Выбрать главу

– Quiero que quede claro -le dijo Clevenger-. No hables con Jet Heller. No vayas a la consulta de Jet Heller. No cojas ninguna llamada de Jet Heller. ¿Lo has entendido?

– Yo sólo quiero hacer las cosas bien.

– Tienes que darme tu palabra de que no te acercarás a él.

Billy se encogió de hombros.

– Lo prometo -dijo, y suspiró-. ¿Alguna pista sobre qué decirle a Casey?

– ¿Qué quieres decirle?

– Que nos está jodiendo la vida a los dos.

Clevenger podría haber sonreído al oír con qué franqueza hablaba Billy pero se contuvo.

– Yo que tú ahora mismo no diría nada. Deja que se tome un tiempo para ella. Tiene que pensar en muchas cosas.

Billy asintió con la cabeza.

– ¿Estarás en casa cuando vuelva, a eso de las cinco?

– Hecho. -Observó cómo se iba-. ¡Eh, Billy! -gritó antes de que cerrara la puerta principal.

Billy se asomó por la puerta.

– Dime.

– Hoy tienes una limusina, el coche patrulla de ahí delante. No tienes más que decirle dónde dejarte.

– Genial. -Y se fue.

Clevenger descolgó el teléfono, llamó a North Anderson y lo puso al corriente de lo de Heller.

– Creo que debería ir otra vez al Mass General -dijo Anderson-, a ver si alguien puede confirmar que Heller estaba realmente dentro del hospital cuando asesinaron a Snow.

– Buena idea. ¿Qué más tienes?

– Hago todo lo que puedo para rastrear las finanzas de George Reese. He encontrado bastantes cuentas de corretaje y media docena de cuentas de mercado de dinero, por ahora. Ese tío estaba forrado, aunque perder veinticinco millones con el Vortek pudo cambiar las cosas.

– ¿A cuánto crees que asciende su fortuna?

– De momento, a menos que tenga dinero en un paraíso fiscal, quizá treinta, treinta y cinco millones. Y no sé qué otros préstamos tiene pendientes de pago el Beacon Street Bank. Pon que algunos de sus grandes prestamistas les fallaran y añade a eso el fracaso del Vortek. No es difícil imaginar que todo estallara.

– ¿Hay alguna forma de rastrear las cuentas de verdad? Coroway me dijo que devolvió la mitad del dinero de I+D dedicado al Vortek. Era una causa demasiado perdida. Me gustaría saber si de verdad lo hizo.

– Quizá necesite que me ayude un poco Vania O'Connor, si no está asustado. Una o dos contraseñas.

– No es fácil que se asuste. Llámale.

– Sí. ¿Adónde vas?

– A la consulta de Heller.

– ¿Quieres refuerzos?

– No. No es muy probable que me ataque en el hospital. Si es el hombre que buscamos, me encontraría en un callejón oscuro o me volaría el coche.

– La gente hace cosas raras cuando se ve acorralada.

– Tendré cuidado.

– Yo he dicho lo mismo un millón de veces, pero en realidad no sé cómo se hace.

Clevenger sonrió.

– No me pasará nada. Llámame si descubres algo.

– Tranquilo, colega.

* * *

Clevenger llegó a la consulta de jet Heller a las once menos diez. Había unos seis pacientes en la sala de espera. Sascha Monroe estaba trabajando con el ordenador. Se acercó a su mesa.

– Hola -dijo. Sascha alzó la vista.

– Hola.

¿Qué había en el hecho de no conocer a una persona que te permitía preguntarte si sería la respuesta a todos tus problemas? ¿Adónde conducía un mapa del amor en última instancia? ¿Al éxtasis, a la satisfacción? ¿O a la desilusión, a la traición? Si invitaba a Sascha Monroe a formar parte de su vida, si llegaba a conocerla como persona real y completa, ¿seguiría pudiendo fantasear con ella, adorarla?

– He llegado pronto -dijo Clevenger.

– No ha venido -respondió ella con voz preocupada.

– ¿No es normal?

– ¿En Jet? Suele llamar cinco veces antes de entrar por la puerta. «Coge tal historial», «llama a tal paciente», «imprime análisis».

