La pasión de Snow por Grace y su espíritu creativo se habían fusionado, y el resultado había sido lo que Collin Coroway y George Reese querían de éclass="underline" el Vortek.
– En realidad, ¿a qué has venido? -preguntó Heller.
Clevenger lo miró.
– Has dicho que estabas preocupado por mí. Era mentira. ¿Cuál es el verdadero motivo?
– ¿Dónde conseguiste los CD y el diario? -le preguntó Clevenger. Heller tardó unos segundos en responder.
– Conozco a gente de la policía -respondió Heller.
Era una mentira admirable, desde un determinado punto de vista. Heller no estaba delatando a Billy. ¿Era porque se preocupaba por él, o porque creía que podía seguir utilizándolo?
– No vuelvas a ponerte en contacto con mi hijo. ¿Entendido?
– Quieres mantenerlo alejado de lo que haces. ¿Qué hay de malo en que se acerque? Te quiere.
– No es asunto tuyo. No te acerques a él.
– Billy necesita algo para tener la mente y el corazón ocupados. En su interior hay oscuridad. Lo veo. Porque lo veo en mí.
– Mantente alejado, o…
– ¿O me matarás? -Se rió entre dientes-. Quizá nos parezcamos más de lo que crees.
– No somos iguales -dijo Clevenger-. Lo tuyo con este caso es obsesión. Lo mío, trabajo.
Heller volvió a mirar la pantalla del ordenador.
– John Snow era paciente mío. Su vida estaba en mis manos.
Clevenger pensó en lo que le había dicho Sascha Monroe: que Heller soñaba con volver a nacer con la conciencia tranquila, que liberar a Snow de su pasado era como liberarse a sí mismo.
– Lo trágico es que podrías haber sido una especie de modelo para Billy -dijo Clevenger-. Podrías haberle ayudado a encontrar un nuevo lugar en la vida, si no lo hubieses utilizado.
– De vez en cuando, a todos nos utilizan, Frank. Incluso cuando trabajas en nombre de Dios, estás sólo prestado.
Clevenger dio media vuelta y se fue.
Capítulo 22
Clevenger sabía que Whitney McCormick estaría en Boston hasta el anochecer y que luego regresaría a Washington. La llamó al móvil.
– ¿Qué tal está mi paciente favorito? -contestó Whitney.
– Aún no estoy curado.
– Bien.
– ¿Dónde estás? -le preguntó Clevenger. -Haciendo llamadas en el hotel. -¿Nos vemos para un café?
– ¿Por qué no llamo al servicio de habitaciones y ya está?
Chestnut Street estaba a un kilómetro y medio del Four Seasons.
– Estoy aquí mismo.
– Date prisa.
Llamó a su puerta diez minutos más tarde.
Whitney abrió. Llevaba unos vaqueros que estaban deshilachados en una rodilla y una camisa blanca de estilo masculino que le quedaba grande. Estaba igual de guapa que la noche anterior.
Clevenger movió la cabeza.
– ¿A ti nunca te queda mal el pelo, te sale alguna que otra imperfección, nada para dar un respiro a un tío?
– No nos vemos mucho. Para mí tener dos días buenos seguidos es algo poco corriente.
– No sé por qué, pero no me lo creo.
La atrajo hacia él. Se besaron. Clevenger le acercó los labios al cuello. Whitney empujó la puerta, la cerró y lo arrastró a la cama.
Hicieron el amor despacio, mirándose a los ojos mientras Clevenger se introducía en su cuerpo y ambos se deleitaban liberándose de sus existencias individuales, dejándose arrastrar por una fuerza mayor que la simple suma de sus energías.
Yacieron juntos, agotados, disfrutando de esos pocos minutos en los que los amantes apenas saben a quién pertenecen cada brazo y cada pierna.
Whitney giró la cabeza y lo miró, acercando los labios a su oreja.
– Este sitio me gusta. Deberíamos hacer esto más a menudo.
– Ya lo haremos.
