Clevenger quería evitar herirla. No formaba necesariamente parte del trabajo.
– Por muy guapa que seas, Lindsey -le dijo con toda la delicadeza que pudo-, y por mucho que quiera estar contigo fuera de la consulta, no puedo.
– ¿Nunca?
Esa pregunta dejó claro que Lindsey estaba dispuesta a esperarlo durante muchísimo tiempo. Quizá para siempre. Y eso ayudó a Clevenger a ver de nuevo que su droga no era el sexo con su padre, sino la posibilidad de tener relaciones sexuales con él. Snow la había atado a él adorándola más que a los demás, sin haberla llegado a tocar jamás en realidad. Lindsey buscaba al siguiente suministrador de esa adoración, no al siguiente amante.
– Eres demasiado guapa como para decir «nunca» -le dijo Clevenger.
Lindsey estaba radiante.
– No estás con… -Señaló con un movimiento de la cabeza en dirección a la mesa de Kim Moffett.
Él negó con la cabeza. Lindsey respiró hondo y soltó el aire.
– Genial. Así pues, ¿te doy tiempo y ya está?
– Dame tiempo.
– Ya entiendo.
Se levantó y empezó a ponerse la chaqueta. Él se levantó y la miró. Era una joven preciosa. Ni siquiera era una mentira piadosa.
– Eres extraordinaria, ya lo sabes -le dijo.
Por primera vez Lindsey parecía desconcertada.
– Y no sólo porque lo pensara tu padre, o porque lo piense yo.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir… -Se dio cuenta de que hablaba un lenguaje que ella no podía comprender. No entendería que le dijera que otros hombres no sólo la encontrarían deseable sino que obrarían en consecuencia, que serían honestos con ella en todos los sentidos. La autoestima le había venido siempre dada por cómo se veía reflejada en los ojos de John Snow-. Ahora no tiene importancia.
Pareció contenta de dejarlo ahí.
– Hasta luego.
– Cuídate.
Salió de la consulta. Kim Moffett entró a los diez segundos.
– Whitney McCormick está al teléfono -dijo.
A Clevenger sólo le bastó oír el nombre para oler su perfume, imaginar sus dedos moviéndose por su pelo. Alucinaciones de enamorado.
– Gracias. -Esperó a que Moffett se fuera y descolgó el auricular-. Whitney.
– He hablado con mi padre -dijo McCormick.
Él no dijo nada.
– Se solicitaron dos patentes para un sistema de estabilización de vuelo, registradas conjuntamente a nombre de Snow-Coroway, InterState Commerce y Lockheed Martin.
– Coroway me mintió en Washington -dijo Clevenger-. Él y Reese se hicieron con el Vortek. Snow cumplió. Ya no le necesitaban.
– Conozco ese sentimiento. Debe de ser contagioso.
– Escucha -dijo Clevenger-, antes me he equivocado al sacar el tema de la forma como lo he hecho. Yo…
– Podrías haber dicho simplemente: «Es un placer hacer negocios contigo» -dijo con frialdad.
– ¿Cuándo podré verte?
McCormick colgó.
Capítulo 23
El Four Seasons
Tan sólo veinte dias antes
13:45 h
Estaba impaciente por verla, por contárselo. Llevaba una camisa azul cielo de Armani y un traje azul oscuro también de Armani que había comprado en Newbury Street el día anterior; un cinturón negro de piel de cocodrilo; mocasines negros y brillantes. Iba recién afeitado y llevaba el pelo cortado a la perfección. Estaba de pie junto a la ventana que daba al Public Garden y la vio bajarse de un taxi en la acera. El frío viento invernal le agitó el pelo caoba.
Se dirigió a la entrada del hotel.
En dos semanas todo había cambiado. Dos semanas antes, él le había dicho que tenían que dejar de verse, que el hechizo con el que ella lo había embrujado hacía meses y que lo había sustentado tras el ataque era inútil. Su vida había tocado fondo, era incapaz de dar el paso final para crear el invento con el que tanto le costaba dar. En realidad, el Vortek era una ilusión. Y él, un farsante.
