– Me has mentido -dijo-. Y has puesto en peligro la investigación de un asesinato.
– ¿Quieres que me marche? -preguntó Billy.
Clevenger lo miró y vio que aquella pregunta no se refería a irse de la habitación, sino a irse del loft. Billy estaba poniendo a prueba los límites de su amor por él, pero también su capacidad de poner límites, de moldear la personalidad de Billy en la medida en que eso fuera posible a la edad de dieciocho años.
– No quiero que te marches -le dijo Clevenger-. Te quiero. Que esto no funcionara sería, sin duda, lo peor que podría pasarme en la vida. -Se quedó callado unos segundos para que aquellas palabras calaran en él-. Pero si vas a robarme y a dinamitar mi trabajo, no nos quedará otra salida. -Miró a Billy fijamente a los ojos-. No podrás seguir viviendo aquí.
– No volverá a suceder. Nunca.
Clevenger asintió.
– No hablarás con Jet Heller. ¿Entendido? No tenía ningún derecho a utilizarte de ese modo. No es tu amigo. Y no sé por qué quería seguir la investigación tan de cerca. En realidad, no lo conozco de nada. Y tú tampoco.
– De acuerdo -dijo Billy.
Clevenger se preguntó si sólo lo decía para complacerle. Pero que Billy le hubiera trasladado de forma voluntaria la información sobre Heller lo dejó más tranquilo. Había asumido esa responsabilidad.
– Intenta dormir un poco -dijo-. Lo superaremos. Y pensaremos en cómo afrontar el tema de Casey.
– Sé que no merezco que me ayudes.
– ¿Sabes qué? -dijo Clevenger-. Ya va siendo hora de que dejes de intentar demostrarlo.
Capítulo 21
08:00 h
Clevenger no llegó a dormitar más de diez minutos seguidos; en total, durmió menos de una hora. A las cinco se levantó definitivamente, llamó a una agencia de alquiler de coches del aeropuerto de Logan y encargó que le llevaran un Ford Explorer. Ya sabía adonde quería ir primero.
Llamó a la consulta de Jet Heller y habló con Sascha Monroe.
– Soy Frank Clevenger -dijo.
– Me alegra oírte.
– Lo mismo digo -dejó que pasara un instante para remarcar la inmensa conexión que ambos evidentemente tenían-. Necesito pasar a ver a Jet.
– No está.
– ¿No estará en todo el día?
– Ha dicho que volvería a las once. Ha anulado la primera intervención. Estaba programada para las seis.
– No sabía que el gran Heller anulara intervenciones.
– No había anulado ni una en los cinco años que hace que lo conozco.
– ¿Se encuentra bien?
– Deberías preguntárselo a él cuando vengas.
– Te preocupa.
– Perdió a una niña. La del aneurisma que presenció Billy.
– Ya lo sé.
– De todas formas, me parece que no es sólo eso.
– ¿Qué quieres decir?
– Todo empezó cuando perdió a John Snow. -Sascha hizo una pausa-. No sé por qué te lo cuento. No eres su psiquiatra. Y yo tampoco.
– Te preocupas por él -dijo Clevenger-. Como también te preocupabas por John Snow.
Eso sirvió para que Monroe siguiera hablando.
– No es el de siempre. No para de decir que a John lo asesinaron, vuelve sobre el tema una y otra vez. Que si he leído algo en el periódico, que si he visto algo por la televisión. Está obsesionado.
– ¿Por qué crees que es?
– ¿Con franqueza? Creo que veía en John partes de sí mismo.
– ¿Como por ejemplo…?
– La idea de superar el pasado, de olvidar a la gente que te ha hecho daño y a la gente a la que tú has hecho daño. Creo que quería curarle los ataques a John Snow, pero que estaba incluso más entregado a liberarlo de los recuerdos.
– ¿Por qué le importaba tanto?
– Creo que por lo que le pasó de joven.
Clevenger recordaba la historia: los padres biológicos de Heller lo abandonaron, hacía novillos en el colegio y los servicios sociales lo encerraron por agresión.
– Me contó que descubrir la neurocirugía le cambió la vida -añadió Clevenger.
