– ¿Quieres que hablemos de ello? -le preguntó.
– Se ha jodido todo -dijo Billy.
– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?
– De todo.
– ¿Crees que esta vez habéis terminado definitivamente?
Se encogió de hombros y bajó la cabeza.
Algo le preocupaba de verdad.
– ¿Qué pasa? ¿Te ha hecho daño? ¿No querías que se acabara? Créeme, he pasado por eso. Puedes contármelo.
– Por esto no has pasado. No por lo mismo que yo. No lo creo, en cualquier caso. -Apartó la mirada.
Clevenger registró la advertencia. No parecía que fuera una simple ruptura.
– ¿De qué se trata? -preguntó Clevenger-. Sea lo que sea, Billy, no estás solo. Mientras yo esté aquí, no lo estarás.
Billy respiró hondo y de nuevo miró entrecerrando los ojos a algo que estaba muy, muy lejos.
– Dice que está embarazada -dijo-. Se ha hecho la prueba.
Clevenger intentó ocultar su propia sorpresa y decepción, que debían de ser una milésima parte de lo que sentía Billy, el pánico de ver que su vida tomaba una dirección inesperada, saltándose los caminos que pensaba que lo llevarían a un futuro más seguro.
– ¿Lo saben sus padres?
Negó con la cabeza.
– ¿Qué piensas tú? -le preguntó.
– Yo quiero que lo pierda -dijo, enfadado-. Pero ella no quiere.
Clevenger asintió.
– ¿De cuánto está?
– De cuatro semanas.
– Vale.
– Vale, ¿qué? -dijo Billy, con un nudo en la garganta.
– Nada, eso. Ven aquí.
Billy se acercó a él, pero se detuvo a unos pasos.
Clevenger le puso la mano en el ancho hombro y le tocó el cuello poderoso con los dedos.
– Todo se arreglará. Eso quería decir. Pase lo que pase, lo resolveremos juntos. Juntos saldremos adelante. -Lo atrajo hacia él y lo abrazó unos segundos, pero lo soltó cuando vio que los brazos de Billy se quedaban rígidos.
– Tengo que dormir un poco -le dijo, evitando mirarlo a los ojos. Se marchó a su cuarto y cerró la puerta.
Billy apagó la luz sobre las tres de la mañana.
Clevenger se quedó despierto en la cama. Recordó la cara de Billy cuando le había dicho que Casey estaba embarazada. Parecía asustado, aterrorizado. Y Clevenger quería asegurarse de que comprendía que su vida podía seguir adelante, incluso con la intrusión de acontecimientos sobre los que no tenía ningún control, aunque uno de esos acontecimientos fuera el nacimiento de un hijo o una hija en el decimoctavo año de su vida.
Mucho antes de oír hablar de John Snow o de Grace Baxter, Clevenger ya sabía que el riesgo de que una persona cayera en una depresión e incluso se suicidara era mayor cuando sentía que le habían secuestrado la vida, que era el pasajero de un avión con destino a un lugar al que no quería ir de ningún modo.
A veces, cuando hacerle de padre a Billy se hacía muy complicado, cuando los recuerdos de la brutalidad de su propio padre eran más nítidos, cuando llegaba a preguntarse si aquel lunático habría borrado una parte esencial dentro de él, esa parte que tenían los demás y que les permitía sentirse cómodos en el mundo y los unos con los otros, él mismo se sentía secuestrado. Y había fantaseado más veces de las que recordaba con la idea de enrolarse en uno de los petroleros gigantescos que entraban y salían del puerto de Chelsea, aceptar cualquier trabajo que pudieran ofrecerle y desaparecer.
Pensó en John Snow, en cómo él había encontrado la determinación necesaria para liberarse de su mujer, sus hijos y su socio, pero también de una mujer de la que se había enamorado profundamente, una mujer que llevaba en su vientre a un hijo suyo. Para la mayoría, la fuerza de ese vínculo era como la gravedad. Mantenía a hombres y mujeres dando vueltas los unos alrededor de los otros durante décadas, a veces totalmente aterrorizados, pero dando vueltas sin parar, estación tras estación, año tras año.
