– ¿Y qué pasa con mis derechos? ¿Qué pasa con la vida privada de una persona? ¿Se ha ido todo eso a la mierda después del 11-S?
Moffett no iba a rendirse.
– Haré todo lo que pueda.
– Gracias -dijo con una sonrisa-. North me ha pedido que te diga que viene hacia aquí. Te ha llamado al móvil dos veces.
Frank Clevenger asintió con la cabeza y se dirigió a su consulta.
– Otra cosa -dijo Moffett.
Clevenger se giró.
– Tienes una mancha de pintalabios en la chaqueta.
Bajó la vista y vio una manchita imperceptible del pintalabios rosa claro de Whitney en la chaqueta de cuero negro.
– ¿Por qué piensas que es pintalabios?
Moffett se giró y se puso a trabajar con el procesador de textos. Clevenger entró en la consulta, se quitó la chaqueta y se limpió la mancha. La lanzó a una silla, se sentó a la mesa y llamó al móvil de Lindsey Snow, que contestó.
– Soy el doctor Clevenger.
– ¿Puedo ir a verte? Es para hablar de mi padre, para hablar de su asesinato.
«Asesinato.» Eso era nuevo. La teoría de Lindsey había sido que ella había empujado a su padre al suicidio. ¿Ahora creía que lo habían asesinado?
– ¿Cuándo puedes estar aquí? -le preguntó Clevenger.
– En menos de una hora.
– Perfecto.
Quiso devolverle las llamadas a John Haggerty pero le saltó el contestador automático. «No aceptaré ningún caso hasta que se resuelva el de Snow -dijo-. Ya te llamaré cuando eso ocurra.»
Puso los pies encima de la mesa, se echó atrás en la silla y cerró los ojos. Se imaginó a Whitney McCormick desapareciendo en el Public Garden. Pensó que quizá la hubiese perdido para siempre al mezclar trabajo con placer. Entonces abrió los ojos de repente. Tenía la respuesta a una de las preguntas que había estado haciéndose: ¿por qué iba John Snow a someterse a la operación y dejar su vida si había encontrado al amor de su vida?
La respuesta era sencilla, tan sencilla que le había resultado difícil dar con ella, hasta que representó el drama con McCormick. Tanto Snow como Baxter se habían traicionado de alguna forma. Su amor ya no era aquello tan perfecto que había sido. Algo había ido muy mal.
– Hola, desaparecido -dijo Anderson desde la puerta.
Clevenger bajó los pies de la mesa y se giró hacia él.
– ¿Qué hay?
– Hoy a última hora estaré leyendo los extractos de las cuentas personales, bancarias y de corretaje de George Reese. Vania está progresando.
– ¿Sigue trabajando fuera de casa? Estoy preocupado por él.
Anderson negó con la cabeza.
– Está en mi casa. Allí nadie puede encontrarlo, a no ser que descubran las tazas de café que se amontonan en la basura. Le preparo cada dos horas. Grande, con leche…
– Cuatro azucarillos.
– Tiene enseñado a todo el mundo.
– ¿Ha pasado algo más?
– En el Mass General no he encontrado a nadie que pudiera situar a Heller en el hospital cuando asesinaron a Snow. Todavía no, de todas formas. No es que eso demuestre nada…
– No.
– ¿Qué tal está Billy, por cierto?
Clevenger miró la hora. Las dos y cuarto. Billy aún estaba, o debería estar, en el instituto.
– Ahora mismo está resolviendo un par de problemas -dijo, y lo dejó ahí.
– ¿Puedo hacer algo?
– No estoy seguro de lo que puede hacer nadie, incluyéndome a mí; pero si te necesito, te lo diré.
– Bueno, está bien.
– Lindsey Snow está de camino.
– Esto sigue.
Lindsey se sentó en la silla en la que se había sentado la última vez que había ido a la consulta de Clevenger. Llevaba una falda corta de color verde lima y un jersey de cuello alto de canalé color hueso. Cuando cruzó las piernas, Clevenger pudo ver que llevaba unas bragas diminutas de satén negro.
– Si te cuento algo -dijo-, tienes que prometerme que nunca dirás que te lo he dicho yo.
