Nadie respondió.
Se adentró más en el piso, hasta la chimenea de piedra, y creyó oír un movimiento al final de un pasillo que parecía conducir a los dormitorios.
– ¿Jet?
Los sonidos cesaron. Cogió el pasillo, dejó atrás una puerta cerrada y se dirigió a una que estaba abierta a unos seis metros. Ya casi había llegado cuando oyó pasos detrás de él y giró sobre sus talones.
Heller estaba en el pasillo, vestido con vaqueros y una sudadera gris de Harvard con el cuello desgarrado y en forma de uve. Llevaba una pistola en la mano. Estaba pálido y agotado y no iba afeitado.
– ¿Frank? ¿Qué haces aquí? -le preguntó. Se inclinó en la dirección de Clevenger, con la frente surcada de arrugas y los ojos inyectados en sangre-. Ésta es mi casa -dijo, y hasta eso lo dijo con algo de inseguridad.
Clevenger estaba a cuatro metros y medio y notaba el olor a whisky que despedía. Dobló la pantorrilla y notó la pistola atada con correa.
– Esto está algo vacío -dijo, forzando una sonrisa-. ¿Te mudas a otra casa?
– Nunca he llegado a instalarme aquí del todo -dijo Heller-. Vivo en el trabajo.
Clevenger sabía que Heller no mentía. Podía permitirse un ático de cinco millones de dólares, pero no tenía ningún interés en amueblarlo. Vivía por y para la neurocirugía.
– He pasado por la consulta. Sascha ha intentado ponerse en contacto contigo. Está preocupada porque no coges las llamadas. Por eso he venido.
– Le gustas.
– Es muy buena persona.
– ¿Muy buena? Es un once en una escala del uno al diez, Frank. Tenías que haberte puesto las pilas.
¿Estaba intentando distraerlo? ¿Y por qué hablaba de él en pasado?
– Uno nunca sabe qué le deparará el futuro -dijo Clevenger.
Heller levantó la pistola.
A Clevenger se le ocurrió hacerse con la suya, pero Heller no llegó a apuntarle. Sostenía el arma delante del pecho, la dirigía a los lados y miraba la pistola como un pájaro herido.
– A Snow le dispararon a bocajarro en el corazón -dijo Heller-. Imagínate qué terror. -Negó con la cabeza y respiró hondo-. He visto cómo disparaban a un hombre, Frank. Es algo horrible. De verdad -miró a Clevenger-. ¿Tú lo has visto alguna vez?
– Sí.
– Lo siento.
Clevenger quería dejar de hablar de matar a gente.
– ¿Por qué no has ido al trabajo? -le preguntó a Heller.
– Estoy trabajando -dijo él-. Pero es otro tipo de trabajo. -Señaló con la cabeza la puerta abierta que había junto a él-. ¿Quieres echar un vistazo?
– Claro -dijo Clevenger, y se dirigió lentamente hacia Heller-. ¿Te importa bajar el arma? A veces ocurren accidentes.
– En absoluto -dijo Heller. Desapareció del pasillo y entró en la habitación.
Clevenger se llevó la mano a la pantorrilla, desenfundó la pistola y se la colocó en la cintura, sujeta por el vaquero y debajo del jersey negro de cuello alto. Luego se dirigió a la puerta. Una parte de él se preguntaba por qué seguía allí. Podía salir y volver con Anderson o Coady, pero creía que no había ninguna posibilidad de que Heller soltara prenda si lo I hacía. Y aún no tenían nada en contra de él para detenerlo.
Llegó a la entrada de la habitación y se detuvo, paralizado por lo que vio. Heller estaba sentado a una mesa hecha con una puerta y dos caballetes metálicos y observaba un monitor de ordenador en el que resplandecían números, símbolos y letras. Tenía el arma al lado del teclado. El resto de metros cuadrados de la mesa, las paredes y el suelo estaba cubierto de folios y de libros.
– Si pisas algo, da igual -dijo Heller, sin apartar la mirada del monitor.
Clevenger miró hacia abajo y vio que los folios que tenía a los pies eran páginas de una clave informática. Los libros eran manuales sobre física e ingeniería aeronáutica. Evitó pisar todos los que pudo. Miró con más detenimiento las paredes y vio que había páginas del diario de John Snow pegadas con cinta adhesiva una al lado de otra, una fila tras otra.