Su hija se había enterado de su aventura y le rehuía. Su hijo se había apartado de él. Incluso su propia inventiva lo había abandonado. Nunca se había sentido tan solo, tan indigno de recibir amor. Pero entonces Grace le dijo que prefería morir a vivir sin él, que llevaba un hijo suyo en el vientre.
Lo quería. Más que a la vida misma. Y eso cambiaba las cosas. El amor de Grace abrió una puerta cerrada en su interior, otra vez.
El hielo empezó a fundirse. El engranaje de su mente empezó a ponerse en funcionamiento. Las ruedas giraban. Tenía sueños en los que ecuaciones enteras se solucionaban solas, con lo que cada vez reunía más y más piezas del rompecabezas que estaba resolviendo.
Llamaron a la puerta de la suite. Se dirigió a ella y abrió. Al principio, Grace parecía estar agotada y preocupada. Pero se le iluminó la cara al verlo.
– Pareces un hombre nuevo -dijo.
– Me siento un hombre nuevo.
Entró en la suite y se volvió hacia él.
Él cerró la puerta y le mostró su diario, abierto por un retrato de ella que había dibujado con números, letras y símbolos matemáticos.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella, sonriendo. Se lo cogió.
– El Vortek -dijo él.
Grace lo miró pidiéndole una explicación.
– Cada vez que topaba con un obstáculo, pensaba en ti. Me imaginaba tu cara. -Alargó la mano y le tocó ligeramente la mejilla-. Siempre funcionaba. Así que cuando llegó el momento de dar el paso final y escribir la solución completa, decidí tenerte presente todo el rato. Y todas las piezas del dominó cayeron. -Señaló el dibujo con la cabeza-. Si pones derechas las curvas y separas las líneas, tienes veintinueve ecuaciones: el plano para volar sin que los radares te detecten, como un fantasma.
– Lo has conseguido -dijo ella asombrada.
– Lo hemos conseguido.
– No. -Grace negó con la cabeza.
– Esto ha sido una empresa conjunta.
De nuevo parecía preocupada.
– ¿Qué? -Le preguntó él-. Ahora nada se interpondrá entre nosotros.
Grace se echó a sus brazos y enterró la cara en el cuello de él.
– Te quiero -susurró-. Estoy orgullosa de ti. Nada tendría que haberse interpuesto entre nosotros, para empezar.
Capítulo 24
Mike Coady recogió a Kyle Snow en la casa de Brattle Street y se lo entregó a Clevenger en la jefatura de la policía de Boston. Fue de forma voluntaria, sin duda para eludir otro análisis de drogas que lo habría vuelto a mandar a la cárcel por infringir la libertad condicional.
Clevenger y él se sentaron uno frente al otro, esta vez en la misma sala de interrogatorios en la que Clevenger se había visto con George Reese. Coady miraba desde detrás del espejo unidireccional.
– Háblame de la pistola de tu padre -le dijo Clevenger.
– ¿Qué quiere saber?
Clevenger permaneció en silencio. Vio que las pupilas de Kyle eran como puntitos, a pesar de que la luz de la sala era tenue. Estaba colocado, probablemente de Percocet u Oxycontin.
– No sé de qué me habla -dijo Kyle-. No sé nada de…
– La guardaba en su armario, ¿no? En la balda de encima del perchero de las camisas.
Kyle se encogió de hombros.
– Entiendo lo que pasó, Kyle. Te hizo caso por primera vez en tu vida y luego se apartó de nuevo. Reabrió la herida. Una herida muy profunda.
– Ya le dije que no podía hacerme daño. Nunca esperé nada de él.
– Uno no va en busca de narcóticos a no ser que se sienta desnudo y vacío por dentro. Y viste la oportunidad de liberarte de ese dolor. No pudiste contenerte. No a los dieciséis años.
Kyle se apartó el pelo de la frente y se inclinó hacia Clevenger.
– Usted no sabe una mierda de mí.
– Así que le cogiste la pistola… del armario.
– ¿Eso quién lo dice?
– Dijiste que se la devolviste la noche antes de que lo asesinaran. -Clevenger miró a Kyle a la cara y vio que tenía los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa-. Pero no lo hiciste.