– Sé guardar un secreto -dijo Clevenger mientras la miraba deliberadamente a los ojos.
– Te lo cuento porque me siento unida a ti.
Clevenger sabía que el hecho de que se sintiera unida a él no tenía nada que ver con él, sino que se debía a la muerte de John Snow. Lindsey era como un átomo de oxígeno: era exquisitamente inestable e intentaba establecer vínculos de forma desesperada. Por un lado Clevenger quería decírselo, explicarle que la atracción que sentía por él se debía sólo a la pérdida repentina de equilibrio que había sentido al morir su padre. Pero no era paciente suya. Era una sospechosa. No le debía una relación psicoterapéutica ni ninguna otra cosa. Era libre de aprovecharse de sus necesidades, de tentarla a que se abriera. Eso es lo que podía hacer falta para destapar un caso de asesinato. Mentiras piadosas del corazón al servicio de la verdad. El asunto no olía muy bien, pero era su asunto. Bajó la mirada y se fijó en sus medias el tiempo suficiente como para que ella notara que la miraba.
– Adelante -dijo Clevenger-. Deseo escucharte. -Sabía que ella sólo oiría la primera palabra: «Deseo».
Lindsey se sonrojó y se mordió el labio inferior.
– La última semana o así antes de morir papá, estaba bastante deprimido. Era como si toda la energía que le había ido llegando lo estuviera abandonando. Dejó de hablar con todo el mundo, incluso conmigo.
Clevenger asintió con la cabeza. Se preguntaba si Lindsey seguía ciñéndose a la teoría del suicidio.
– Así que Kyle decidió coger la pistola de papá para que no se hiciera daño. Al menos eso es lo que dijo.
Clevenger intentó no mostrar ningún sentimiento, a pesar de que sentía que el caso podía estar dando un último giro en su largo y retorcido camino.
– ¿Cómo consiguió el arma?
– Papá la guardaba siempre en el mismo sitio: la balda de encima del perchero de las camisas de su armario. Los dos le hemos visto cogerla de allí cuando se iba al trabajo y volverla a poner en su sitio al llegar a casa. Las balas las guardaba en alguna otra parte.
– ¿Y tu padre no se preguntó qué había pasado con el arma?
– Kyle se lo contó. Le contó que la había cogido… y por qué.
– ¿Tu madre lo sabía?
Lindsey asintió con la cabeza.
Eso podría explicar por qué Theresa Snow había intentado impedir que Clevenger hablara con Kyle.
– ¿Y cómo explica Kyle que a su padre lo mataran con esa pistola?
– Dice que sólo la tuvo hasta la noche anterior. Me dijo que papá quería recuperarla, que le amenazó con entregarlo por infringir la libertad condicional. Así que se cabreó y se la dio. -Se le humedecieron los ojos-. Kyle dice que le dijo que adelante, que se pegara un tiro si eso era lo que quería.
– ¿Le crees? ¿Crees que devolvió el arma?
Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas de una forma que atrajo de nuevo la mirada de Clevenger.
– Yo sólo sé que jamás había visto a Kyle tan feliz como estos últimos días -dijo Lindsey-. Y dice que no puede ir al entierro de papá, que no sería «honesto».
¿Contaba Lindsey la verdad, o estaba intentando acabar con su hermano, castigarlo por desviar la adoración que sentía su padre por ella? Si Clevenger era sólo un sustituto de Snow, quizá Lindsey quisiera que encarcelara a Kyle, lo cual sería el equivalente de desterrarlo a otro estado, como había hecho Snow.
– ¿Crees que tu hermano mató a tu padre? -le preguntó Clevenger.
– No quiero creerlo, pero… -Apartó la mirada.
Clevenger dejó que pasaran unos segundos.
– Gracias por contármelo, Lindsey -dijo.
Ella volvió a mirarlo, inclinó la cabeza y el pelo sedoso le cayó como una cascada y le tapó medio rostro.
– Bueno, ¿nada más?
– Seguiré con tu hermano y veremos adonde nos lleva esto.
– ¿Adónde nos lleva lo nuestro? -preguntó Lindsey con voz quejumbrosa.