– Se la habría cambiado cualquier cosa que le diera la oportunidad de salvar vidas. Jet no quería pegarle un tiro a aquel niño, entiéndeme. Sólo tenía once años. Era un chaval con problemas. Pero creo que en el fondo él no lo ve así. Creo que nunca se ha perdonado.
Heller no le había contado a Clevenger que los servicios sociales lo habían detenido por disparar a alguien. Le dijo que había agredido a alguien.
– ¿El niño sobrevivió? -preguntó Clevenger-. No me lo dijo.
– No -contestó Monroe-. De eso se trata. Murió.
A Clevenger apenas se le ocurría qué decir tras esa revelación. Heller había matado a alguien. Por supuesto, eso no demostraba que hubiese vuelto a matar, pero suscitaba ese fantasma. Los asesinos son distintos del resto de personas: la empatía no los frena. Quizá Heller había cambiado, o quizá no.
– Es como si Jet deseara someterse a la operación que estaba a punto de realizarle a John -siguió Monroe-; por eso le importaba tanto. Aunque salve mil vidas, no creo que nunca se perdone haber quitado una. Y creo que por una vez le gustaría vivir sin esa culpa, empezar de nuevo.
– Puedes unirte a mi gremio cuando quieras -dijo Clevenger, esperando de esta forma poner fin a la conversación sin que se notara que estaba desconcertado.
– Gracias, pero bastante trabajo tengo con poner orden en mi vida, imagínate en la de otras personas.
Eso era una invitación a profundizar en la vida de Monroe.
– Deberíamos hablar de eso algún día.
– Algún día -dijo ella-. Así que ¿te esperamos a las once?
– Eso estaría muy bien.
– Te anotaré en la agenda. Hasta luego, entonces. -Cuídate.
Clevenger colgó. Se dirigió a los ventanales y miró el puente. El juicio de Monroe sobre Heller podía ser correcto. Su sed de liberarse de su propia conciencia podría haber alimentado un deseo extraordinario de liberar a Snow, junto con indignación si alguien acababa con su plan.
Pero había otra forma de ver a Heller. Quizá la emoción de llevar a cabo la intervención de la década se hubiese ido apagando a medida que veía de forma más clara las implicaciones morales. El trabajo de toda su vida, al fin y al cabo, se debía al deseo de reparar la vida que había quitado. Amputarle limpiamente a un hombre los hechos de su pasado podía ser considerado, a la larga, como ayudar a un fugitivo a huir de la justicia.
Heller le había contado a Clevenger mientras tomaban unas copas en el Alpine que habría operado a Snow aunque los ataques no hubiesen sido de verdad epilépticos, sino pseudoataques. Pero ¿y si no era cierto? ¿Y si Heller había deducido que no había forma de curar a Snow de los «ataques» con un bisturí, que lo único que podía hacer en el quirófano era destruir la memoria de Snow? ¿Y si pasar a los anales de la historia de esa forma le hubiese hecho sentirse como un farsante, un traidor a la profesión que adoraba? En tal caso, matar a Snow podía parecer la única salida, la única forma de defender la pureza de lo que él llamaba su religión: la neurocirugía.
Heller ya había matado una vez. El hecho de convertirse en médico, de curar a gente, ¿había sólo oscurecido su negrura esencial hasta ahora? ¿Era la historia de su vida, su karma, tan inevitable como la de John Snow?
La gravedad. Las órbitas. La implacable fuerza del pasado. ¿Alguna vez había logrado alguien liberarse?
Clevenger oyó a Billy salir de su cuarto. Se giró.
Llevaba unos vaqueros anchos, una camiseta de manga larga y una gorra de béisbol con el logotipo de una empresa de monopatines pintado con spray en la parte de delante. Se había colgado algunas cuentas de hierro en las puntas de las rastas.
– ¿Quieres que vaya a por lo que le di a Jet?
Oír a Billy usar el nombre de pila de Heller hizo que Clevenger se preguntara hasta qué punto estaba Billy molesto en realidad, hasta qué punto se tomaba todo aquello en serio. Y el hecho de que se planteara ir a verlo era aún más inquietante.