Clevenger cerró los ojos, respiró hondo y soltó el aire. Pensó para sus adentros lo extraño que era que Whitney y él se vieran en el Four Seasons, que planearan seguir viéndose allí. Era casi como si los dos estuvieran perdidos en alguna transferencia del caso y la exteriorizaran. Clevenger abrió los ojos.
– Tengo que pedirte una vez más…
Ella sonrió.
– No tienes que pedírmelo.
– Es sobre el caso -dijo él, apoyándose en un codo.
– Bien. ¿Qué?
– Esas patentes.
Ella lo miró y de sus ojos fue desapareciendo poco a poco el cariño, invadidos por una mezcla terrible de dolor, ira y de fría resignación a la realidad de lo que hacían para ganarse la vida, a que no se habían conocido primero como amantes, a que quizá nunca fueran sólo amantes.
– ¿Qué pasa con las patentes? -preguntó.
Clevenger dudó si seguir hablando porque le pareció que salía a trompicones de un papel y se metía en otro, pero la fuerza de lo que necesitaba saber actuaba en la dirección contraria.
– Si Snow-Coroway presentó patentes para el Vortek, me gustaría estar seguro de que Collin Coroway y George Reese tenían todo lo que necesitaban de John Snow. Tenían el invento necesario para que la empresa saliera a bolsa, lo cual habría convertido a Snow en alguien prescindible.
– No puedo obtener esa información.
No podía dejarlo correr, no podía hacer oídos sordos a su profesión, a su vocación, ni siquiera por ella, a pesar del poco tiempo que había tardado en amarla desde el momento en que la vio.
– No quiero sacar a tu padre otra vez, pero como ex senador y como antiguo miembro del Subcomité de Inteligencia, aún tiene que tener contactos… -Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos-. No pretendo insinuar de ningún modo que esto sea una especie de elección entre…
– Entonces, ¿por qué sientes la necesidad de negarlo? -Whitney se levantó y empezó a recoger su ropa-. Yo también soy psiquiatra, Frank.
Clevenger se levantó.
– Lo que quería decir…
– Sé lo que quieres.
– Mira -dijo con un suspiro-, me he equivocado sacando el tema.
– No te puedes controlar. El trabajo es tu escudo. Te sirve para esquivar todo lo demás. Siempre ha sido igual. Y siempre lo será.
– ¿Como por ejemplo…?
– Una relación de verdad, para empezar. -Whitney se puso los pantalones-. En primer lugar, ¿ni siquiera te das cuenta de por qué aceptaste este caso, Frank? ¿Es que no ves un poquito de John Snow cuando te miras al espejo? ¿El hecho de ser adicto a resolver rompecabezas, de mantener a todo el mundo a cierta distancia, de evitar intimar de verdad? ¿No te suena?
Lo único que podía hacer era escuchar.
Whitney se subió la cremallera y se puso la camiseta.
– Una cosa sobre mi padre -dijo mientras se abrochaba los botones-. Nunca me ha utilizado.
Clevenger meneó la cabeza mientras pensaba que había sido poco delicado y que Whitney le había interpretado mal, todo a la vez.
– Whitney no he hecho el amor contigo para conseguir algo -dijo.
– Pues es lo que parece.
Se calzó y cogió la chaqueta del respaldo de la silla del escritorio.
– Whitney, espera.
– ¿Para qué? -gritó.
Clevenger se dirigió a las ventanas y miró afuera. La vio cruzar la calle y desaparecer en el Public Garden mientras las ramas heladas de los árboles se mecían con el viento suave.
Cuando Clevenger cruzó la puerta del Instituto Forense de Boston, Kim Moffett levantó un montoncito de mensajes.
– John Haggerty te ha llamado tres veces para hablar de ese caso nuevo -dijo-. Lindsey Snow ha llamado dos veces y el FBI, cuatro, pero porque yo los estoy acosando por lo de mi ordenador.
– ¿Has llamado al FBI?
– Al laboratorio de pruebas de Quantico.
– Kim…
– Tienen que devolverlo. Tengo mis cosas en él.
– Estos temas requieren tiempo. Podrían quedárselo un año, incluso más.