– En cambio, hoy, nada.

– Ni una palabra. Le he llamado a casa. Nada. Al móvil. Nada.

Eso sí que era raro.

– ¿Le suele pasar cuando pierde a un paciente? -preguntó Clevenger en voz baja para evitar que algún paciente le oyera.

– No suele perder pacientes. Cuando le pasa, no es el mismo, pero no desaparece.

– En cualquier caso, todavía no son las once.

– Ya lo sé, pero aun así…

– Vamos a esperar a ver qué pasa.

Sascha asintió, pero era evidente que estaba preocupada.

Clevenger se sentó en la sala de espera, cogió un ejemplar del Time y lo ojeó. Pasaron cinco minutos. Diez. Quince. Llegaron dos pacientes más. Un hombre que esperaba y al que le salía una cánula del cuero cabelludo miró el reloj y meneó la cabeza en señal de irritación. Clevenger miró a Sascha y vio que ella lo miraba. Ahora sí que su rostro reflejaba preocupación. Se levantó y se dirigió hacia ella.

– Algo va mal -dijo-. Lo sé.

– ¿Por qué no me acerco en coche a su casa, a ver si está?

– ¿Lo harías?

– Claro. ¿Dónde vive?

– En el 15 de Chestnut Street. En el ático. Apartamento tres.

Eso estaba en Beacon Hill, a un kilómetro y medio de allí.

– Si está, le diré que te llame.

Clevenger dejó el coche en el aparcamiento del Mass General. Chestnut Street estaba a sólo diez minutos a pie y, aunque el aire era frío, no era incómodo. Hacía sol, y no había viento. Era uno de esos días que hacen que la gente que visita Boston, que camina por los adoquines y los ladrillos viejos, decida hacer las maletas y mudarse a la ciudad.

Llegó al número 15 de Chestnut Street, un imponente edificio de tres plantas con miradores. Abrió la puerta de roble macizo que daba acceso al vestíbulo y vio el apellido Heller grabado en una placa de latón junto al timbre del tercer piso. Lo pulsó y esperó. No obtuvo respuesta. Lo pulsó de nuevo. Nada.

Salió afuera y se dirigió a la parte trasera del edificio. Había tres aparcamientos. En el que correspondía al tercer piso había un Aston Martin rojo. Ciento cincuenta de los grandes. Tenía que ser el de Heller. Levantó la vista y vio que las persianas de su piso estaban bajadas.

Volvió a la parte de delante y se dirigió a la entrada. Pulsó el timbre del primer piso. Transcurrieron algunos segundos hasta que contestó una mujer con acento extranjero.

– ¿Sí? ¿Qué desea?

– Mensajero -dijo Clevenger.

– ¿Para la señora Webster?

– Mensajero -repitió Clevenger.

Cuando la gente puede hacer algo para evitar un conflicto, por ejemplo pulsar un botón o abrir un pestillo, por lo general lo hace. Por eso los allanadores de moradas no suelen tener que derribar puertas.

– Mensajero -volvió a decir.

– ¿De UPS?

– Mensajero.

Se oyó el portero automático. Empujó, abrió la puerta y subió por las escaleras hasta la tercera planta.

La puerta de Heller estaba un poco entreabierta. Con todo, Clevenger utilizó la aldaba, grande y de latón. Nadie respondió. Empujó la puerta para abrirla y entró.

Las persianas estaban bajadas, y el sol de última hora de la mañana no pasaba de un resplandor filtrado y sombrío. La arquitectura del piso era espectacular. Había una chimenea de piedra muy alta, columnas acanaladas y relucientes suelos de madera noble, pero estaba casi vacío. Los únicos muebles que había en la sala grande de delante eran un sofá de piel negra y una pantalla plana de televisor de 50 pulgadas montada en la pared de enfrente. Había un óleo de Mark Rothko, que probablemente valdría quinientos mil dólares, apoyado en la guardasilla de la otra pared. En la cocina, encima de la isla central de granito negro había una escultura de acero inoxidable retorcido.

– ¿Jet? -gritó Clevenger.