Algo explosivo debió de apartar a John Snow de la órbita de Grace Baxter, algo más poderoso que su amor. O al menos algo que parecía más poderoso.
Clevenger vio que la luz del cuarto de Billy volvía a encenderse. Le costaba conciliar el sueño tanto como a él. Un minuto después, oyó sus pasos en el salón, que se dirigía a los ventanales que daban al puente Tobin y se detenía allí.
Clevenger quería salir de la cama y estar con él, pero recordó la rigidez con la que Billy había recibido su abrazo. Y tenía que admitir que había cosas que uno no podía hacer por su hijo, como borrar sus errores. Podías sufrir con él, pero no en su lugar.
Billy volvió a moverse. Pero esta vez sus pasos se acercaban.
Llamó al marco de la puerta.
– Hola, colega -dijo Clevenger. Se apoyó en un codo y encendió la lámpara de la mesita-. Pasa.
Billy se quedó donde estaba. Parecía estar peor que hacía una hora; más pálido, incluso más asustado.
– Una noche dura -dijo Clevenger-. Creo que ninguno de los dos va a dormir mucho. Quizá deberíamos ponernos los vaqueros e ir a Savino's a comernos unas tortitas.
Billy no respondió.
– Podríamos ver un DVD -intentó Clevenger.
– Tengo que contarte algo más -dijo Billy.
A Clevenger se le cayó el alma a los pies. Se sentó en el borde de la cama.
– Te escucho.
– Te he mentido.
Clevenger esperó.
– No miré sólo los archivos de tu ordenador -dijo Billy. Bajó la vista al suelo y luego volvió a mirar a Clevenger-. Saqué copias.
– ¿De los disquetes? ¿Sacaste copias?
– De los disquetes y del diario.
Clevenger tuvo una sensación de fatalidad inminente. Lo que había llevado a Billy a su puerta, fuera lo que fuera, le preocupaba lo suficiente como para eclipsar el pánico de haber dejado embarazada a su novia-. ¿Por qué ibas a sacar copias de los disquetes? -le preguntó.
– Para Jet -dijo Billy.
– ¿Disculpa?
– Las saqué para el doctor Heller. Se las di a él.
Clevenger se había puesto de pie.
– ¿Le diste las copias a Heller? ¿Te lo pidió él?
– Me pidió que le contara todo lo que pudiera averiguar sobre el caso Snow.
– ¿Te dijo por qué quería que lo hicieras?
– Me dijo que quería saber quién había matado a su paciente. Quería ayudar a encontrar al asesino. Dijo que quien había matado a Snow había matado a todos aquellos que habrían venido tras él, a todos los que habrían podido someterse a la operación que iban a realizarle a él.
Parecía un motivo noble, y difícil de creer. La explicación más sencilla era que a J. T. Heller le preocupaba estar implicado en el asesinato de Snow y quería estar al tanto de la investigación. Eso no significaba que fuera culpable, pero le hacía escalar posiciones rápidamente en la lista de sospechosos.
– Lo siento -dijo Billy.
Parecía que lo decía en serio, pero que lo sintiera no arreglaba nada.
– ¿Por qué lo hiciste? -le preguntó Clevenger.
– No lo sé. Nunca nadie se ha portado tan bien conmigo como tú. Como esta noche. Pensé que me echarías o algo así. Pero no lo has hecho. Así que quería contarte la verdad sobre lo que hice.
El Clevenger psiquiatra comprendía dos cosas acerca de Billy: que era indudable que estaba poniendo a prueba el amor de Clevenger, y que era vulnerable a los planes de otros hombres que se relacionaban con él de un modo paternal. Si Jet Heller hubiera sido corredor de apuestas, seguramente Billy se habría pasado horas y horas cogiendo boletos en un bar de Chelsea en lugar de sujetando los retractores en el quirófano del Mass General.
Pero otra parte de Clevenger, la más vulnerable, quizá la más humana, aún sentía las cosas a un nivel más visceral que cerebral. Y esa parte suya estaba furiosa por haber sido traicionada por alguien a quien tanto se había esforzado en ayudar.