Reese se movió en la silla.
– No sé a qué está jugando, doctor -dijo LeGrand- pero si no tiene ninguna pregunta en concreto, a mi cliente le gustaría volver a su trabajo en el banco.
– El banco -dijo Clevenger-. Es tan buen sitio para empezar como cualquier otro. -Miró a Coroway-. El señor Reese y el Beacon Street Bank invirtieron en Snow-Coroway Engineering. ¿Es eso correcto?
– Sí, así es -respondió Coroway, sin demostrar ninguna emoción.
– Fue una inversión sustanciosa -dijo Clevenger, mirando a Reese-. ¿Es eso correcto? Reese no contestó.
– Veinticinco millones de dólares -añadió Clevenger-. Y el Beacon Street Bank no está exactamente hecho de granito. Está nadando contra una marea de préstamos en mora. Una pérdida de veinticinco millones de dólares podría mandarlo al tribunal de quiebras.
– Mi cliente no dirige una empresa pública -dijo LeGrand-. Sus activos son cosa suya. Y me gustaría que se abstuviera de insinuar que su negocio no es solvente.
– Pido excusas -dijo Clevenger, y se giró hacia Theresa Snow-. Su marido estaba a punto de inventar algo que habría resuelto los problemas financieros del señor Reese muchas veces -dijo-. Por no hablar de hacer al señor Coroway incluso más rico de lo que era. Muchísimo más rico. Pero luego todo se torció. Algo impedía a su marido avanzar. Llámelo bloqueo mental. Y cuando intentó abrirse paso… Bueno, todos sabemos -prosiguió Clevenger mientras miraba alrededor de la mesa- que John Snow tenía epilepsia. Demasiado estrés, un problema que no podía resolver, y en su mente se producía un cortocircuito. Ahora bien, quizá esos ataques fueran reales, o quizá no. En cualquier caso, lo atormentaban. De eso estamos seguros. Y ése fue uno de los motivos por los que iba a someterse a una neurocirugía. Estaba harto de sus limitaciones. -De nuevo fijó su atención en Theresa Snow-. Usted lo sabía.
Ella apenas asintió con la cabeza.
– Todos ustedes lo sabían -dijo Clevenger mientras escudriñaba al grupo. Se quedó unos segundos mirando a Heller para asegurarse de que no se venía abajo-. Así que la cuestión era cómo ayudar a John Snow a salvar ese último obstáculo creativo. ¿Cómo inspirar a un genio cuyo cerebro, o mente, no puede recorrer el último kilómetro? -Clevenger se encogió de hombros-. ¿Alguien quiere lanzar una suposición? -Esperó; nadie se lanzó-. Bueno… -Miró al otro extremo de la mesa, a George Reese-. ¿Y si se enamoraba?
Reese se giró un poco en su asiento y apartó la mirada.
Pareció que Jack LeGrand se preguntaba por qué Reese tenía aspecto de no sentirse cómodo.
– La cosa es más o menos así-dijo Clevenger, sin dejar de mirar a Reese-. Su mujer llega un día a casa y le dice que ha hecho una buena venta en su galería de arte. Doscientos mil dólares. Un solo cuadro. Y resulta que es un cuadro de ella. -Se detuvo y miró un momento a Theresa Snow, quien apartó la mirada-. Está orgullosa de sí misma porque sabe que, económicamente, las cosas están bastante mal. Lo que siempre le ha importado, que resulta ser el dinero, se está acabando.
– Según usted -dijo LeGrand.
Clevenger no esperó.
– Y usted, señor Reese, como cualquier marido habría hecho, pregunta quién es el comprador. Al fin y al cabo, alguien debe de haberse prendado de su mujer. -Reese lo miró desde la otra punta de la mesa, y Clevenger siguió hablando-. Ella le cuenta que el hombre se llama John Snow, es ingeniero aeronáutico y tiene su propia empresa. Es extremadamente inteligente, pero bastante torpe para el trato social. Es raro. Parece que ella lo haya cautivado, casi embrujado. A ella le parece que podría venderle cualquier cosa. Encuentra la situación casi divertida. Y a usted el cerebro se le pone en marcha. -Miró a Reese a los ojos-. ¿Quiere seguir usted?
– Váyase a la mierda -dijo Reese.
