de la verdad, que sólo tú ves. Quizá por eso no me haces caso. Porque no puedes.
– Es posible -reconoció Clevenger-. Pero te seré sincero: no voy a dejar nunca este hábito. Es a lo que me dedico. Es lo que soy