– ¿Qué haces? -preguntó Clevenger.
– Devolver la vida a mi paciente -dijo Heller.
– Ya… -¿Se había vuelto loco?-. ¿Cuánto tiempo llevas con eso?
Heller miró las ventanas cerradas con las persianas bajadas.
– No sé. -Se volvió y miró a Clevenger-. ¿Qué deja un hombre cuando muere?
– Lo que ha hecho en vida. Lo que ha dejado atrás.
– Su legado -dijo Heller-. John Snow sólo ha dejado eso. Su trabajo, por ejemplo. Y la respuesta a una pregunta: «¿Era o no era un cobarde? ¿Me falló, o no me falló?».
– ¿Y cuál es el diagnóstico, de momento? -preguntó Clevenger, atento a lo lejos que tenía Heller la mano de la pistola.
– No era un rajado. Estaba dispuesto a llegar hasta el final.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque llevaba su idea más preciada en la bolsa de viaje negra que encontraron junto a su cadáver. Un hombre que se dispone a abandonar el mundo no se lleva el trabajo consigo.
– No sé si lo entiendo.
– Mira.
Heller se levantó, cogió la pistola y se hizo a un lado. A Clevenger no le gustó la idea de sentarse dando la espalda a Heller. No si tenía el arma en la mano.
– Otra vez con el arma -dijo. Heller la dejó encima de la mesa, pero se quedó a una distancia desde la cual la tenía al alcance.
– Ni siquiera sé por qué la cogí de la caja fuerte. No la soporto. No sé por qué la compré, para empezar. -Alguna idea tendrás.
– Quizá para comprobar que nunca la usaré. Algo así como un alcohólico que guarda una botella de whisky en la repisa de la chimenea durante diez años para comprobar que puede resistirse, que no sólo está sobrio, sino más que sobrio.
– A lo mejor tú también deberías probarlo. Parece que lleves todo el día bebiendo.
– No dejes que tu enfermedad te ciegue, Frank. No soy alcohólico. Es sólo que sufro. Me hace el efecto de la anestesia. Dos, tres, cuatro días y me pondré bien. Luego no beberé más.
– Ya te lo preguntaré el día número cuatro -dijo Clevenger mientras se dirigía a la mesa. Se sentó en la silla de Heller y se inclinó para mirar el monitor. La pantalla estaba llena de líneas de números, letras y símbolos matemáticos-. ¿Qué estoy mirando? -preguntó.
– A Grace Baxter.
Clevenger alzó la vista y miró a Heller, que sonrió de forma misteriosa.
– No hables en clave -dijo-. Yo también estoy cansado, por el amor de dios.
Heller le masajeó los hombros.
– Ya lo sé, colega. -Señaló la pantalla con la cabeza-. He ideado una simulación informática para analizar el último dibujo que hizo Snow de Grace en su diario, el que hizo con un collage de números y símbolos matemáticos. Me ha ayudado un poco un amigo del Instituto Tecnológico de California. Dale a F1 mientras mantienes pulsadas las teclas control y suprimir.
Clevenger hizo lo que Heller le pedía. Mientras se echaba atrás en la silla, las líneas de la clave de la pantalla empezaron a moverse. Los números, las letras y otros símbolos se unían y alejaban entre sí y, de forma gradual, iban reorganizándose en una versión luminosa del retrato que Snow había dibujado de Grace.
– La tenía metida en la mente hasta lo más profundo -dijo Heller-. Estirada como un gato sobre los hemisferios derecho e izquierdo de su cerebro. Pulsa F2, control, suprimir.
Clevenger hizo lo que Heller le dijo. El retrato empezó a desmontarse y se convirtió de nuevo en las líneas de la clave que Clevenger había visto ya.
– El retrato contiene la respuesta al resto de cosas -dijo Heller mientras señalaba las páginas pegadas a las paredes-. ¿Cómo creas un objeto volador que sea puro impulso hacia delante e invisible a los radares?
Clevenger siguió mirando el monitor y se dio cuenta de que Snow había acabado el trabajo sobre el invento que durante tanto tiempo le había sido esquivo. Acercó de nuevo las manos al teclado, pulsó F1, control, suprimir. Mientras miraba, los números, las letras y los símbolos volvieron a moverse hacia su sitio y recrearon el retrato de Grace Baxter.