Clevenger vio que Coroway levantaba los dedos de la mesa para indicarle a Reese que no perdiera el control. Lo miró con detenimiento.
– El señor Reese tiene un asiento en primera fila para el enamoramiento de John Snow de su mujer, porque Snow tiene la mala costumbre de confiar en su socio. Y usted nunca lo había visto tan activo, señor Coroway, como el día que lo vio por primera vez con Grace Baxter. Nunca lo había visto tan vivo. -Clevenger se detuvo-. Usted y el señor Reese idearon un pequeño plan. ¿Por qué no dejar que Grace Baxter fuera la musa de John Snow? Si ya tiene la información que necesitan, quizá se la revele a ella. Si de verdad está bloqueado, quizá ella pueda motivarlo para recorrer el último kilómetro, para llevar a cabo el último salto creativo. Después de todo, no sería el primer gran artista o intelectual al que inspirara una mujer hermosa. -Clevenger se encogió de hombros y miró de nuevo a Reese-. Ya está medio enamorado de ella. Y no es muy probable que ella se enamore de él. El hombre apenas es capaz de vestirse solo.
Clevenger pensó que Billy estaba en la sala de observación, preparado para lo que en breve vería y oiría. Se esforzó por seguir centrando la atención en el grupo sentado a la mesa.
– En realidad, nadie habría pensado jamás que Grace Baxter y John Snow pudieran tener una relación seria. -Se volvió para mirar a Theresa Snow-. Desde luego, usted no. Por eso no se opuso al plan cuando Collin Coroway se lo confió. Usted sabía que la pasión de su marido se limitaba a su ciencia. No era precisamente un romántico, no iba a quitarle una joven glamurosa a su marido multimillonario. Así que cuando colgó un retrato de Grace en su casa, usted se fijó en el premio: en el invento y el dinero que obtendrían si Snow-Coroway Engineering salía a bolsa. Hizo lo que le pareció que tenía que hacer para lograr que superara el bloqueo mental. Si su musa necesitaba un poco de espacio en la pared encima de la repisa de la chimenea, que así fuera.
Lindsey Snow miró horrorizada a su madre.
– ¿Lo sabías? ¿Desde el principio?
Su madre no respondió.
Clevenger esperó varios segundos.
– Claro que lo sabía -dijo.
A Theresa Snow se le endureció el rostro; su aspecto era horrible. Tenía la mirada dura y los dientes un poco al descubierto. Por primera vez parecía lo que era: una mujer triplemente despreciada. Primero, por el amor de su marido por la invención; después, por la adoración que sentía por su hija; y luego, por su pasión por otra mujer.
Clevenger se dirigió a Coroway.
– Y usted sabía algo más de John Snow, porque también se lo había contado. Usted sabía que lo más probable era que tras someterse a la intervención, fuera un hombre muy distinto, que empezara de nuevo. Una tabula rasa.
– No tengo por qué estar aquí sentado escuchando estas tonterías -dijo Coroway.
– Sí tiene -dijo Clevenger-. Sí tiene porque a Theresa no se la acusará de nada. Sabía que Grace Baxter estaba seduciendo a su marido. Sabía que todo estaba arreglado. Pero eso no es delito. Usted fue quien le disparó.
Heller se levantó y fulminó a Coroway con la mirada.
– Eres un cabrón hijo de…
Clevenger puso una mano encima del brazo de Heller. Coroway no dijo nada.
– Mire, Collin, puede que todos los presentes sean culpables de algo, pero irá a la cárcel solo. Porque actuó solo.
– Yo le di el arma -dijo Kyle Snow con la voz temblorosa.
Clevenger lo miró y luego volvió a mirar a Coroway.
– Kyle le dio el arma de su padre. Y se siente muy culpable de haberlo hecho, porque en el fondo sabía con exactitud qué haría usted con ella. Había pensado muy seriamente en hacerlo él mismo.
Coroway miró a Kyle.
– Los asesinos se conocen entre ellos-le dijo Clevenger a Coroway-. Usted mordió el anzuelo. Le utilizó.
– Jamás podrá demostrar nada de todo esto -dijo Coroway.
– Podemos y lo haremos -replicó Clevenger.
– No veo que mi cliente esté en una situación legal complicada -dijo Jack LeGrand, y en su voz se adivinaba cierto nerviosismo-. Si no tiene inconveniente, nosotros nos vamos.